Avaricia

Entre los pecados capitales, la avaricia es uno de los más desagradables y de mayor riesgo. La RAE lo define como el afán o deseo desordenado y excesivo de poseer riquezas para atesorarlas. Y ratifica que desde un punto de vista religioso trasciende lo lícito y lo moralmente aceptable.

Esa capacidad sin fondo de acaparar más allá de lo que la razón aconseja, hace que el avaricioso busque su ruina y la de quienes le acompañan pues sus decisiones y opciones están empañadas por ese obsesivo interés en acumular que en ocasiones puede pasar por encima de lo ético e incluso de lo que marca la ley. Como juez he comprobado que la avaricia lleva a muchos ciudadanos al banquillo. Como abogado, me he visto en la tesitura de hurgar entre las razones de una conducta delictiva y casi siempre, aparece la avaricia como base habitual, sola o en compañía de otras faltas contra lo que recomienda el decoro, que  conducen a quien las practica a situaciones muy complicadas e incluso irreversibles. Pienso en la trama Gürtel, tal y como la investigué y de qué manera, aun encontrándose en prisión sus protagonistas, les interesaba más poner a buen recaudo el dinero tan poco legalmente conseguido, que ver de salir del tremendo apuro judicial a que su mala cabeza y su codicia les había llevado. Las penas que han recaído sobre ellos tras dos sentencias de la Audiencia Nacional y otra de Valencia son buena muestra de lo que digo.

En política es probablemente donde más campa por sus respetos esta impiedad cuyas secuelas tanto daño hacen.  Cuando el objetivo del político es económico, la avaricia conduce al soborno y por ende a la corrupción. Pero hay otro tipo de avidez que puede parecer más leve pero que, por el contrario, arrastra a mayores y peores efectos. Me refiero al ansia o avaricia por el poder, un tipo de ambición que ciega al político y le condiciona hasta el punto de no medir las implicaciones y ofuscarle a la hora de decidir.

Algo de eso trasciende en la aventura que emprendió el  presidente del PP, Pablo Casado cuando de la mano de Aznar fundió a todo aquel militante, cargo o dirigente de su partido anterior a su llegada al liderazgo, en un doble intento: uno loable, si es que fue realmente así, alejarse de la corrupción protagonizada por múltiples responsables del PP sentenciada y todavía por sentenciar; otro, menos presentable, consistente en la eliminación política de sus rivales reales o supuestos  y empezar ¿de cero? con un equipo que le debiera todo y que no llevara la mochila cargada de pasadas lealtades.  El objetivo era alcanzar la Moncloa y en ese camino, Casado, cual caballo de Atila, pasó por encima de quien hiciera falta sin contemplaciones ni atención a las consecuencias dentro de su propia formación. A tal punto esto ha sido así, que su voracidad le ha hecho olvidar la necesidad de plantear un programa político coherente al que sujetarse, al menos ante una posible debacle y antes de atacar a los votantes que no le “entendieron”. Con cuatro argumentos de oposición era suficiente. Sin embargo se trataba de descabalgar, a cualquier precio, al presidente socialista y ese fue el argumento básico en la campaña. La avaricia de poder ha sido tal que no dudó en aliarse con sus rivales potenciales, Ciudadanos y Vox para presentar una fachada común. En ese viaje, Casado se mimetizó con la ultraderecha lanzando proclamas aún más atrevidas cuando empezó a temer que pudieran sobrepasar sus resultados y ofreciéndole una quimérica posición en un hipotético gobierno. Y ninguneó a los de Rivera en la convicción de que, finalmente, seguirían el  camino que él indicase ¿o acaso Ciudadanos iba a poder sobrevivir por sí mismo? Incluso la firmeza de Rivera afirmando que no iba a pactar bajo ningún concepto con el PSOE, sonaba a exigencia, a requisito impuesto por los de Génova para que esa derecha trina fuera al unísono aportando –eso es lo que se esperaba- posibilidades variadas para el votante: más tibieza de los naranjas; la exigencia firme del PP y la exagerada y tenebrosa involución que Vox propone. Un tres en uno que jugando la baza de Cataluña como paradigma a azotar, componía una multioferta extrema, más allá de los sueños de una ideología conservadora.

Como sucede en muchas ocasiones, la avaricia fue en contra de las expectativas. Ocurrió que a Casado se le olvidaron algunos aspectos propios de la biblia del ciudadano que se resume en no soportar las mentiras –y hubo muchas desde que tuvo lugar la moción de censura que hizo caer al gobierno de Mariano Rajoy, la principal reiterada hasta la saciedad referida al supuesto e inexistente pacto con los independentistas para que la moción prosperara -; rechazar la perturbación que implica la violencia verbal y la crispación y votar a aquella formación que trabaje por obtener una sociedad en la que se pueda vivir con tranquilidad, cuidando de la familia, disfrutando del tiempo libre, sin altercados  ni sobresaltos continuos.

La ciudadanía en ese sentido es mucho más inteligente que Casado. Sabe que Cataluña no se arregla por la fuerza y que habrá que propiciar encuentros entre los propios catalanes para ver de recuperar la convivencia. Del mismo modo que será preciso intentar hacer entrar en razón a sus gobernantes para que se ocupen de toda la población de Cataluña, y no solo de una parte. Aquí la irritación y el desprecio no son instrumentos apropiados. El triunfo del PSC y de Ezquerra, el estancamiento de Cs y la práctica desaparición del PP en esa comunidad definen perfectamente que quieren el pueblo catalán y el español, en general.

Pero, sobre todo, nadie quiere volver a esa España oscura y casposa que en su voracidad y ceguera, Casado ha hecho asomar al dar rienda suelta a su socio de ultraderecha para fustigar a sus “enemigos”. Es ese otro concepto que equivoca el líder popular. Somos todos compatriotas, unidos, pero diversos, bajo símbolos diferentes, pero juntos, por el afecto a nuestra tierra, a nuestra cultura y costumbres. Nadie es propietario de la patria, ni tiene patente de corso para erigirse como el único partido depositario de sus valores. Esa apropiación ha sido declarada “ilícita” por las y los votantes el 28 de abril pasado.

Ahora, desde la celda de su miopía política, Casado quiere dar marcha atrás, presionado por sus propios correligionarios, reclamando un centro del que ha abjurado, calificando de “socialdemócratas” al partido de Rivera quien no debe salir de su sorpresa y tachando de “extrema derecha” a Vox, que se revuelve ante “el insulto” acostumbrado a que el popular les dorase la píldora.

Casado debería reflexionar sobre lo que escribió en el siglo I antes de Cristo el historiador romano Salustio, “la avaricia es corruptora de la fidelidad, de la honradez y de todas las demás virtudes”. Abocado a un precipicio con escaso parapeto, el presidente del PP, sin demasiadas manos que traten de sujetarlo y vigilante con las que quieren arrojarle al olvido, debe valorar sus errores, analizar el daño que ha podido causar y obrar en consecuencia ante el vacío y el caos en que se ve ahora sumido su partido.  La redención pasa aquí por un acto de generosidad y madurez política. Falta ver si Casado está a la altura.