Natalia se fue de casa con 18 años. Casi lo de menos era adónde y a hacer qué. Necesitaba poner tierra de por medio y salir del hogar asfixiante en el que creció con unos padres con los que a día de hoy no tiene ningún contacto. No les ve y tampoco habla con ellos. A sus 39, hace escasos 12 meses que llegó al límite y tomó la decisión de cortar la relación. “Ha sido la única manera para mí de poder cuidarme y, en definitiva, de poder vivir. Es durísimo, pero estoy tranquila y de alguna manera he podido empezar de cero”, cuenta.
A pesar de la imagen mitificada de la familia como sinónimo de espacio seguro, bienestar y amor incondicional, hay para quienes, en realidad, sus vínculos de origen, madres o padres, son una fuente de sufrimiento y violencia. A veces lo fueron en la infancia pero también lo siguen siendo en la edad adulta hasta el punto tan insostenible de que, en ocasiones, sienten que no les queda otra opción que romper con ellos.
La casuística es diversa, cada proceso es único y hay rechazos familiares que tienen que ver con cuestiones concretas, por ejemplo la LGTBIfobia, o con violencias físicas y extremas como el abuso sexual o la violencia machista, pero también existe un maltrato emocional sostenido en el tiempo mucho más invisible y difícil de nombrar. Es el que ha vivido Natalia, que ahora no tiene relación ni con su padre ni con su madre: “La dinámica agresiva ha acabado arrastrándoles a los dos, pero más específicamente a mi madre. No es como ocurre a veces que la relación sea conflictiva o una bronca constante, sino que realmente es no sentirte en un lugar seguro”, explica.
La mujer narra una situación de “mucha violencia” marcada por “ridiculizaciones, insultos, gritos o humillaciones” de todo tipo. “Me montaban un pollo por cualquier cosa. Era un control extremo y al mismo tiempo un desprecio enorme por todo lo que hacía, desde mi trabajo a mis amistades. Al final siempre terminaba todo a gritos”. El último día que les vio fue una de esas veces en las que la cosa acababa desbordándose, pero en esta ocasión su hija de diez años se asustó mucho, cuenta Natalia. Al día siguiente tomó la decisión y al tiempo les escribió una carta explicándoles que “no podía exponerme más a eso”.
La ruptura con los progenitores no es solo alejarse de ellos por las negligencias que hayan podido cometer sino que también es una ruptura social en cierto sentido
No hay una manera única ni mejor de transitar un proceso así, afirman las expertas consultadas, que insisten en que cada caso tiene sus particularidades. La psicóloga Ascen Castillo, coordinadora del equipo Tu refugio psicología, asegura que en terapia es “habitual” encontrarse con personas que “han sufrido abuso y maltrato emocional” por parte de sus progenitores, pero los pasos a dar a partir de ahí son personales: “Hay que ser cautelosos porque nadie sabe más de su propia vida que la propia persona aunque desde fuera pueda no entenderse. A veces romper es la decisión más sana y en ocasiones esa distancia es temporal”.
Todo es cuestionable, menos la familia
Hace siete años que la presentadora y comunicadora Inés Hernand (31) dejó de tener contacto con sus padres. La influencer ha contado en varias ocasiones que su infancia fue “un poco solitaria” a pesar de la figura siempre presente de su abuela. Hernand tuvo que aprender a ser independiente desde muy pequeña debido a la ausencia de sus progenitores, incluso dejándola sola en Navidades desde los 14 años, pero decidió tomar la decisión definitiva de romper con ellos “por una cuestión que involucraba a otro miembro de la familia y yo no estaba éticamente de acuerdo con su postura ni sus acciones”.
Hoy la presentadora asegura no hablar desde la rabia, sino desde el perdón. “Con el tiempo he aprendido a reconciliarme desde ahí, nadie les enseña a ser padres, pero creo que hay unos mínimos que son inherentes al cuidado de una persona vulnerable o dependiente como es un niño”, afirma al tiempo que califica tanto su decisión como que ellos “hayan respetado mi silencio” como “lo más saludable” para ella.
