Regreso de la imponente manifestación en defensa de la sanidad pública en la que, por cierto, no he visto sobrevolar ningún helicóptero que pudiera filmar la magnitud de la misma. Sin duda una de las más numerosas de los últimos tiempos, pues la ciudadanía madrileña ha comprendido lo que está en juego, la joya de la corona de nuestro Estado de bienestar. No creo que sea necesario, a estas alturas, ponderar la trascendencia del Sistema Nacional de Salud para nuestro bienestar, nuestro vigor existencial, la propia vida y la calidad de la misma democracia. Es lo más importante que tenemos y, sin embargo, de un tiempo a esta parte, está sufriendo un desguace ignominioso por parte del poder público de la Comunidad de Madrid, que ha despreciado el clamor popular. Y no vale, ante la gravedad de la situación, practicar la táctica del calamar, afirmando que es un problema general de todo el país. Ya sabemos que la sanidad tiene problemas por todas partes, pero tan graves como los de Madrid en muy pocos sitios.
La implantación de un servicio público de salud, universal y gratuito, fue una extraordinaria conquista de la democracia, que se plasmó en la Ley General de Sanidad de 1986, liderada por el inolvidable ministro Ernest Lluch, asesinado por ETA. Es a partir de entonces cuando se extienden por todo el territorio de España, entre otras cuestiones, los Centros de Salud, la llamada medicina de familia, como característica de nuestro sistema, que pocos países poseen si es que hay alguno. Un modelo que durante años ha sido altamente valorado, por propios y extraños, como de los mejores del mundo. Hay que tener en cuenta -a veces se olvida- que la sanidad universal y gratuita solo existe, prácticamente, en los países de la Unión Europea, como elemento nuclear del Estado social y democrático. Por eso mismo no me canso de repetir que cualquier erosión, corrosión, desguace o desmantelamiento del sistema de salud no solo atenta a nuestra prosperidad, tranquilidad, seguridad y/o pellejo, sino también al cogollo de nuestra democracia.
Que el personal sufridor era consciente de la trascendencia y valor de la sanidad y de los sanitarios se pudo comprobar durante el largo y penoso periodo de la pandemia Covid19. En ese trance en el que un día sí y otro también nos asomábamos acongojados a las ventanas y los balcones y, al tiempo que aplaudíamos a nuestro invisibles sanitarios, cantábamos aquello de “Resistiremos”, cual nuevo himno nacional. Ya entonces, nos dimos cuenta de que nuestro sistema de salud era muy apto para situaciones normales, pero adolecía de debilidades en las circunstancias extremas de una pandemia como la que hemos sufrido. La conclusión, por lo tanto, era obvia: había que fortalecer el Sistema Nacional de Salud desde sus cimientos, es decir, desde el valioso personal que lo cubre y asiste hasta los medios materiales y tecnológicos necesarios para que funcione con eficacia y excelencia. Porque al fin nos percatamos, para qué engañarse, de que no era oro todo lo que relucía, pues durante meses la situación fue angustiosa por la carencia de medios. Especialmente, en el caso de la Comunidad de Madrid, uno de los lugares en donde más fallecidos se han producido, sobre todo en las residencias de la 3 ª edad, siniestro fenómeno que algún día se tendría que analizar a fondo.
