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En primera persona

Así me resistí a que el deseo de ser madre se convirtiera en el centro de mi vida

Cuando empecé a buscar bebé con mi compañero, tenía pocas esperanzas de quedarme embarazada. Tenía 38 años, comencé mi vida sexual a los 15, y nunca tuve ningún susto, ni retrasos de regla, aunque tuve algunos accidentes con el condón y algún olvido de píldora. Creo que esto me ayudó porque me lancé con tranquilidad al tema, asumiendo que lo tenía muy difícil, y sin arrepentirme de haber pospuesto mi maternidad durante tantos años. Cuando se acercaba el fin de mi etapa reproductiva me entraron las ganas, y me lancé al abismo sabiendo que llegaba tarde.

Pasaron los meses y no me quedaba embarazada. No podía hablar mucho de ello porque cada vez que sacaba el tema mi gente me decía: “Relájate, no te obsesiones, no le des vueltas”. Yo necesitaba ilusionarme y compartirlo con mi gente tanto como cuando empiezo un romance, empiezo un libro, o me meto en un nuevo proyecto, pero me encontré con que todo el mundo pensaba que era mejor no darle demasiada importancia al tema. Yo no podía vivir una aventura tan increíble haciendo como que no pasaba nada, así que dejé de hablar sobre ello mientras me iba metiendo cada vez más en Internet a buscar información, y meterme en el mundillo “quiero tener un bebé”.

Primero leí artículos científicos y me di cuenta de que un embarazo es un verdadero milagro. Saqué la conclusión de que era casi imposible quedarme embarazada. Me quedó claro desde el principio: la tecnología puede introducir al esperma en el óvulo y ahorrarle la carrera, pero no puede intervenir en el proceso de implantación en el útero. Los milagros de la ciencia tienen un límite y no se puede hacer nada más que esperar, o rezar si tienes fe, mientras compras papeletas para el sorteo. Sin embargo, no fue tan fácil resistirme al mito romántico de la maternidad: en realidad, fue una tarea titánica.

Yo hacía tiempo que ya había decidido que no quería sufrir por amor, que si me enamoraba y me emparejaba era para disfrutarlo. No más relaciones esperando un milagro, no más relaciones sin reciprocidad plena, no más relaciones que no funcionan, nada de despilfarrar mis energías y mi tiempo en amantes que no me amaban. Y entonces pensé en afrontar la búsqueda de bebé de la misma manera: no quería sufrir, no quería vivir atada a la espera del milagro, no quería centrar en el bebé toda mi capacidad para amar y para cuidar y no quería empezar a sentirme culpable si no lo lograba. Quería bajar mis niveles de estrés, claro, porque cuando se mezclan con la culpa, se retroalimentan mutuamente y es muy difícil salir de ese círculo vicioso.

Me ayudó empezar a nadar, pero lo que más me sirvió fue el consejo de una amiga ginecóloga: “El estrés es uno más entre los muchos factores que influyen en el proceso, claro, pero mira las mujeres que viven en guerras terribles o huyendo del horror: ellas están sometidas a mucho estrés, mucho miedo y mucho sufrimiento, y aún así se quedan embarazadas. Lo mismo que nuestras abuelas en la Guerra Civil: a pesar del hambre, de la huida, de las penalidades que pasaban, también se quedaban embarazadas”.

Cuando empecé a leer los blogs de las mujeres que quieren ser mamás y no pueden, me vi un poco reflejada en ellas y me dio miedo. Muchas habían convertido su deseo de ser madres en el centro de sus vidas y sentían que les faltaba algo para ser felices y sentirse completas. Cuanto más tiempo pasaba sin poder concebir, más se intensificaba el nivel de mitificación de la maternidad como el paraíso del amor y la felicidad.

Yo estaba un poco dividida por dentro, porque me ilusionaba mucho cada vez que llegaba la fecha de mi regla. Fantaseaba con un retraso y hasta llegaba a ver las dos rayitas de la maquinita que te da la buena noticia. Me las compraba a escondidas para que no me dijeran lo de: “tú relájate, no te obsesiones, no le des vueltas”, y me comía la decepción a solas.

Y apareció el capitalismo

Mientras, empecé a leer sobre trucos, estrategias y remedios naturales para quedarse embarazada, y aparecieron en mi pantalla guías, libros, manuales, tratamientos infalibles, brebajes mágicos, pastillas fantásticas, dietas para aumentar la fertilidad: ante mis ojos había todo un mercado lleno de gurús, chamanes, doctores estrella, y expertos y expertas en fertilidad que me explicaban que mi problema tenía varias soluciones con todos los precios posibles, al acceso de casi todos los bolsillos.

Empecé a hacerme sesiones de reiki para relajarme un poco y darle espacio al bebé en mi vida, pero me repetía mucho lo de que si no me quedaba embarazada, la culpa no era mía, sino cosa de la suerte o de la naturaleza: lo estoy intentando, pero si mi cuerpo ya no puede, no puede, me decía yo, no hay por qué forzarlo.

Muchos científicos explican el origen del big bang como un producto del azar: podría haber estallado, o no haber estallado. Y la vida en la Tierra, igual: surgió y desapareció varias veces hasta que se abrió paso. Pero podría no haber triunfado. Cuestión de suerte.

Esto era lo que yo me decía a mí misma para no sufrir, pero claro, en el fondo deseaba tener buena suerte. Pensaba que sería una mamá estupenda, que estaba preparada, que tenía mucho amor para dar, que sería una gran cuidadora y educadora, que iba a ser una aventura fascinante. Así que seguía leyendo para comprender la enorme complejidad de la reproducción, y para ver si podía al menos facilitar el proceso: todo me llevaba a actos de consumo, y a las clínicas de reproducción asistida.