A pesar de la naturalidad con la que Hernand habla de la situación, romper con la familia de origen sigue siendo un tabú. Casi todo es cuestionable y casi todos los lazos afectivos son susceptibles de cortarse, menos los familiares. “La ruptura con los progenitores no es solo alejarse de ellos por las negligencias que hayan podido cometer sino que también es una ruptura social en cierto sentido, no podemos olvidar que la familia es la institución principal desde que concebimos las sociedades occidentales”, afirma.
Existe la creencia de que los hijos tienen una especie de 'deuda' con sus padres por haberles dado la vida y de ella derivan otras como la idea de que si hablas mal o te quejas de ellos eres un desagradecido
Es una reflexión que comparte Lola, que tampoco tiene relación con su madre –su padre falleció hace pocos años– y menciona cómo la “sacralización social” de la familia cristaliza en las típicas frases como la familia es lo primero o tus padres son los que más te quieren. “Se entiende que la familia lo es todo y es irrompible y eso hace que se aguante mucha violencia y abuso en su nombre. Yo soy súper familiar y me parece un bien preciado que hay que cuidar, pero ojalá fuera así en todos los casos. Yo me he cuestionado mucho a mí misma con ¿cómo le voy a hacer esto si es mi madre? Pero al final ha sido mi única salvación, mi manera de sobrevivir. Le agradezco cada día que me diera la vida, pero también me la quitó y me robó la salud física y mental”.
Además, el clásico los trapos sucios se lavan en casa no es solo una frase hecha y el mandato de silencio suele primar en las relaciones familiares. Para Castillo, que está a punto de publicar El dolor que se hereda, la felicidad que se contagia (Grijalbo), los motivos por los que “la gente no habla públicamente de esto” son variados: “Solemos creer que trauma solo puede ser un hecho concreto muy impactante, como un accidente, lo que lleva a banalizar el sufrimiento de quienes han quedado muy traumatizadas por estas otras cuestiones. Además, existe la creencia de que los hijos tienen una especie de 'deuda' con sus padres por haberles dado la vida y de ella derivan otras como la idea de que si hablas mal o te quejas de ellos eres un desagradecido”.
De ahí que sea una experiencia compartida por quienes han decidido romper el vínculo el haberse sentido incomprendidas, cuestionadas o incluso piensen a veces que “quizás” lo que vivieron “no era para tanto”. Inés Hernand asegura que a la complejidad del proceso per se se suma que “todo el mundo te hace luz de gas”. “Es como si estuvieras demente o la decisión no respondiera a la realidad o no tuviera causa”. “Te sientes cuestionada, como si tuvieras la piel muy fina o hubieras tomado una decisión demasiado drástica. Ahora ya no, pero al principio incluso con mis amigas me costaba porque les contaba cosas y me decían 'bueno, tía, yo también tengo movidas con mi madre'...Y no, no es lo mismo”, comparte Natalia.
El primer mapa relacional
Tanto ella como Lola, que tiene 38 años, tienen dificultades para describir con claridad el maltrato sufrido, pero la segunda acaba encontrando la metáfora. “Es como una tela de araña que te atrapa” y que lleva años de terapia psicológica “desembrollar”. Aceptar que quien supuestamente debe protegerte y amarte es también quien te hace daño es algo muy difícil de asumir. “La complejidad es enorme porque se solapan dimensiones que hacen que uno lo viva con incoherencia y que incluso normalice el maltrato. Son relaciones de afectividad, en las que hay abuso y también un vínculo”, esgrime Victoria Compañ, psicoterapueta y codirectora del máster de feminismo y psicoterapia de la Universitat de Barcelona.
