Es el ascensor social, estúpido
El ascensor social se ha convertido en una categoría social zombie que diría Ulrich Beck. Un ascensor malherido y bloqueado por un capitalismo financiero que, tras la salida de la Gran Recesión, no ha hecho sino disparar las desigualdades, hacerlas más cerradas y concentrar la riqueza hasta extremos impensables. Por si fuera poco, bajo la pandemia la riqueza agregada de los 657 multimillonarios de Estados Unidos creció en 1,3 billones de dólares, un desorbitado 44,6%. Sin embargo, los impuestos de los multimillonarios son más bajos que nunca, nos dice Robert Reich, pagando hoy una sexta parte de la tasa de impuestos que pagaron sus iguales en 1953. El modelo todo para el ganador es incompatible con la fluidez y el ascenso social.
Como afirma Piketty, en el capitalismo financiero los retornos del capital siempre superan el crecimiento de la renta y la riqueza heredada crece a una mayor velocidad que la producción y los ingresos. A nivel global, la participación de los salarios sobre el PIB pasó del 54% en 2004 al 51% en 2017, disminuyendo más de lo que sugerían las estimaciones de la OIT. En dicho período, el 70% de los hogares de las 25 economías más avanzadas del mundo vieron caer o estancarse su nivel de ingresos, según McKinsey. Eso sí, con variaciones que van del 81% en Estados Unidos al 63% en Francia o el 20% en Suecia.
Por tanto, el efecto país y de las políticas nacionales cuenta, y mucho. Tener o no tener un Estado del Bienestar avanzado, salarios dignos e impuestos justos marca la diferencia sin lesionar la competitividad. Al contrario, la impulsa. Así lo entienden ahora todos los organismos internacionales desde la OCDE hasta el FMI. La equidad es sinónimo de más crecimiento y más sostenible. Siempre ha existido un trade off entre desigualdad, crecimiento inclusivo y movilidad social. Los países escandinavos y su modelo de bienestar universal encabezan la máxima movilidad social, la mínima desigualdad de ingresos y la innovación productiva que les hace competitivos.
En cambio, España forma parte de los países con alta desigualdad, débil cambio productivo y peor índice de movilidad social, incluso por debajo de Japón o Gran Bretaña que tienen más desigualdad comparada. Así lo refleja el Global Social Mobility Index (2020) del Foro Económico Mundial, donde España ocupa el puesto 28 (justo por debajo de Estados Unidos) en un ranking de 82 países. ¿Qué nos hace bajar en este ranking internacional? Primero de todo, el elevado desempleo y la desigualdad salarial por exceso de precarización y desempleo. En segundo lugar, la moderada equidad educativa y la falta de aprendizaje permanente y formación profesional a lo largo de la vida. Ahora bien, culpar o poner las tintas en las supuestas deficiencias del sistema educativo es un espejismo demagógico para no hablar de la elevada desigualdad de rentas o de la falta de modernización empresarial, tecnológica y fiscal de España. De ahí la necesidad de proyectar una prospectiva hacia 2050 que desbroce los caminos y metas intermedias hacia 2025 o 2030 desde una mirada global, transversal y estratégica. O somos ojos de águila o patas de gallina. Toca decidir, aquí y ahora.
El verdadero motor del ascensor social es contar con una matriz productiva con empleos más cualificados y de alta productividad, un camino no tomado por la España cortoplacista en los años de bonanza y del posterior ajuste. En 2018, los sectores quinarios con uso más intensivo del conocimiento representaban el 35,1% del PIB español. Estamos lejos del 50% de Gran Bretaña, Suecia o Bélgica o de la media europea del 40%. Son países que oscilan entre un 30 o un 45% de empleos profesionales por tan solo un 19% en el caso español, incapaz de absorber el volumen de titulados superiores y de ofrecerles “more room at the top” para ascender y vivir con salarios más altos que permitan proyectos vitales más seguros y estables.
