Once. Mi número fue el once. No lo ponía en la puerta, como tampoco lo indicó durante meses mi tarjeta de visita porque nunca me han interesado los asuntos formales, pero fui la undécima directora de una revista cuyo obituario ahora me toca escribir. También fui la única mujer que ocupó un despacho donde las plantas respiraban nicotina. Entre los testigos que nos entregábamos los directores había unas cuantas carpetas con reportajes pendientes y una definición de interviú que acuñó Manuel Vázquez Montalbán y que, dado su atinado juicio, ninguno trató de mejorar. Las cajas fuertes con secretos inconfesables son parte de la leyenda de una publicación cuyas páginas acaban de desaparecer de los quioscos, pero su cabecera pertenece a nuestra memoria colectiva. Y eso no se borra así como así.
Aunque la anécdota sea conocida resulta tan certera que merece la pena recordarla. Manuel argüía que Interviú era una cesta de Navidad envuelta en un deslumbrante papel de celofán. El papel representaba la portada y se encargaba de cubrir el contenido: desde un jamón pata negra hasta una lata de espárragos, pasando por turrón o un chorizo de matanza. Y si bien el celofán abrazaba las viandas –de lo más variopintas-, no las ocultaba de la vista; por tanto confundir la portada con el todo inducía a error.
A veces conviene explicar la realidad con metáforas, salvo cuando se vuelve tan cruda que no hay analogías que valgan. Interviú cierra y el periodismo está hecho mierda. Sin ambages. Lo están sus lectores o quienes hemos tenido sus riendas entre las manos. Lo están quienes empezaron a recorrer el periodismo en ella o los que se despidieron de él en sus páginas. Y la devastación arrasa a una redacción que ha sufrido lo indecible los últimos años y que desearía para Interviú una muerte digna.
Su desaparición no solo remite a la crisis estructural de una profesión tan desperfilada que amenaza con desaparecer –sí, diluirse hasta quedar siendo un retazo, apenas esbozos de lo que fue- sino que entierra también cualquier posibilidad de idilio entre los medios y la sociedad que los ha alentado. Y ese maridaje se vuelve imprescindible en tiempos revueltos.
Interviú nació hace cuarenta y dos años para espolear a un país que necesitaba desnudarse y no solo mostrar su piel sino las vergüenzas ocultas durante la dictadura. En pocas semanas la gente hizo suyas la portada de Marisol o la de Marcelino Camacho -una en bolas y otro en jersey de cuello vuelto, aunque si hubiese sido al contrario habrían provocado igual-, y desde entonces el romance se ha mantenido aunque no ha logrado vacunar a Interviú contra el desgaste ni la crisis. No obstante cómo ocultar que una generación de españoles lleva Interviú en su ADN, yo la primera pues rubriqué con la revista la unión más longeva de mi vida. Tras dieciocho años publicando en ella concluyo que ningún hombre me ha durado tanto.
El periodismo de investigación es incómodo y caro, muy caro de sostener; precisa del protocolo que infiere el oficio y a la sociedad le compete exigirle rigor porque aquella que no se asegure de contar con unos medios que dediquen a la investigación el tiempo y el espacio adecuados se trata de una sociedad enferma. La nuestra, sin Interviú, es un lugar menos saludable.
En el momento en que ultimo este texto echo un vistazo a twitter, donde Interviú ha sido tendencia durante todo el día, y a esta hora compruebo que su nombre ha desaparecido de los primeros puestos. En su lugar #OTGala10 arrasa. Si la vida es lo que sucede mientras tú piensas en ella está claro que te arrolla. En tiempos digitales las muertes son demasiado rápidas y los duelos demasiado cortos.
Entonces vuelve a mi cabeza la cesta de Vázquez Montalbán y me entristezco porque son demasiadas ausencias a mi alrededor. Para colmo esta Navidad la cesta ha venido vacía.