Me metí a leer para saber si merecía o no la pena meterse en tal follón. Llegué a la conclusión de que todas las clínicas ensalzan sus porcentajes de éxito para ocultar la imposibilidad de la ciencia de controlar plenamente la reproducción humana en estos inicios del siglo XXI. Ningún médico, ninguna máquina, ningún tratamiento hacen posible lo imposible. Ayudan en algunos casos, pero no en todos. Sólo el capitalismo te ofrece una vía para alcanzar tus metas: la compraventa de óvulos y de bebés. Me quedé sobrecogida ante la monstruosidad del negocio a medida que iba leyendo y tuve muy claro que mi deseo de ser madre no podía jamás atentar contra los derechos humanos de los bebés y de las mujeres pobres.

A medida que pasaba el tiempo, aumentaba mi miedo a no poder quedarme embarazada. Y cuanto más miedo, más trabajo tenía que hacer para no caer en la trampa. Era un acto de resistencia política diaria: por un lado, mi deseo de ser madre, por otro, el sistema entero tratando de meterme prisa y de seducirme para que convirtiera mi deseo en el centro de mi vida.

La solución mágica estaba siempre ahí, en la publicidad personalizada que me aparece en el correo y en las redes sociales: Google sabía que estaba buscando un bebé y me ofrecía el milagro todos los días. Yo no sabía si quería realmente pasar por un proceso tan tremendo de hormonación, análisis, pruebas, medicamentos, principalmente por el tema emocional: veía a las mujeres sumidas en ese círculo de ilusión-decepción en cada inseminación o fecundación en vitro y me acordaba de lo que sufrimos también las mujeres con la búsqueda del amor romántico.

Hice la conexión enseguida: para estar bella hay que sufrir, para encontrar el amor hay que sufrir, para ser madre hay que sufrir. Lo mismo que caemos en la trampa del príncipe azul, caemos también en la trampa del amor hacia un bebé perfecto, sano, que duerme 22 horas al día, no crece, no molesta y nos regala a diario sonrisas de amor.

Ser mamá no es lo más maravilloso del mundo. Es una experiencia brutal, especialmente en un mundo anti-niños y anti-madres en el que nos invitan a tener hijos pero no nos dejan criarlos porque tenemos que volver a estar listas para producir. Nos seducen con la idea de la maternidad como un paraíso de amor pero no para que disfrutemos de la maternidad, sino para que nos convirtamos en una consumidora más del mercado reproductivo.

Las mamás rubias, blancas y felices

Yo veía todo el bombardeo dirigido a la necesidad y al miedo de las mujeres que queremos ser madres y me parecía monstruoso: no nos estaban vendiendo productos, sino un sueño. Nos seducen con una idea completamente falsa sobre la maternidad biológica para que nuestras emociones nos lleven al consumo. Y no sólo la publicidad: todos los productos culturales y de entretenimiento nos inoculan ese sueño de la maternidad plena y feliz. Se aprovechan de nuestra vulnerabilidad, de nuestra ilusión y nuestros miedos, y nos engañan con la idea de que todo es posible si pensamos en positivo, si tenemos fe, si nos esforzamos, si nos disciplinamos, si nos gastamos todos los ahorros, si perseveramos en nuestro empeño.

Yo me trabajé mucho esta necesidad diciéndome a mí misma que mi vida sin bebé era maravillosa, que no siempre se consigue lo que una quiere y no pasa nada, que podía volcar todo mi amor y mi capacidad de cuidar en mi gente querida y en su descendencia, que la maternidad era una aventura maravillosa, y que yo no he vivido todas las aventuras maravillosas que podrían vivirse porque solo tengo una vida.

Me recordaba a mi misma una y otra vez que no me compensaba sufrir tanto para intentar ser feliz, que el proceso tenía que hacerlo desde la alegría, no desde la angustia. No tenía sentido sufrir para ser feliz. No me compensaba, me decía, ni por una pareja, ni por un hijo o hija.

Me trabajaba mucho la mitificación de la maternidad analizando lo que me estaban vendiendo en esas fotos de mamás blancas, rubias y felices con sus bebés sanos, y esos mensajes cargados de falsas promesas. Yo me planteaba escenarios que no me planteaban en la publicidad, en los medios y en las redes. Por ejemplo, me preguntaba a mí misma: puedes tener un bebé con problemas de salud, malformaciones, con retraso cognitivo, puedes morirte en el parto, puedes tener dos o tres bebés en vez de uno, puede que no todo salga tan bien como tú querrías, ¿estás realmente preparada para cuidar un ser humano sean cuales sean las condiciones?

Empecé a hacerme las pruebas de infertilidad cuando llevaba un año y un mes intentando quedarme embarazada, aunque ya había empezado a trabajarme la aceptación, con la idea de que la ciencia podría ayudarme, o no, y que si no se podía, no pasaba nada.

Y cuando empecé a renunciar a mi maternidad, me quedé embarazada.

Entonces todo el mundo me dijo: “¿ves?, llegó cuando te relajaste por completo, cuando creías que ya no iba a suceder, ya te lo decía yo, que no hay que obsesionarse, mujer”.

Yo me sentía orgullosa por haber resistido tan bien a los miedos y a los encantadores de serpientes que te ofrecen soluciones mágicas. Pero inmediatamente empezaron otros miedos y otras angustias: las del embarazo, por supuesto. Cada miedo con sus problemas, sus soluciones y sus productos mágicos para hacer de tu embarazo una vivencia maravillosa.