Qué lejos parecen estar ya aquellos días de enero, en que comenzábamos a oír hablar de un virus. La dimensión que tiene el tiempo transcurrido para cada persona constituye una percepción arbitraria y subjetiva, pero la sensación de lejanía de aquellos días es sólida y profunda. Al principio, las noticias que llegaban sonaban exóticas, propias de un país al otro lado del mundo, con una cultura enigmática y desconocida. Paulatinamente la enfermedad se iba extendiendo, lo que provocó que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara el 30 de enero que estábamos frente a una “Emergencia Internacional” y la llamó COVID-19 y más tarde, el 11 de marzo, declaró el estado de pandemia. Habíamos asistido con incredulidad y sorpresa a su acercamiento paulatino, primero Italia, luego Canarias, la Rioja, Torrejón y, cuando nos dimos cuenta, estábamos rodeados y entonces empezamos a conocer directamente a personas que enfermaban.
Me puse a leer las revistas científicas internacionales, que ya estaban publicando artículos médicos en los que narraban las experiencias de China e Italia. Sumergirme en esas lecturas, recordando mis tiempos de médico en activo, me tranquilizaba, incluso me producía satisfacción conocer de primera mano las características clínicas de los pacientes, saber incidencias de los signos y síntomas, las complicaciones, el tratamiento utilizado y los desenlaces de la enfermedad. Me hizo sentirme médico cinco años después de la jubilación. Eran unos relatos apasionantes, no se conocía el origen de la enfermedad y a los 15 días ya se tenía la estructura genética del virus y se hacía pública para su estudio en todo el mundo. Se ignoraban los efectos en las personas y pocas semanas después se publicaban los resultados clínicos de los primeros centenares de pacientes afectados en China, mortalidad, factores de riesgo, etc.
Esas lecturas me sirvieron también para construirme un aislamiento individual dentro del confinamiento social en el que estábamos. Refugiarse en una burbuja aísla, pero también protege del exterior cuando solo llegan noticias de enfermos por millones y muertos por cientos de millares en todo el mundo. El recuento diario de víctimas te aplasta empujándote a meterte en algún escondite. Empezamos a añorar nuestras rutinas de antes, descubriendo en ellas el placer extraño de lo conocido, porque vivíamos distraídos con tantos privilegios conquistados que ya no reconocíamos la felicidad de los pequeños detalles cotidianos, sin darnos cuenta de lo extraordinario que había en aquellas rutinas. Empezaron a oírse voces agoreras: !……..se desvaneció como el humo el paradigma de nuestra civilización: somos los dueños de la creación, lo podemos todo y el mundo nos pertenece……“ o bien las de los profetas señalando el final del sistema capitalista con motivo de la pandemia.
Pero luego vino la realidad más inmediata y cercana, los amigos enfermos llamaban contándote su estado y de otros me enteraba al llamar yo para conocer cómo se encontraban. En las largas conversaciones telefónicas nos transmitíamos el miedo sin querer, pero también el alivio y el consuelo de hablar y contar qué sientes en esta situación. Imaginé como se podían sentir, el efecto que la enfermedad les provocaba en su cuerpo y en su alma. La enfermedad empequeñece al ser humano porque ya no gobierna en su ser, las sensaciones físicas te dominan y solo deseas que acaben. Si aparece el dolor, buscas un analgésico rápido y eficaz; si es el cansancio, solo quieres acostarte y dormir, pero luego puede aparecer el espanto de sentirse respirar con dificultad, sudando por el trabajo que cuesta meter el aire en los pulmones, cuando antes lo hacíamos sin darnos cuenta.
Se puede leer la ansiedad en los ojos que miran, y ellos ven en los tuyos la angustia del miedo a morir. Aprendemos lo vulnerables que somos y se instala en el presente de nuestras vidas la fragilidad, la conciencia de lo débil que era la vida anterior sana y despreocupada. La posibilidad de la muerte aparece ya como uno de los futuros posibles y no tiene nada que ver con la certeza previamente conocida de que a todo el mundo le llegará. Inesperadamente, un día mientras desayunaba, sonó el teléfono y una amiga me dijo: “…… estoy en Urgencias, me van a ingresar y como mi marido está en la UCI quiero pediros, si nos ocurriera algo a los dos, por favor, ayudad a nuestros hijos….”. El conocimiento del dolor ajeno te remueve el alma, surge del interior un movimiento emocional de proximidad hacia el otro, deseas acercarte a él y consolarle aunque solo sea para mitigar el sufrimiento.
