Se dice de los clásicos que leerlos, releerlos, supone sumergirse una y otra vez en un diálogo personal con ellos, que tiene mucho de necesario, y desde luego fértil, y que se inserta, a su vez, en uno más amplio, colectivo, que no cesa de interpelarnos como un destino. En España, en toda ella, recordar a los Comuneros de Castilla, aun siendo de tan corta vida, supone una experiencia similar. Cierto que todavía tiene más significación si se hace con ocasión del quinto centenario del hecho dramático de la batalla de Villalar y de la inmediata decapitación de sus tres capitanes, Padilla, Bravo y Maldonado.
Creemos que el diálogo colectivo con aquellos hechos no ha cesado entre nosotros desde el mismo momento en que todo sucedió; y que existe una suerte de vernáculo de la libertad, entre la emoción y la razón, materializado y simbolizado en aquel movimiento, que se ha ido trasmitiendo de generación en generación, en su versión popular y en la intelectual, hasta llegar hasta hoy, 23 de abril de 2021.
Algunos restos de la represión que siguió a la derrota todavía se pueden contemplar en el paisaje urbano de Segovia, en forma de escudos rasurados a la puerta de las casas de alguno de aquellos hidalgos rebeldes que siguen en pie, sobre lo cual ha escrito Eduardo Martínez de Pisón (“Segovia. Evolución de un paisaje urbano”). Tocaba escarmiento, había que hacer cenizas la memoria comunera y salieron en tromba las plumas de los vencedores; los mejores y más brillantes escritores e intelectuales de la época se entregaron a la tarea: Antonio de Guevera, López de Villalobos, Pedro Mártir de Anglería, los cronistas Pedro Mexía, Alonso Santa Cruz, Juan Maldonado. Si bien, lo que no hicieron es banalizarlo, como luego tratarían de hacer los reaccionarios y tradicionalistas de XIX y el XX. Aquellos cronistas -apuntó Maravall- eran conscientes de la especial significación política del movimiento comunero, “empezando por Juan de Maldonado que no dudó en emplear la palabra ”democracia“ para caracterizar algunos aspectos de la revuelta”, con ánimo estigmatizante. En el siglo XVII los cronistas siguieron cubriendo de descalificativos a los que tachaban de puros insurrectos, así Prudencio de Sandoval o Diego de Colmenares, en Segovia, quien quiso construir un relato exculpatorio para su querida ciudad haciéndola pasar, retrospectivamente, por sumisa y obediente, tipificando a los alborotadores locales de un siglo antes como “foráneos” indeseables, tumores exógenos a extirpar.
Pudiera pensarse que el olvido y la indiferencia se cernió sobre la memoria de los Comuneros hasta que, a finales del XVIII y principios del XIX, con el romanticismo liberal se rehabilitó su recuerdo en forma de mito. Pero creemos que no fue así y que se mantuvo siempre una suerte de fuego sagrado del legado comunero, que no dejó de existir un constante rescoldo, o, como dice el poema de Luis López Álvarez cantado por el Nuevo Mester de Jugaría, que “si los pinares ardieron, aún nos queda el encinar”. Siendo esos encinares resistentes, a los que invoca el “Canto de Esperanza” (que es como se conoce a aquella canción) una buena metáfora de la persistencia de un latido.
Maravall llama la atención sobre un testimonio de ello que se produjo cincuenta años después de Villalar, las “Relaciones de los Pueblos de España”. En 1578 se reciben las respuestas de setecientas trece poblaciones de España al interrogatorio de cuarenta y nueve preguntas que había proyectado Páez de Castro, por orden de Felipe II, con el objeto de formar una Historia General de España. Las preguntas eran de muy variado contenido: geológico, geográfico, topográfico, demográfico, social, sanitario, educativo, jurídico, administrativo, económico. Se conservan los siete volúmenes en la Biblioteca del Escorial. A nuestros efectos, esos documentos “nos hablan de la relevancia del conflicto, de su extensión geográfica, social y su carácter político, que quedo fijada en la imagen, en el recuerdo de los años posteriores”.
