Comer es algo más que saciarse

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La ingesta suficiente y adecuada de nutrientes permite un óptimo desarrollo cognitivo y físico. Este hecho convierte el consumo de alimentos en un ejercicio necesario para garantizar la vida Por otro lado, los alimentos son mercancía y forman parte de ese grupo de materias primas que cotiza en los mercados bursátiles con las que se puede especular y generar ganancias millonarias. Los alimentos son importantes tanto por su función vital como por el negocio que suponen y ante esta competencia, ¿quién gana?  

Si bien el objetivo de producir alimentos goza de un gran consenso, las iniciativas que se han puesto en marcha han permitido legitimar un enorme crecimiento de la productividad. De ahí que el alimento más consumido sea de procedencia agroindustrial, ya que permite añadir servicios de transporte, seguros, intermediarios comerciales, distribución que mejoran el acceso. Esta necesidad de producir más alimentos hace que la innovación tecnológica se ponga a su servicio, aunque no solo para anticiparse a las necesidades futuras, también como una cuestión de inversión con rentabilidad en un sector que tradicionalmente ha carecido de valor añadido. Por un lado, esta tecnología mantiene un sesgo a favor de la biotecnología relacionada con el material genético de las semillas, sus rendimientos y la asociación con fertilizantes que los potencian. Por otro lado, responde al imperativo de la productividad como la reducción de los desperdicios, las pérdidas de cosechas y la calidad de los alimentos. Por lo tanto, se trata de una tecnología que mantiene una estrecha relación con los circuitos de capital internacional y profundamente dependiente del petróleo. 

Las condiciones medioambientales también se pliegan a la producción alimentaria. La posibilidad de sobrexplotar los recursos naturales bajo el objetivo de reducir el hambre no solo conlleva un aumento de la frontera agrícola para el cultivo de alimentos, también supone más territorio para usos alternativos como los agrocombustibles, los granos para la alimentación animal y como fuente de elaboración de todo tipo de mercancías (no propiamente alimentarias) para embalajes. Si bien la acción humana ha supuesto siempre una presión sobre estos recursos, el ritmo con el que se ejercía había permitido su recuperación.

En la actualidad, la presión sobre estos ciclos de la naturaleza no es sostenible y está provocando la destrucción de ecosistemas enteros, la desaparición de la biodiversidad y una reducción en la capacidad de secuestrar carbono. Un colapso, que a nivel local supone el avance de la desertificación, el agotamiento de minerales y acuíferos, la contaminación de suelos agrícolas y bosques por residuos tóxicos de larga duración (agrotóxicos), las explotaciones agrarias en ruinas, ciudades mineras desérticas y vertederos industriales abandonados.

Esta extralimitación está dificultando la regulación del clima, la regeneración de la calidad del aire y el agua, incluso que los propios residuos vuelvan a poder ser utilizados. La actividad agraria profundiza su desconexión con el entorno, intensificándose el deterioro de los recursos locales, -mano de obra y recursos naturales-, mientras se incrementa la dependencia de insumos –materiales y energía–, procedentes de otros territorios. 

Este aumento incesante de productividad hace que el alimento sea un valor seguro para un mercado que reduce todo lo intercambiable (tangible, intangible y cosechas futuras) a un instrumento financiero. Tanto las ganancias empresariales y los ahorros privados (entre ellos, de la seguridad social privatizada) como las reservas monetarias de todas las naciones confluyen hacia un único mercado de títulos encargado de distribuirlos en el mundo conforme a sus propios criterios de rentabilidad. Las dinámicas especulativas y la consiguiente burbuja financiera presionan al alza sobre los precios de las materias primas (incluidos los alimentos).

El peso de la economía financiera mantiene el nivel de demanda global a un nivel muy superior a la capacidad de pago de quienes se endeudan, afectando los sistemas de protección social de algunos países y teniendo que eliminar buena parte de los derechos adquiridos. Dicha arquitectura financiera posibilita una alta volatilidad de los precios, traduciendo en extensos beneficios cualquier varianza en las cosechas, comercialización y venta de alimentos. Por lo tanto, los precios de los alimentos, al reconocerse como activos financieros, quedan expuestos al igual que otros insumos. Se trata de un factor oculto, un mecanismo que protege la especulación, dado que, cada vez que hay un conflicto o una emergencia, permite elevar los precios de manera repentina y, de esa forma, anticiparse a las posibles pérdidas estimadas de los fondos financieros sin importar el encarecimiento colateral de la canasta básica. 

Estas prácticas globales implican beneficios muy desiguales entre los países y sus poblaciones. Fenómenos como el desvío de recursos naturales de los países periféricos hacia los países más industrializados y la enajenación de tierras de cultivo para la explotación y beneficios de terceros supone uno de los mayores saqueos de la naturaleza, del conocimiento y un ejercicio de concentración de la riqueza que pasa por encima del derecho a la alimentación. La tendencia a la monopolización y privatización del acervo genético por parte de las corporaciones que patentan y mercantilizan todas las gamas y variedades de alimentos del planeta captura un patrimonio biológico y cultural que debería estar protegido para garantizar un uso público. El pequeño productor asume estos patrones de consumo convirtiéndose en una pieza más de rentabilidad del sistema alimentario industrial y el Estado mira para otro lado.

Estos procesos de apropiación y desposesión de lo local desde lo global amplifican y concentran el poder y la riqueza, deteriorando y empobreciendo sus tejidos económicos y sociales. Esto hace que los beneficios económicos dominen la agenda y los impactos ambientales se subestimen. Se produce una ruptura de la relación entre sociedad y naturaleza mientras la producción alimentaria impone un crecimiento que ignora los límites sociales y ecológicos. 

Ante la pregunta de inicio sobre quién gana en este sistema alimentario, emerge una sola respuesta, nadie. Perdemos todos, incluso aquellos que creen ganar porque en un primer momento concentran riquezas de varios ceros, en realidad pierden al estar condenando a su propia descendencia a un tipo de consumo basado en calorías vacías, prioridades decididas en la bolsa y mayor incertidumbre social. Si bien la pobreza extrema y el nivel de hambrientos en el mundo se ha reducido de manera sustantiva, la alimentación de hoy está lejos de ser una solución factible. Saciarse no es comer.