Hoy se cumplen 50 años del golpe de Estado que acabó con la democracia en Chile y la significancia de la fecha ha intensificado el debate en torno al quiebre de la democracia y las consecuencias de los 17 años de dictadura. El capítulo más duro es, sin duda, el de la violación de los derechos humanos, porque las víctimas y los verdugos siguen vivos, pero también porque los chilenos y las chilenas siguen sin ponerse de acuerdo en lo que representó.
Con motivo de estos 50 años, la expresidenta Michelle Bachelet ha vuelto a Villa Grimaldi, uno de los principales centros de detención y tortura que tuvo el régimen militar, y recordó los días que pasó allí, recluida junto a su madre, Ángela Jeria. “Escuchábamos a la gente que gritaba cuando la ponían en la parilla eléctrica. Las amarraban en un especie de catre metálico en distintas partes del cuerpo y les tiraban agua para que fuera más fuerte la conducción”, ha dicho de unos días en los que sufrió maltrato físico y psicológico, aunque ella misma no llegó a ser torturada con electricidad. Su padre, Alberto Bachelet, un general de la Fuerza Aérea que se opuso al golpe, sí lo fue y murió en 1974 a causa de las torturas que le infligieron sus propios subalternos.
Probablemente no es una coincidencia que haya sido ella la que impulsó durante su primer mandato la creación del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos para dar visibilidad a este episodio negro de la historia de Chile pero también para estimular la reflexión sobre lo que sucedió. Lo hizo en 2010 como respuesta también a las recomendaciones que hizo el informe Rettig, el primero que se hizo sobre los crímenes de la dictadura y que recogió en 1990 el trabajo de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, y el Informe Valech, que reunió en 2004 el trabajo de la Comisión sobre Prisión Política y Tortura. Ambos informes establecieron que durante la dictadura murieron al menos 3.216 personas y que 38.254 fueron arrestadas y torturadas.
En la página 253 del Informe Valech es posible leer el testimonio de una mujer detenida en 1974 que describe varios de los tormentos que aplicaban los agentes de la policía secreta de entonces, la DINA. “Por violación de los torturadores quedé embarazada y aborté en la cárcel. Sufrí shocks eléctricos, colgamientos, pau de arara, submarinos, simulacro de fusilamiento, quemaduras con cigarros. Me obligaron a tomar drogas, sufrí violación y acoso sexual con perros, la introducción de ratas vivas por la vagina y todo el cuerpo. Me obligaron a tener relaciones sexuales con mi padre y hermano que estaban detenidos. También a ver y escuchar las torturas de mi hermano y padre. Me hicieron el teléfono, me pusieron en la parrilla, me hicieron cortes con yatagán en mi estómago. Tenía 25 años”, dice el testimonio de esta mujer que pasó dos años detenida.
El informe recoge 3.399 testimonios de mujeres, pero también de niñas y adolescentes de 13, 14 y 15 años, que sufrieron violaciones y agresiones de todo tipo entre 1973 y 1990. También de las que quedaron embarazadas y dieron a luz. Siendo estudiante de periodismo, tuve la posibilidad de entrevistar a algunas de ellas. Conservo la imagen de una que no era capaz de verbalizar con detalles lo que le había sucedido en la catacumba en la que la encerraron varios meses pero sí las consecuencias irreversibles que le provocó. No podía tener hijos por las quemaduras en el útero y sufría un insomnio crónico por las pesadillas y la ansiedad que no la abandonaban en ningún momento.
Desde la recuperación de la democracia en 1990, y especialmente ahora al cumplirse los 50 años del golpe, la pregunta que nos hacemos muchos chilenos y chilenas es cómo fue posible tanto horror en una sociedad que hasta 1973 era una de las más democráticas y pacíficas del continente. También cómo se generó un aparato de represión y violencia de esta envergadura en pocos días, de dónde salieron los verdugos y cómo fue posible mantener durante tanto tiempo el silencio y la indiferencia ante estas atrocidades.
En el prólogo de un libro del que soy autora y que será publicado en las próximas semanas, Michelle Bachelet, hace hincapié en la anomalía que representa que, 50 años después, las fuerzas políticas en Chile sigan sin ser capaces de pactar una declaración conjunta que condene el golpe de Estado de 1973 y afirme con rotundidad que nunca pueden repetirse en el país crímenes de lesa humanidad. Que lo vivido estos 50 años debe servir para construir un futuro mejor y avanzar en el reconocimiento común de que la democracia y el respeto a los derechos humanos son bienes valiosos que debemos preservar bajo cualquier circunstancia.
El presidente Gabriel Boric ha intentado pactar estos días una declaración de mínimos para que todas las fuerzas políticas asuman la condena de estos hechos. No ha sido posible porque la derecha se ha negado aduciendo que generan división y abordan lo que sucedió “con una sola mirada”. Incluso una diputada, Gloria Naveillán, llegó a calificar la violencia sexual contra las prisioneras como “leyenda urbana”. El presidente ha seguido adelante y ha anunciado un plan de búsqueda para encontrar e identificar 1.092 personas detenidas desaparecidas de las al menos 3.200 que, según el Ministerio de Justicia, fueron asesinadas y sus cuerpos ocultados durante los 17 años de dictadura.
Es cierto que desde la recuperación de la democracia se han producido avances, porque hay condenas y una parte importante de la cúpula está presa. Pero hay juicios que siguen abiertos, que no avanzan, y a los que la justicia no llega. En agosto pasado, la Corte Suprema por fin dictaminó una sentencia definitiva contra siete exmilitares por la tortura y asesinato del cantautor Víctor Jara, algo que ha permitido que ingresen en prisión. Pero son muchos los que sigue en lista de espera.
El periodista Daniel Hopenhayn, autor del libro Así se torturó en Chile (1973-1990) que recoge algunos pasajes del Informe Valech, dice en su introducción que si una sociedad sabe que torturó, se lo pensará dos veces antes de volver a hacerlo, y si sabe cómo torturó, es probable que abomine de la idea. A 50 años del golpe, deberíamos añadir que comprometerse a que no volverá a suceder debería ser una obligación ineludible.
Daniel Hopenhayn intenta también esbozar una explicación a la pregunta que planteaba más arriba, la de cómo fue posible mantener la impunidad durante tantos años ante las graves violaciones de los derechos humanos. Su respuesta es que entre las personas que aprueban y las indignadas, existe un tercer grupo mucho más numeroso, el de las indiferentes. Una insondable marea humana en cuyas espaldas descansa la impunidad de la bestia. Trabajar contra la indiferencia para que la bestia no vuelva a ser parte de nuestras vidas es una tarea que continúa pendiente en Chile. Que todos y todas, votemos lo que votemos, no miraremos nunca más hacia otro lado y digamos alto y firme: nunca más.