Cambalache

Toda campaña electoral es una etapa dura y por lo general aquejada de diferentes grados de crispación, que la ciudadanía soporta de la mejor manera posible. Lo positivo es que cada partido expresa públicamente sus planteamientos y propuestas, aunque, por supuesto, entre bastidores se urdan pactos de no agresión, a la vez que juramentos de odio infinito. El día después, con los resultados en la mano, comienza lo que tal vez sea la parte más fea de la política: el cambalache.

El primer escenario se produce al interior de cada partido. Llegado el momento de decidir sobre los futuros nombramientos, comienza una encarnizada batalla, plagada de puñaladas entre correligionarios para acabar con posibles competidores a tal o cual cargo. Aquí se debe tener especial cuidado con los autopostulados, aquellos que se promocionan a sí mismos sin ningún escrúpulo ni pudor, dispuestos a lo que haga falta para hacerse notar, denostando a quienes quieren suprimir, que suelen ser los más serios. Lanzan globos sonda dirigidos a causar la más burda intoxicación de quienes aún están en funciones para que sean reemplazados y señalan sin mayor fundamento a quienes quieren eliminar de la ecuación, sirviendo a su propio interés o bien a intereses ocultos, ya sean corporativos o económicos.

Un nivel superior lo constituye el transfuguismo, el cambio de partido efectuado para conservar el puesto, o bajo promesa de un cargo mejor. Como quien se quita un disfraz para luego vestir otro, no tienen empacho en soltar todo tipo de improperios en contra de quienes hasta ayer eran sus compañeros de viaje político, con los que compartían “profundas” convicciones ideológicas. Ejemplos en la historia de España hay muchos y de todos los colores. En 1991 por ejemplo, la socialista Maruja Sánchez, mediante una oportuna ausencia en el transcurso de una moción de censura propició que Eduardo Zaplana accediera a la alcaldía de Benidorm. Fue el inicio de una interesante carrera para este político popular que desde ese trampolín accedería a la presidencia de la Generalitat, luego al Congreso de los Diputados, al Consejo de ministros, y con una estancia en la cúpula de Telefónica antes de acabar en la cárcel de Picasent, donde estuvo en prisión preventiva encausado por presunto blanqueo de capitales y cohecho. Como tantos otros, Zaplana había llegado a la Alianza Popular de Fraga Iribarne desde la UCD de Adolfo Suárez que tras el oropel conoció el fracaso. Fue aquel un primer trasvase de políticos que huían de la debacle para integrarse en otras posibilidades de futuro. Quienes conocimos aquella época, recordamos el intenso y sutil tráfico de sugerencias, acusaciones veladas, difamaciones incluso, dirigidas a que los denominados “tapados” fueran tomando posiciones en los sitios de interés eliminando a un rival molesto. Y ello, en gran medida, con la colaboración de algunos medios de comunicación.

Desde Zaplana y la UCD han pasado más de 25 años, pero las pautas siguen siendo similares. De la enciclopedia del transfuguismo rescato nombres como los que indicaba la periodista Karmentxu Marín en un artículo de El País de agosto de 1999. Contaba la historia de Susana Bermúdez, una concejala socialista que dio el gobierno de Ceuta al Grupo Independiente Liberal (GIL) y señalaba como otro tránsfuga pionero a Nicolás Piñeiro del PP, que no quiso votar contra Joaquín Leguina una moción de censura y evitó que Alberto Ruiz Gallardón llegara a presidir la Comunidad de Madrid. O la de José Luis Barreiro que, siendo vicepresidente de la Xunta gallega y secretario general del PP de Galicia, dejó en bandeja la institución al PSOE, vía pacto. El término “felón” que tan inopinadamente propinó Pablo Casado recientemente a Pedro Sánchez, fue el apelativo que dedicó a Barreiro el propio don Manuel Fraga.

…Hasta estos lodos

Desde aquellos polvos hasta estos lodos ha llovido mucho y con brío, dejándonos nombres célebres como Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez, parlamentarios del PSOE madrileño, cuyo cambio de voto fue clave para que Esperanza Aguirre y el Partido Popular accedieran a la Presidencia de la Comunidad Autónoma de Madrid durante largos años, amén de las funestas consecuencias penales que son tema cotidiano en los tribunales al día de hoy.

No hay espacio suficiente aquí para mencionar uno a uno el largo etcétera de tránsfugas que ha existido en España, algunos instigados por los eternos partidos rivales. Con todo, hay un caso que es especialmente intenso y que no me resisto a dejar al menos apuntado. Me refiero a Jorge Verstynge, cuya trayectoria ideológica es cuanto menos desconcertante. Tras ser secretario general del PP en 1979, pasó en 1993 al PSOE, y luego de un periodo de luna de miel con el PCE, llegó finalmente a Podemos para desempeñarse en la formación morada con absoluto fervor.

