Las causas del estallido de las 'banlieues' o por qué la deriva represiva las hará detonar de nuevo

Francia ha ocupado nuevamente las portadas de periódicos y telediarios como consecuencia de los fuertes disturbios que acontecieron tras la muerte del joven Nahel a manos de la policía. Esta situación no es nueva aunque en esta ocasión llame la atención que se trata de los disturbios que han provocado el mayor número de daños materiales. Presenta un carácter cíclico y repetitivo respecto a otros eventos similares, sobre todo los disturbios acontecidos en el año 2005. Desde entonces sabemos, casi a ciencia cierta, que a un abuso policial en las banlieues le siguen las mismas respuestas en forma de disturbios, como, por ejemplo, en 2016 tras la muerte de Adama tras un placaje policial o en 2017 después de la violación del joven Theo.

Esta violencia es, seguramente, la cara más dramática de un racismo estructural que paradójicamente, cohabita con la creencia, ampliamente compartida, de su ausencia, algo que repiten constantemente algunos políticos como el ministro del interior, Gerard Darmanain. Y es que el ideal político universalista propio de la divisa republicana preconiza que las minorías no existen. Sin embargo, bajo el manto de una República y una ciudadanía “indivisibles” se esconde una sociedad profundamente desigual. Los controles de identidad de la policía, por ejemplo, son muy a menudo discriminatorios según la apariencia racial y las personas no-blancas tienen muchas más posibilidades de convertirse automáticamente en sospechosos. No nombrar a los grupos que sufren la desigualdad y la discriminación no elimina estos fenómenos sociales, sino que contribuye a esconderlos y a enquistarlos. Además, deslegitima cualquier demanda y reivindicación que pueda surgir para combatirlos, negando vías y espacios de interlocución política.   

Esta retórica no queda relegada a un nivel discursivo, sino que se ha traducido también en políticas y acciones concretas. Una de las más significativas ha sido sin duda la aprobación, en 2021, de la llamada ley “contra el separatismo” que pretende luchar contra la “radicalización islámica”. Esta norma introduce un “contrato de compromiso republicano” que deben firmar todas las asociaciones que reciben fondos públicos y, especialmente, aquellas vinculadas a acciones en los barrios. Se institucionaliza así una desconfianza hacia estas entidades, acusadas de favorecer el “comunitarismo” o de ser conniventes con el supuesto “islamoizquierdismo”. Facilitando también la disolución de las asociaciones, el Ejecutivo desarticuló, por ejemplo, el “Colectivo contra la islamofobia” que combatía una de las discriminaciones más fuertes que viven estos barrios. Si las banlieues habían visto nacer varias asociaciones en defensa de los intereses de sus ciudadanos (como el Comité Adama o el Front des mères), el Gobierno las ha reprimido o fragilizado con estas políticas y con la supresión de los empleos subvencionados que facilitaban la contratación para desarrollar proyectos sociales. La deslegitimación del movimiento asociativo ha comportado, incluso, amenazas gubernamentales sobre entidades históricas como la Liga de derechos humanos (LDH).  

Por otra parte, los disturbios también han vuelto a mostrar que la desigualdad social tiene una traducción espacial. Actualmente, más de 6 millones de franceses viven en barrios catalogados como “prioritarios” por la política urbana estatal. La lógica, desde finales de los años 70, era que ante la dificultad (o la no voluntad) de atacar las causas estructurales de la desigualdad se optaba por unas intervenciones localizadas en aquellos barrios que presentaran malos indicadores sociales. La política urbana estatal ha permitido financiar numerosas entidades e iniciativas sociales, o abrir nuevos equipamientos públicos y culturales. La llegada de Emmanuel Macron a la presidencia de la República en 2017 supuso, sin embargo, un giro significativo con un recorte del 11% en esta política. Ese mismo año, el gobierno también recortó los empleos subvencionados o las ayudas a la vivienda (APL), lo que afectó enormemente a la realidad de los barrios. Allí donde la infrafinanciación del Estado se nota más, su parte represiva, con la policía al frente, configura la imagen conflictiva que los jóvenes tienen del Estado en términos más generales.

Frente a una política urbana limitada pero fuertemente articulada al tejido asociativo, Macron optaba por un discurso centrado en la emancipación individual como una solución a los problemas de los barrios, reforzando una visión en la que el esfuerzo personal podría sobreponerse a las estructuras sociales de desigualdad. El presidente ensalzaba así el rol de la compañía Uber (empresa a la que ayudó secretamente el propio Macron para que ganara su batalla legal y lograra instalarse en Francia) en estos barrios “difíciles”, ya que haría de los jóvenes “chóferes” antes que “traficantes o delincuentes”. A su vez, el plan de acción “barrios 2030” se ha quedado en una promesa eterna incumplida a pesar del grito de alerta lanzado por los alcaldes de muchas de estas ciudades a finales de mayo y que hablaba de un sentimiento de abandono de la República hacia sus ciudadanos, reclamando así la puesta en marcha de un plan de urgencia. 

Así, estos barrios concentran la pobreza (la tasa de pobreza en Seine Saint-Denis, el departamento más pobre de Francia, ha subido de 10 puntos en los últimos 15 años) y la segregación que van en aumento por la inacción gubernamental. Sus ciudadanos, que no ven en las elecciones una forma de mejorar su vida y confían poco en la política por sus promesas incumplidas, han visto cómo se vacían de recursos e intermediarios asociativos e institucionales que puedan vehicular sus reclamos. Resulta, por lo tanto, bastante hipócrita sorprenderse o denunciar ad nauseam las violencias cuando se han taponado todas las canalizaciones políticas de la cólera. 

Movilizando exclusivamente unidades de intervención especial, amenazando judicialmente, buscando chivos expiatorios en los videojuegos o dando lecciones morales sobre la violencia, el Gobierno ha intentado vaciar todo contenido político de estas protestas. En su lugar, podría llevar a cabo una reforma de arriba abajo de la policía, substituyéndola por unas fuerzas de seguridad de proximidad que conozcan bien los barrios o un plan ambicioso de política urbana que no se quede en la mera retórica y que tenga en cuenta a los agentes locales. Sin embargo, la salida represiva de la crisis con la militarización policial es ceder, de nuevo, ante los sindicatos policiales de extrema derecha. Se trata de una respuesta cortoplacista que instaura el marco securitario que la extrema derecha demanda y pasa la patata caliente, a la espera de un próximo y aún más sonoro estallido de las banlieues. 

Las encuestas muestran que la tolerancia con las minorías no deja de aumentar en Francia, a pesar de los discursos del campo político y mediático que se han empleado a fondo para construir un “problema público” alrededor de algunos fenómenos como, por ejemplo, la inmigración o la expresión pública del islam. Estas violencias y su respuesta política pueden degradar más la imagen de los jóvenes de las banlieues en unos disturbios que, como en 2005, pueden ser más vistos como “étnicos” que como sociales. Y es en este contexto donde la extrema derecha puede explotar su división “entre un pueblo blanco, periurbano, rural y”virtuoso“abandonado por el Estado y unos habitantes demonizados de los barrios periféricos a los que acusa, falsamente, de aprovecharse de las ayudas sociales”.