Desde las elecciones del 28 de abril han pasado muchas cosas.
En las pasadas elecciones los votantes progresistas fuimos llamados a una emergencia democrática que era real, pero que sólo nos tomamos en serio los ciudadanos, evidentemente no los dirigentes del PSOE y tampoco los de Unidas Podemos.
Repasando lo que hemos vivido desde aquel 28 de abril y ante la aparente inexorabilidad de unas nuevas elecciones, nos sentimos en la necesidad de llamar a que, si no se reconduce la investidura a última hora, se presente algún importante cambio que nos permita pensar que nuestro voto esta vez sí sea útil para la construcción de un gobierno progresista.
En estos meses ha salido a la luz la peor cara de las direcciones del PSOE y de Unidas Podemos.
El primer episodio ocurrió en la jornada de reflexión de las elecciones municipales, cuando los dirigentes oficiales y oficiosos de Podemos se dedicaron a difundir ataques contra la candidatura de Manuela Carmena. Recordemos que esos mismos dirigentes habían querido apoyar esa candidatura con la única condición de colocar a unos cuantos afines designados en la lista. Si los míos van en la lista eres la mejor alcaldesa del mundo; si los míos no van en la lista eres un instrumento del IBEX y del BBVA contra la ciudadanía madrileña.
La dirección de Podemos era perfectamente consciente de que los votos que perdiera la lista de Manuela Carmena ayudarían a PP-Cs-Vox a recuperar Madrid porque no había absolutamente ninguna posibilidad real de que otra candidatura progresista entrara en el Ayuntamiento. Aunque aquella campaña no hubiera sido determinante en la pérdida del Ayuntamiento, no le restaría un ápice de mezquindad, sólo sería reflejo de la radical pérdida de influencia social del aparato de Pablo Iglesias.
Recordamos aquella operación (que parece lejanísima aunque haya pasado tan poco tiempo) por dos razones: la primera, porque seguro que fuimos unos pocos quienes aquel día decidimos que no volveríamos a votar a unos dirigentes a quienes habíamos votado apenas un mes antes y, la más importante, que esa es la misma ética política que, si nada cambia, nos va a llevar a elecciones en noviembre. Hasta ahora han primado los intereses privados sobre los colectivos.
En ningún caso es más importante si entran o no ministros de Podemos en un gobierno que lo que vaya a hacer ese gobierno; y es mucho menos grave esa diferencia que la posibilidad real de que la frustración ciudadana y el cabreo con el PSOE y con Unidas Podemos lleven a una abstención (que probablemente ninguna encuesta ha sabido medir) que convierta la supuesta audacia táctica en suicidio estratégico. Ningún acuerdo ofrece garantías absolutas de cumplimiento, ni con coalición ni sin ella, sino que siempre será una lucha cotidiana con conquistas y con carencias. Pero la peor de esas carencias siempre será menos grave que el riesgo al que someten al país quienes nos abocan a unas elecciones que, en el mejor de los casos nos traerán de nuevo a la necesidad del acuerdo que hoy resulta imposible y en el peor nos condenaría a un gobierno de PP-Cs-Vox, que supondría un retroceso de décadas del que serían responsables los caprichos de unos dirigentes políticos incapaces.
Los vaivenes del PSOE tampoco pueden ser interpretados más que como fruto del cálculo según el cual si se repiten elecciones sacarán un puñado de diputados más. No es comprensible aquel veto público de Pedro Sánchez a Pablo Iglesias. Ni tampoco lo es el retraso de la apertura de mesas de negociación hasta casi tres meses después de las elecciones y después hasta un par de semanas antes de la posible disolución de las Cortes. De infalibles movimientos tácticos está empedrado el trastero de los fracasos políticos.
No es aceptable que se juegue así con el futuro de España por un puñado de diputados extras. Ni por evitar la cohabitación en un gobierno con sus prometidos “socios preferentes” por muy molesta que les resulte. El PSOE llevaba razón en la campaña electoral de abril cuando pedía a los ciudadanos que entendiéramos que la prioridad era impedir un gobierno de corruptos, fanáticos y enemigos de los derechos sociales y de las diversidades de España. Por eso no se puede tolerar la frivolidad con la que ahora parece muchísimo más grave un gobierno de coalición con ministros que no les gustaría tener que esa amenaza de Colón contra la que se movilizaron y nos movilizamos en abril.
Ahora que se habla tanto del relato hay que recordar que en política el relato (la interpretación de los hechos hegemónica) no se construye por la mera enunciación de ese relato, sino, mucho más, por la lógica que da coherencia a la actuación que observamos. El relato con el que llegaríamos a las elecciones el 10 de noviembre es que fue mentira que hubiera una emergencia democrática el 28 de abril, que fuimos unos pringados, que lo verdaderamente importante era quitar o poner ministros del partido de al lado; y que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias dirigen equipos absolutamente incapaces (voluntariamente o no) de llegar a acuerdos, por lo que no tendríamos ninguna razón para pensar que el voto al PSOE y a Unidas Podemos el 10 de noviembre puede llevar a un gobierno progresista: el dichoso relato nos dirá que hasta que no ganen las derechas no habrá gobierno si nada relevante cambia en el campo progresista.
Si nada cambia, el mejor resultado posible en noviembre es que, de nuevo, se tengan que entender quienes hoy son incapaces de entenderse; la única razón para pensar que entonces se entenderían pasa por dar por hecho que ahora nos están tomando el pelo, arriesgándonos a una involución histórica en materia democrática, ética y social. No puede ser: no nos pueden pedir que confiemos de nuevo en quienes han demostrado no merecer confianza. Y sin embargo la amenaza sigue siendo real. La emergencia democrática está en vigor, más si cabe tras las elecciones municipales y autonómicas y tras el fracaso de las generales.
Por eso pensamos que es necesario redoblar los esfuerzos para hacer entender a los dirigentes de PSOE y UP que sus desconfianzas, sus intereses de partido y sus expectativas particulares en la negociación no pueden poner en riesgo la formación de un gobierno progresista. Una situación que, de consumarse, nos abocaría a una nuevas elecciones, en un ejercicio de irresponsabilidad inédito, y nos obligaría a explorar vías que pudieran evitar un nuevo fracaso. Ello podría implicar, incluso, la aparición de nuevos actores político-electorales dispuestos a dar el paso presentándose a las elecciones generales del 10 de noviembre para ofrecer en las instituciones, la responsabilidad, el compromiso con la democracia, los derechos sociales, la decencia y el futuro de España que demostramos los españoles el 28 de abril.