Quedan pocos días para el desenlace del conflicto de Alcoa que mantiene en vilo a 700 trabajadores directos, a más de 2.000 entre indirectos e inducidos y a las comunidades de Asturias y Galicia. Si el Gobierno central no adopta medidas antes del 15 de enero, finalizará el periodo de consultas del ERE y la empresa estará en condiciones de iniciar los despidos de las plantillas de Avilés y A Coruña.
Desde que el 17 de octubre anunció su intención de cerrar las plantas, la multinacional ha dado sobradas señales de que la amenaza va en serio. La empresa tiene órdenes de su central en Pittsburgh de desmantelar las fábricas para deslocalizar la producción hacia sus plantas de Arabia Saudí. Alcoa no está dispuesta a poner nada de su parte para mantener la actividad ni para facilitar que otros la mantengan, a sabiendas de que una vez que cese la producción retomarla resulta muy costoso debido a las características específicas de la generación de aluminio primario. Por ello, desde ese día en que quedó clara la voluntad de la empresa, quedó también claro que la pelota rebotaba en el tejado del Gobierno de Pedro Sánchez.
Las plantillas y algunos grupos políticos llevamos semanas insistiendo en que la única salida posible pasa por la intervención pública en la empresa a través de la SEPI para evitar el cierre mientras se realizan las reformas necesarias en el marco energético de las industrias electrointensivas para asegurar un suministro competitivo y predecible, rectificando el ineficaz modelo de pagos no condicionados al mantenimiento de la actividad. Sin embargo, este planteamiento tuvo dos reacciones oficiales. Por un lado, la ministra de Empleo, Magdalena Valerio, cuya respuesta ante la pregunta de si barajaba el Gobierno la participación pública en Alcoa fue que “no estamos en un país comunista”. Por otro, el secretario general de Industria, Raúl Blanco, que con otras palabras vino a decir lo mismo. Su única reacción fue un decreto de medidas para la industria que la ministra de Industria reconoció que no sirve para solucionar el problema de Alcoa, aunque tampoco la perjudica.
Es posible que Magdalena Valerio haya jurado la Constitución sin haberla leído, porque en ella se reconoce que el Estado puede “acordar la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés general”. Menos posible es que en el Gobierno se ignore que en países como Italia y Francia se han aplicado soluciones parecidas para evitar cierres de industrias similares, sin que la Unión Europea haya puesto cortapisas.
Más allá de argumentos legales, hay un debate de fondo que el Gobierno rehúye, en torno al papel del Estado en la economía y en la política industrial. La italoamericana Mariana Mazzucato, una de las economistas más alabadas en los discursos y programas electorales de los partidos socialistas europeos, incluido el PSOE hasta que llegó al Gobierno, plantea en su obra 'El Estado emprendedor' la relevancia de la intervención pública en el impulso de 2 sectores innovadores y competitivos. Esta economista parte de ejemplos como el de Silicon Valley, que no se habría desarrollado sin la decidida apuesta e inversión pública y la colaboración público-privada, para señalar la vigencia del rol dinamizador de un sector público bien orientado.
Cierto es que el aluminio no pertenece al sector de las 'startups' tecnológicas, pero no es menos cierto que el del aluminio es un sector competitivo y con futuro, y que las plantas de Alcoa en España proporcionaron beneficios hasta que la multinacional decidió desinvertir dentro de su estrategia de deslocalización. Esta intervención temporal de la empresa para mantener la actividad no se trataría siquiera de una ‘nacionalización’, sino más bien de una 'desprivatización', ya que las plantas de Alcoa operan sobre las de Inespal, empresa pública que el Gobierno de Aznar malvendió por unos 200 millones de euros dentro de la ola de privatizaciones de los años 90 que hipotecó las herramientas del Estado para desarrollar una política industrial activa y cuyas consecuencias hoy pagamos.
La única explicación posible al rechazo frontal del actual Gobierno a una propuesta como la que aquí se plantea es que podría suponer una enmienda a la totalidad de la política de anteriores ejecutivos socialistas, caracterizada por la máxima de Javier Solchaga de que “la mejor política industrial es la que no existe”. Hoy el Gobierno de Sánchez tiene que elegir entre Mazzucato o Solchaga, entre las nuevas propuestas socialdemócratas o el viejo y fracasado programa socioliberal.
El caso de Alcoa no es una cuestión solo de dos fábricas en A Coruña y Avilés, sino la prueba de fuego para determinar si este Gobierno apuesta por la industria o no, ya que estas plantas son un símbolo del empleo industrial de calidad en zonas castigadas por las sucesivas reconversiones industriales y la despoblación, además de un activo que Asturias y Galicia se niegan a perder. La peor consecuencia posible de un final traumático es que si un Gobierno supuestamente progresista no se de muestra capaz de evitar la deslocalización de una industria, la salida para algunos trabajadores quizás sea echarse en brazos del populismo reaccionario, y eso es algo que no nos podemos permitir. En sus manos está.