Leí una vez que la compasión es el sentimiento más genuinamente humano y en estos días ha habido muchas pruebas de ello. Es inimaginable lo que el ser humano puede soportar en sufrimiento, parece que no vamos a poder aguantar y lo hacemos, creemos que va a acabar con nosotros y sobrevivimos. Siempre se ha contado que hay experiencias que cambian la vida de las personas. Se puede pasar por situaciones vitales extremas que dejan un poso en el interior y pueden condicionar el resto de las vidas, porque ya nada se valora igual que antes. La escala cambia y adquieren nueva importancia cuestiones que hasta entonces parecían intrascendentes y algunas de las que antes nos inquietaban ahora parecen nimias. Y puede ocurrir tanto a nivel individual, como colectivo cuando influye a un grupo social definido, del tipo que sea, nación, clase social, etc.
Hoy todos los humanos nos enfrentamos al mismo peligro, aunque en condiciones muy desiguales. Se habla mucho de las consecuencias sociales de la pandemia, los millones de puestos de trabajo perdidos, los planes económicos de las instituciones para paliar el empobrecimiento que va a venir y ya se empieza a documentar la onda de problemas mentales y de conducta que se avecina tras la pandemia. Pero también se han disparado las conductas solidarias y ha habido públicamente una gran empatía con las víctimas y con sus cuidadores, afianzando la sensación de unión sobre que la salud es un bien común en nuestra sociedad y que su mantenimiento precisa un sistema sanitario que atienda a todas las personas porque cualquiera puede ser el próximo enfermo.
A pesar de las enseñanzas obscenas que nos depara nuestro sistema político (con organizaciones políticas intentando apropiarse sin pudor de enfermos y fallecidos para culpabilizar al contrario), la experiencia de esta pandemia nos puede ayudar a ponernos en el lugar de los enfermos, (porque podríamos haber sido nosotros), y de los que van a sufrir penalidades sociales y económicas provocadas por la pandemia y por las desigualdades que ya existían. Las enfermedades infecciosas han sido siempre un ejemplo paradigmático de lo interrelacionada que está nuestra salud. Las campañas de vacunaciones infantiles se practican habitualmente con interés porque protegen a nuestros niños y se conciben como un bien social. El seguimiento masivo de las normas de distanciamiento social indica que la percepción que se tiene de la necesidad de no contagiarse para no contagiar a los otros ha calado profundamente y que se ha comprendido que en esto estamos todos juntos.
Nuestra empatía ha sido una herramienta poderosa en el arsenal de la salud pública, pero no podemos olvidar a las personas que carecen de recursos, dinero y poder para enfrentarse a la enfermedad y a sus consecuencias sociales y económicas. En el inmediato futuro no vamos a necesitar solo empatía para que la reconstrucción de la sociedad se produzca de manera más justa. Vamos a necesitar compasión, porque esta se extiende más allá de la empatía, no motiva nuestra acción porque nosotros temamos también ser afectados como los otros con la enfermedad y nos solidaricemos con ellos, sino que motiva la acción porque los fenómenos que observamos son injustos y no son dignos del mundo donde nos gustaría vivir. La compasión nos impulsa a comprender cómo se ha estructurado el mundo y a preguntarnos cómo se podría estructurar mejor, no por lo que nosotros podamos sufrir sino por lo que otros están sufriendo.
Este 11 de junio recibí una llamada de un compañero médico del hospital diciéndome que van a dar el alta a mi amigo tras 86 días en la UCI y minutos después la mujer, de la que hablé anteriormente, me escribe “le van a pasar a Planta ya, me voy corriendo al hospital”, siento un estremecimiento y se me saltan las lágrimas. ¡Qué bello es vivir!