Los jóvenes milennials en España son una generación única y excepcional por tanta adversidad acumulada (Gran Recesión, austeridad y Gran Pandemia), arrastrando cuatro cicatrices de contra-movilidad social que van a condicionar su trayectoria futura de cotización, renta y bienestar. La primera es una contra-movilidad más descendente y más alargada en el tiempo al verse atrapados entre dos grandes crisis. La segunda es una contra-movilidad devaluadora de ingresos por la mayor precariedad, rotación de empleos y pérdida de renta salarial respecto a la precedente generación X (aun siendo ésta un 31% más numerosa). La tercera contra-movilidad es ante la vivienda, sufriendo elevados y más gravosos costes que ni sus padres ni generaciones precedentes conocieron. Por último, padecen una cuarta contra-movilidad por la reducción y achique de destinos de ingresos medios a los que llegar en sus trayectorias, ante el declive y erosión de las ocupaciones de clase media y buen salario que hasta la OCDE ha evidenciado. No son una generación perdida, son una generación en espera de políticas ambiciosas de movilidad social y redistribución de la renta, incluso reclamadas hoy por el Foro de Davos ante los excesos sistémicos cometidos.
Por tanto, las reglas del juego ya habían cambiado antes de la pandemia dañando la igualdad de oportunidades y el llamado sueño americano y su relato meritocrático. De hecho, el ciclo bajista del ascensor social empieza a primeros de los 2000. Desde entonces hasta 2014, Chetty y Grusky constatan una caída de 14 puntos del ascensor social entre los jóvenes de 30 años en Estados Unidos. La nueva economía financiera, digital y del conocimiento pone fin al ciclo de ascenso social masivo vivido durante la modernidad industrial. ¿Dónde fue mayor esa caída? En el medio oeste industrial en declive (el Rust Belt o cinturón de óxido) que fue determinante para la victoria electoral de Donald Trump en 2016. Es decir, la frustración aspiracional y el cierre de oportunidades es el mejor caldo de cultivo para la extrema derecha y los populismos iliberales con sus promesas de seguridad y autoridad.
El diagnóstico que hacen todos los organismos internacionales es claro: un mayor crecimiento del PIB por sí solo, no aumenta sustancialmente las probabilidades de ascenso social si no se acompaña de mayor igualdad salarial y de rentas. Simulando un escenario de crecimiento con distribución más equitativa de la renta, Chetty y Grusky hallan, en su artículo para la revista Science, un aumento de la movilidad social absoluta de 18 puntos para Estados Unidos. La reactivación del ascensor social desde la inversión pública y un Estado emprendedor es la mejor vacuna contra un crecimiento anémico y contra el populismo reaccionario que se extiende.
Aquí la única ingeniería dañina ha sido la del modelo neoliberal de desigualdad, de individualismo posesivo y de abandono de territorios y familias a su suerte. Tantas brechas y destrozos en la cohesión social están siendo reconstruidas, de nuevo, desde la política progresista por una renovada socialdemocracia de urgencia que hoy representan tanto Joe Biden como Pedro Sánchez. Incluso, cuentan con el aval de todos los organismos internacionales que se alinean y defienden subidas de impuestos contra el exceso de desigualdad al ser éste un claro freno al crecimiento.
Sin embargo, sigue sin percibirse ningún “giro social” en las derechas españolas. Podríamos decir aquello de “es el ascensor social, estúpido”. La prioridad no debería ser el debate identitario, las banderas en los balcones y las guerras culturales que proponen los laboratorios de derechas. Es su maniobra de distracción. Esto no va de identidades enfrentadas ni de inflamar la honra nacional ni de negarse a todo diálogo y por tanto, a hacer política. Es mucho más serio, decisivo y trascendental. Esto va de igualdad de oportunidades como base material de nuestra libertad y va de desarrollar un “efecto país” positivo y con liderazgo desde una predistribución valiente, con más productividad, más I+D, más empleos y mejor pagados, más becas y equidad formativa, vivienda accesible, fiscalidad progresiva y servicios públicos de calidad. Sociedad del bienestar o colapso iliberal. Ése es el dilema moderno en el que nos jugamos el porvenir, la natalidad y nuestra democracia, siendo el que definirá cómo queremos ser.
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