De la pendiente por la que se deslizaba Ciudadanos previa a las elecciones del 10N no solo venían alertando las encuestas. La posibilidad de una pérdida significativa de escaños también la sopesaron distinguidas firmas que, desde una posición de influencia argumentativa, pedían renovar la confianza en Albert Rivera a pesar de las críticas que arreciaban por su veto absoluto al PSOE. Tal petición entrañaba un esfuerzo mayor de disociación. Se pedía, en síntesis, votar por el proyecto, más allá de la opinión que mereciese la figura del líder con el que tan estrechamente se había consustanciado.
La historia es conocida puesto que terminó sucediendo justo lo contrario. Esa especie de “inteligencia de enjambre” que supone la suma de millones de preferencias en las urnas optó por enviar otro mensaje: la obligación de tomar el amargo jarabe de la derrota como forma de aprender de los errores. Fue así como, castigando lo errático de una trayectoria, dos millones y medio de votos salieron disparados en otras direcciones.
Del paso al costado que dio Rivera tras la derrota emergió Inés Arrimadas como relevo con adhesión inmediata. Una tabla de salvación infrecuente para partidos carismáticos que, desaparecida la figura de su líder, no encuentran caminos fáciles para trascenderlo.
Que el punto de partida que supone el liderazgo de Arrimadas termine siendo un punto de llegada no es -por ahora- algo evidente por sí mismo a la luz de los avatares que vienen rodeando el itinerario refundacional de ese partido, que durará cuatro meses y donde decisiones cuestionables empañan la imparcialidad esperable en su gestora. Lo anterior, sumado al soslayamiento sistemático de su dirigencia de un debate riguroso sobre las causas de la derrota, ha terminado por darle plausibilidad explicativa a un factor: el modelo del partido.
En ese marco, las polémicas que rodean los debates del proceso precongresual en curso permiten aislar, al menos, dos de sus contradicciones estructurales más importantes y de cuya resolución, más que de acuerdos electorales de coyuntura, podría depender su supervivencia con identidad propia.
Nos referimos, en primer lugar, a la afiliación, uno de los factores que afectan al rendimiento de un partido y que, en Ciudadanos, ha tenido poca o ninguna consideración. El surgimiento de la plataforma #CsEresTu, un paso en el intento por transmitir el valor del debate y del pensamiento propio, ha permitido constatar su capacidad y espíritu crítico, con evidente inclinación a la creencia de que las organizaciones no están tanto para abonar cesarismos como al servicio del individualismo libre y soberano.
En segundo término, el modelo de partido propuesto en su ponencia de estatutos mantiene, en esencia, un espíritu centralista y vertical que entra en abierta disonancia con el modelo de autonomías consagrado en la Constitución.
No es de extrañar, por tanto, que la demanda por un rol más decisivo del afiliado, asociado a su mayor participación, con contrapesos efectivos y rendición de cuentas, sea visto como algo amenazante. La crítica a la disfuncionalidad que ocasionaría un modelo con dichos ingredientes entrega antecedentes, en clave postmoderna, de aquella “ley de hierro de la oligarquía” que Michels acuñó a partir de su estudio del partido socialdemócrata alemán. Aunque democrático en teoría, terminaba por fomentar las desigualdades en pos de una eficiencia y unidad de acción que, en Ciudadanos, encuentra un crisol: el del discurso único para toda España.
La existencia de varios niveles de decisión, tanto provincial como autonómico, no serían, en principio, un problema para el continuismo. El problema estribaría en el cambio de su legitimidad de origen ya que, de ser nombrados por el nivel central, la enmienda a la totalidad que interpela al modelo vigente postula la dependencia de los cargos del voto de las bases. Si a ello se añaden incentivos para la deliberación, con mayor diversidad interna, se podrían generar “cortafuegos”, virtuales “alertas tempranas” ante decisiones que, como la de la estrategia de pactos, contravinieron el espíritu fundacional del partido. Si esquemas de este tipo, que se desprenden del afán de tutelaje y de control, funcionan para otro tipo de organizaciones ¿por qué un partido en el siglo XXI no debiera proponérselo en forma seria para sí mismo?
La aspiración a una mayor democratización interna de importantes sectores al interior de Ciudadanos cruza, en mayor o menos medida, la intrahistoria de todos los partidos. En este caso, cobra particular interés por las expectativas generadas por un relato que reclama para sí una metatarea: la de, desde el centro, brindarle estabilidad a España. Se suma a ello su auge y caída en muy corto tiempo, así como la promesa incumplida de democracia interna bajo el mecanismo de primarias y cuyas presuntas irregularidades en algunas partes están siendo investigadas.
Por otro lado, aunque su presencia institucional en ayuntamientos y comunidades le brinda aquellas oportunidades para el patronazgo y el clientelismo con las que el bipartidismo ha neutralizado sus discrepancias internas, su utilidad para la unanimidad y el ansia de control encuentra en Ciudadanos un techo. No se trata tanto de que sus miembros sean todos ángeles como una condición de liberales por la que le asignan especial valor a la regeneración democrática, traducida en rendición de cuentas, escrutinio y transparencia.
Mal haría el ciudadano de a pie en observar los debates de Ciudadanos como algo que no le afecta. Dado que según el último barómetro del CIS los políticos ya preocupan a los españoles tanto como el paro, alcanzando un máximo histórico, las luchas por una mayor democratización partidaria debieran tener impacto, más allá de sus fronteras orgánicas. España sería el país de Europa que más subvenciones públicas entrega a sus partidos políticos. Ya en 2016 se reportaba que más del 75% de los ingresos que reciben provendrían de fuentes públicas. Este último motivo debiera generar exigencias mayores sobre su gobernanza.
Añadamos que no es posible aspirar a mejorar la calidad de nuestras democracias con partidos que, siendo estructuras a ella endémicos, despliegan sin mayores cortapisas prácticas que no contribuyen a mantener, y menos a legitimar, aquellos sistemas de los que forman parte.