Por otra parte, es conocido -me temo que no por todos- que nuestro sistema sanitario está profundamente descentralizado, en base a lo establecido en la Constitución y en los estatutos de autonomía. En una palabra, la sanidad, como la educación, etc., está transferida a las comunidades autónomas. La decisión de ubicar estas competencias en las respectivas comunidades obedecía a un criterio “federalizante”, de descentralización política y de acercar un servicio tan relevante a los ciudadanos, que pudiera tener en cuenta las características de las poblaciones afectadas. Por esta razón, el art. 148.21 CE establece que las autonomías pueden asumir competencias en sanidad, y así se recoge en la práctica totalidad de los estatutos de autonomía. Pero no conviene olvidar que el art.149.16 CE señala que el Estado tiene competencia exclusiva en “bases y coordinación general de la sanidad”. Sin olvidar el art. 150.3 sobre la facultad del Estado y de las Cortes Generales de aprobar leyes de “armonización”, aún en temas de competencia autonómica, cuando así lo exija el interés general. Traigo esas disposiciones a colación porque hay que evitar que las adecuadas competencias de las comunidades autónomas en materias como la sanidad no conduzcan a que, en España, en vez de un Estado social acabemos teniendo 17 diferentes, según quién gobierne en cada una de las comunidades y las políticas que se les ocurra hacer en estos temas tan trascendentes. Lo dejo dicho porque es sabido que la “salud” es un inmenso “negocio” apetecido, desde siempre, por el sector privado. Solo hay que ver lo que sucede en EEUU -y en la mayoría de los países del mundo-, donde ha sido imposible establecer un sistema público, universal y gratuito, a pesar de lo rico que es el país. O sin ir más lejos, por estos pagos nuestros donde siempre ha habido y sigue habiendo partidarios de privatizar la sanidad y todo lo que se mueva que pueda dejar un duro. Piénsese, en la anterior presidenta de la Comunidad de Madrid y sus acólitos, o en Valencia con el hospital de Alcira, pionero en la materia, hoy en manos públicas. Aquello era obsceno: la muy cara infraestructura corría a cargo del erario público y la gestión y el posible beneficio pasaba a manos privadas.
Sin embargo, como aquel modelo no acabó de funcionar, por la oposición social y algunas trapacerías, ahora se ha puesto en marcha un método más perverso. Se trata de ir desmantelando, erosionando, averiando, escacharrando o descalabrando la sanidad pública con el fin de que el personal algo más pudiente -el que pueda pagárselo- opte por la sanidad privada. Para lo cual es necesario que surjan como las setas todo tipo de sociedades, seguros, mutuas, clínicas, etc., que es lo que está sucediendo en el área capitalina. Al costado, porque tampoco hay que pasarse, se deja una sanidad pública deteriorada para la mayoría menesterosa, más o menos desvalida o tronada. Una operación, por otra parte, perfectamente coherente con el supremo mantra o pensamiento “libero-radical”, representado por los actuales líderes de la derecha: bajar y bajar impuestos a troche y moche, caiga quien caiga, es decir, los de siempre. Pues aquí radica, ni más ni menos, la gran estafa ideológica -que termina, a veces, llevando a otras- cerril y ultramontana. Porque no hay sanidad pública, universal, gratuita y de calidad sin un sistema fiscal robusto, suficiente, eficiente y justo. No es una casualidad que la Comunidad de Madrid sea la que menos invierte en salud pública, en la que falta personal sanitario, en la que los “mires” emigran, en la que las listas de espera han crecido y hay centros de salud desmantelados. Es toda una política coherente que atenta al bienestar de las mayorías y a la propia democracia, por la sencilla razón de que nuestro Estado es “social”, y para que esa definición no sea un simple eslogan o milonga requiere unos servicios sociales de excelencia, lo que es inviable reduciendo, disminuyendo, mermando o desinflando los impuestos. No existe un solo país en el mundo con un Estado del bienestar potente que tenga una presión fiscal inferior a la nuestra. Los que afirman que se puede tener una estupenda sanidad pública bajando los impuestos a los que más tienen mienten como bellacos. Por eso fue tan importante la movilización del domingo, porque en Madrid estamos llegando a situaciones esperpénticas. A la ocurrencia de que los médicos atiendan, en todo caso, telemáticamente ya solo falta que cuando pidamos cita por teléfono responda una voz metálica que diga: “Si tiene un infarto, pulse 1; si un derrame cerebral, pulse 2; si un ictus, pulse 3…. si ha fallecido, espere por favor, que en breve le atenderemos”.