El indulto de Joe Biden a su hijo Hunter tiene precedentes de otros mucho más difíciles de explicar por los delitos en cuestión o la ventaja que suponía para el propio presidente. Pero la decisión del presidente y los detalles del perdón reflejan la profundidad de los daños a la democracia en la última década. Y la de Estados Unidos, todavía el país más rico y más poderoso del mundo, importa para las demás.
La reacción en Corea del Sur de la oposición y de los ciudadanos para proteger su democracia es un ejemplo que cuesta ver en el dividido y desconfiado Estados Unidos. La decisión de Biden alimenta el escepticismo y la aún más peligrosa apatía.
Perdonar a un hijo que se recupera de la adicción a las drogas y ha sido perseguido con especial dureza por algunos cargos que no suelen llegar a juicio puede ser comprensible. Biden hizo un esfuerzo extra en su mandato por distanciarse del Departamento de Justicia, que nombró, además, un fiscal especial para examinar los dos casos contra Hunter Biden: uno por mentir en un formulario para comprar una pistola diciendo que no era adicto a las drogas (fue condenado en junio) y otro por deudas con Hacienda y fraude fiscal (después pagó y también fue condenado). Hunter, que esperaba los detalles de las condenas en unos días, podía afrontar penas de prisión de hasta 25 años, pero al no tener antecedentes y haberse declarado culpable era improbable que entrara en la cárcel.
Suena menos grave que el indulto a Marc Rich, el inversor que hizo negocios con el petróleo iraní sancionado por Estados Unidos y que se fugó a Suiza para no pagar impuestos ni rendir cuentas ante la justicia: fue indultado en 2001 por Bill Clinton, que se había beneficiado de las donaciones de la exmujer de Rich para él y para Hillary Clinton, entonces recién elegida senadora. También parece menos grave que los indultos de Donald Trump a su consuegro, Charles Kushner, condenado por fraude, chantaje, extorsión e irregularidades de campaña (y ahora próximo embajador en París), o algunos de sus colaboradores más oscuros como Steve Bannon, Paul Manafort, Roger Stone y Michael Flynn, y varios condenados por sus relaciones con el Kremlin para interferir en las elecciones de Estados Unidos. Trump ya ha dicho que quiere indultar hasta a los 1.500 asaltantes del Capitolio condenados, que provocaron muertes y destrucción en su intento fallido de golpe.
Pero el presidente Biden había dicho una y otra vez, él mismo y a través de su portavoz, que no indultaría a su hijo, y la decisión que ha tomado va mucho más allá de los casos por los que se ha juzgado a Hunter. Es uno de los indultos más amplios desde el decretado por Gerald Ford para proteger al recién dimitido Richard Nixon ya que que incluye cualquier delito que Hunter Biden “haya cometido o pudiera haber cometido” entre el 1 de enero de 2014 y el 1 de diciembre de 2024, es decir, incluyendo los cinco años que estuvo en el consejo de una empresa de gas ucraniana cuyo dueño fue investigado (aunque no condenado) por lavado de dinero. No se ha identificado actividad ilegal por parte de Hunter Biden en esta empresa pese a las múltiples investigaciones legales y políticas impulsadas por los republicanos en el Congreso y el intento de chantaje en 2019 de Trump al entonces recién elegido presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, para que buscara algo contra Biden hijo (esto llevó al primer impeachment de Trump). Pero la inclusión de este periodo de tiempo hace de nuevo levantar sospechas. La justificación del presidente Biden es que Trump utilizará el Departamento de Justicia para ir contra su hijo y que la justicia no ha sido imparcial y se ha cebado con Hunter por su apellido.
Las explicaciones de Biden son reflejo de un político decepcionado con su país, con su partido y tal vez consigo mismo. Un político que aspiraba a ser una figura equiparable a Franklin D. Roosevelt (sus programas de inversión pública se le parecen) y se marcha como uno de los más impopulares, obligado a retirarse en el último momento y que deja el país en manos de la peor versión de Trump.
En las últimas décadas, los presidentes habían respetado la regla de no cambiar al director del FBI, que cumplía su mandato de 10 años fuera quien fuera presidente, salvo infracción muy grave. Ningún demócrata ha ocupado el puesto porque los presidentes demócratas a los que le tocó elegir al nuevo director buscaron a una figura con apoyo bipartidista de la comunidad de inteligencia, tradicionalmente más conservadora que la media.
Ahora Trump llega dispuesto a despedir sin motivo al actual, nombrado por él, pero que no aceptó sus presiones, y a sustituirlo por Kash Patel, que fue fiscal y se ha dedicado en los últimos años a asesorar a republicanos, promocionar falsos remedios anti-vacunas, defender las fantasías de QAnon y escribir cuentos infantiles que pintan a Trump con un rey heróico. Patel promete hacer una purga al servicio del presidente, dice querer cerrar la sede de la agencia y convertirla en un “museo de las cloacas del Estado”, y amenaza con perseguir a periodistas, políticos y funcionarios. Su jefa, si ambos son confirmados por el Senado, será Pam Bondi, abogada de Trump y cuestionada cuando era fiscal en Florida por sus gastos de partido y por negarse a investigar las denuncias de fraude contra Trump por una pseudouniversidad mientras recibía donaciones del entonces empresario.
Estados Unidos -y Europa no anda muy rezagada- se adentra en un periodo incierto con un presidente y un partido que desprecian la democracia y sus reglas escritas o no. Pero tener a uno de los dos partidos que sí defienden las normas básicas puede proteger al país contra los peores instintos autoritarios. La excusa de lo terrible que es el de enfrente para no respetar las normas porque cumplir con ellas no parece tener premio entre una ligera mayoría de votantes -el 49,9% frente al 48,3%- sólo lleva a una espiral de escepticismo y apatía, terreno fértil para autócratas.
La crisis de confianza en las instituciones en Estados Unidos justamente empezó con el escándalo del Watergate y el muy criticado indulto a Nixon, a pesar de que el Partido Republicano, la prensa y los agentes encargados de investigar hicieron su trabajo.
Una de las grandes diferencias con todo lo que ha hecho, está haciendo y hará Trump es que tanto políticos del Partido Demócrata como casi todos los grandes medios que suelen apoyar en sus editoriales a los demócratas han criticado la decisión de Biden. No hay nada parecido en el lado republicano. Pero mantener los estándares aunque el de enfrente los rompa de una manera mucho más flagrante y peligrosa es lo que queda para impedir que lo anormal sea considerado normal. Es la condición para que los ciudadanos no se pongan del lado del abusador de poder o, casi aún peor, se encojan de hombros.