Ese proceso de ruptura implica algo muy nuclear porque es cuestionar la forma de relación y de ver el mundo con la que has crecido
Natalia lo describe como un maltrato “gotita a gotita” al que “puedes llegar a acostumbrarte cuando llevas 40 años conviviendo con él”. El punto de inflexión para ella fue la crianza de su hija, que nació hace diez años, un momento en que se dio cuenta de que “había muchas cosas que había yo vivido que no eran normales hacerle” a una niña y aquello se convirtió “en una especie de semáforo de alerta”.
De hecho, si los procesos familiares de este tipo son complejos no es solo por el peso que tiene la familia a nivel social o cultural, sino también personal y psicológico. “A nivel muy primario recibimos de nuestra familia de origen nuestro primer mapa relacional. Ese proceso de ruptura implica algo muy nuclear porque es cuestionar la forma de relación y de ver el mundo con la que has crecido. Es un vínculo que tiene una cualidad muy concreta”, explica Dámaris Muñoz, también codirectora del máster y doctora en Psicología Clínica y de la Salud.
Recolocarse emocionalmente
Por eso la sacudida vital que supone tomar la decisión de cortar la relación arrastra tantas cosas que deben recolocarse emocionalmente, señalan las expertas. “A veces es la única opción, pero no es romper y ya está, hay que tener cuidado con no simplificar lo que supone esto para una persona porque implicará resituar muchas cosas y es posible que se enfrente a sensaciones de rechazo, de falta de comprensión o también un sentimiento de soledad muy profundo, de responsabilidad o culpa”, señala Muñoz, que apunta a la importancia de contar con un “acompañamiento terapéutico”.
“Terapia, terapia y terapia” es, de hecho, la vía que recomienda Lola como forma de atravesarlo y, sobre todo, de no repetir patrones. Esta profesora de Bellas Artes habla de “gritos, infravaloración, control, comparaciones, manipulaciones y desprecios” por parte de su madre que, si alguna vez se ven cuando ella visita su pueblo, siguen produciéndose. “Me espiaba y perseguía, por ejemplo, y eso ocurre todavía. También el chantaje emocional, según ella, para que la quisiéramos”, afirma Lola, a la que en el fondo le gustaría que la ruptura no sea un “hasta aquí definitivo”.
En parte sí creo que es un cierre completo porque sé que es irrecuperable si ella no trabaja en sí misma, pero no he tirado la toalla. Me gustaría que el acercamiento se produjera algún día
“En parte sí creo que es un cierre completo porque sé que es irrecuperable si ella no trabaja en sí misma, pero no he tirado la toalla. Me gustaría que el acercamiento se produjera algún día porque está sola y porque es una víctima. Mi padre no hizo demasiadas cosas bien, pero sobre todo es una víctima de sí misma”, explica la mujer, que, sin embargo, siente que lo ha intentado “todo”. “Estoy tranquila de haber puesto mis limites, no me ha quedado otra. Cuando los demás no quieren cambiar, la única solución es sanarte tú a pesar de lo duro y doloroso que es y a pesar de las heridas, que siguen abiertas y no todo está sanado”.
La culpa sigue asomando de vez en cuando también para Natalia: “Culpa por igual no haber hecho lo suficiente, por si hay otras vías...También hay mucha tristeza por que esto no pueda ser de otra forma. Y supongo que ellos también lo pasarán mal y no entenderán nada”.
Para todas, poner en entredicho la relación con su familia de origen ha sido también un proceso que ha ido acompañado de poner en el centro a la “familia elegida” y a quienes forman parte de la red de amistades. Hernand lo tiene claro: “Tenerles me hace sentir muy reconfortada y muy feliz porque muchas veces puedes llegar a tener muy dentro de ti la culpa cristiana de algo habré hecho mal y quizá si están tan cabreados y pasan de ti es porque te lo mereces...Y construir tus propias redes, apoyarte y dejarte sostener por tus amistades ayuda mucho a cerciorarte de que no, que el error no está en ti”.