Los movimientos en estos meses preelectorales escenifican verdaderos cambalaches entre una y otra formación, aunque sin duda Ciudadanos ha sido el destino más frecuente. Desde el PSOE, Soraya Rodríguez, portavoz socialista en el Congreso, pasó a engrosar las listas al Parlamento europeo de los de Albert Rivera. Lo propio hizo, pero para las generales, su compañero Joan Mesquida, exdirector general de la Guardia Civil, mientras que el exministro del PSC, Celestino Corbacho, se presenta ahora al Ayuntamiento de Barcelona con Manuel Valls.

Claro que de donde más fichajes llegan a los naranjas es desde la cantera del PP. Así tenemos nombres importantes como el expresidente de la Comunidad de Madrid, Ángel Garrido, quien justifica su acción “por decisión personal”. Bien está, pero también habría que pensar en la frustrada decisión personal de los votantes del PP que le llevaron a la Puerta del Sol. Otros sonados populares que han seguido la misma senda son el expresidente de Baleares, José Ramón Bauzá, para las europeas, o la expresidenta de las Cortes de Castilla y León, también del PP, Silvia Clemente, quien además entró con calzador y polémica en las controvertidas primarias que celebró Ciudadanos y que acabaron con impugnación por presuntas irregularidades en el proceso de votación.

Sin complejos

El PP desde luego resulta ser el partido que cuenta con menos leales, o más desencantados, o militantes más temerosos al ver cómo la formación de la gaviota cae en picado y amenaza con hundirse, o simplemente han encontrado una ubicación más acorde con su pensamiento que ahora se atreven a expresar “sin complejos” apuntándose entonces a Vox. Como ejemplos de esto último basta con mencionar a Ignacio Gil Lázaro o Iñigo Henríquez de Luna, entre otros. En este somero repaso falta todavía por incorporar a los que en los próximos días se ofrecerán tras las elecciones municipales, autonómicas y europeas del 26 de mayo.

¿Qué lleva a estos políticos a protagonizar cambios ideológicos en ocasiones tan radicales? Seguramente habrá unos pocos casos que son fruto de un proceso interno de reflexión, maduración y propio conocimiento. Pero no nos engañemos, en la inmensa mayoría de los casos este cambalache suele ocurrir cuando las cosas vienen mal dadas para el partido de origen o cuando el partido de destino tiene mejores perspectivas, lo que hace sospechoso el proceder. Una vez que la verdadera intención altruista y reflexiva aflora suele venir acompañada de una autocrítica profunda, pero en estos casos ocurre lo contrario: los que se quedan son los malvados, en tanto que el tránsfuga aduce razones tan peregrinas como inconsistentes.

Nacho Alonso, periodista económico de larga trayectoria, me comentaba hace poco que, en su opinión, hay dos motivos básicos para el cambio de trayectoria. Por un lado, las expectativas de poder. Ahí se puede ir tan lejos como se quiera pensando en todas las posibilidades de influencia – positiva o no – que el poder permite. Y, de otra parte, el desasosiego por mantener “el puesto de trabajo”, considerando el cargo político como propio, una visión ésta demasiado extendida entre un sector de los políticos habituados a no desempeñar otra actividad, que desvirtúa la propia naturaleza de servicio público que aquella tiene.

Todo vale

Ambas razones podrían explicar el día después de unas elecciones, esa lucha cainita por conseguir el sillón, que adopta toda serie de artimañas, alentadas por las quinielas que ya en estas fechas empiezan a correr por los medios informativos. El problema es que no termina ahí. Se da al candidato oficial por muerto o se le mata ofreciendo alternativas. Si a la vez se deja caer alguna información lesiva para el rival a batir, aunque sea descabellada, mejor que mejor. Todo vale, difamar o arruinar la carrera de un profesional.  Horadando la credibilidad de una parte y planteando que es vulnerable dado que hay otras personas impecables para realizar el relevo, se pretende menoscabar la confianza de quien debe realizar el nombramiento, aportando alternativas entre las que se encuentra la que se desea conseguir.

En paralelo se “filtran” nombres de posibles buenos cargos para con tenacidad, quemarlos y eliminarlos del juego y, mientras, el tapado, el político que de verdad interesa que se encumbre por lo que arrastra alrededor o por las posibles influencias prometidas, aguarda en silencio hasta que llegue el momento de aparecer.

Con brillante claridad lo dejó escrito el compositor, músico, dramaturgo y cineasta argentino Enrique Santos Discépolo, en la letra de su tango Cambalache:

Hoy resulta que es lo mismo

Ser derecho que traidor

Ignorante, sabio, chorro

Generoso o estafador

¡Todo es igual!

¡Nada es mejor!

Esto está ocurriendo y ocurrirá en todos los niveles, con más intensidad según se acerque la investidura del presidente del Gobierno, sus homólogos autonómicos y alcaldes. Aquí, la transparencia debería ser la norma. Pero al no ser así, cada vez confiaremos menos en unas instituciones que no dan cobertura a la verdadera finalidad que cualquier designación comporta, la de desempeñar cabalmente la función de que se trate. Todo lo demás, es un mero cambalache.