Pero sabemos de un testimonio también muy significativo, de siglo y medio después, de la mano de Ernest Lluch, que da una idea de esa continuidad en la memoria, y de su trascendencia fuera de lo que era el territorio de la Corona de Castilla. Ernest Lluch fue asesinado por ETA el 22 de noviembre del año 2000; al día siguiente estaba prevista la presentación de su última obra, en una librería de Zaragoza; se titulaba “Aragonesismo austracista (1734-1742)” y consistía en la recuperación de los escritos de un ilustrado exiliado aragonés de la primera mitad del siglo XVIII, Juan Amor de Soria, un personaje de mucho interés. En dichos escritos analizaba aquel ilustrado los malestares de la historia de España del siglo y medio precedente, las turbulencias de Aragón en 1592, las de Cataluña en 1640, la Guerra de la Secesión, 1701-1714. En su interpretación de la historia “todos los caminos llevaban a Villalar” como señala Miguel Martínez en su reciente libro (“Comuneros. El rayo y la semilla. (1520-1521)”) . Amor de Soria resaltaba cómo fue Castilla la primera en sufrir la pérdida de sus leyes fundamentales, y cómo la Corona de Aragón guardó silencio, ante ello, sin saber ver el peligro que se cernía sobre sus reinos y principado.
Será sesenta años después cuando tengan lugar los primeros hitos reconocidos, de manera general, como rehabilitadores de la memoria de los Comuneros. Joseph Pérez refiere, en este sentido, la “Oda a Juan de Padilla” de nuestro poeta Quintana, cuya publicación la Inquisición trató de prohibir, y que sólo saldría a la imprenta en 1813 incluida en sus “Poesías patrióticas”. Un año antes, en el Cádiz asediado por los franceses, Martínez de la Rosa, estrenó “La Viuda de Padilla”. Desde luego, esa ciudad, ese momento y ese espíritu son determinantes para la construcción del mito político. El catedrático de Historia del Derecho Tomás y Valiente, asesinado por ETA el 14 de febrero de 1996, nos recordaba como Cádiz era una ciudad dotada de una nutrida burguesía mercantil, residían en ella importantes colonias de comerciantes extranjeros y por ella entraban en España hombres libres e ideas liberales. Ese ambiente gaditano era propicio para unas Cortes liberales constituyentes. Y en ese ambiente, y con esa misión, sucedió que en la tribuna de oradores se hiciera constante recuerdo de los Comuneros, en boca de próceres liberales como Martínez de la Rosa, el Conde de Toreno, Agustín Argüelles y, sobre todo, Martínez Marina, quien elaboró una monumental y erudita “Teoría de las Cortes”, y a quien se tiene por padre de la Historia del Derecho en España. Su pretensión era convencer de que lo que se iba a hacer con la Constitución de 1812 era codificar la Constitución tradicional española, porque, en realidad, en palabras de Joseph Pérez, España ya poseía históricamente su doctrina y su práctica del poder representativo, siendo las viejas Cortes la primera manifestación de un régimen parlamentario. España, desde este punto de vista no tenía nada que envidiar a Francia y a Inglaterra; y era inútil ir a buscar modelos en el extranjero, bastaba con estudiar con atención la historia nacional; ahí estaban los Comuneros.
Pero parece ser que no fue el de Cádiz, en 1811-12, el primer proceso constituyente en el que se tomó como inspiración el pensamiento y programa comunero, puesto que el catedrático de Derecho Político Nicolás Pérez Serrano, vendría a descubrirnos, ya en el siglo XX, que en la Convención de Filadelfia, en el proceso constituyente de los Estados Unidos, se evoco a la ley Perpetua de Ávila, a la que denominaron “Constitución de Ávila”, esa suerte de proto-constitución elaborada durante el mes de agosto de 1520 por la primera asamblea de ciudades comuneras, convocadas en aquella ciudad bajo el impulso de Toledo.
En todo caso, los Comuneros se convierten en un símbolo político del Estado Liberal de Derecho que nace en Cádiz, con todo el sentido para que así fuera, como vendrían a explicar un siglo y medio después el constitucionalista alemán Rudolf Smend, y entre nosotros, Manuel García Pelayo, al estudiar la función integradora de los símbolos políticos. Los símbolos políticos actúan como cláusulas de reconocimiento, simbólicas y de valores fundamentales, cumpliendo una función integradora, en cuanto que materializan la vigencia de determinados valores históricos o acontecimientos especialmente representativos que expresan gráficamente el significado más profundo de la política de un país. Un aspecto fundamental de los símbolos políticos es que pueden ser vividos personalmente tal y como yo los entiendo, sin la tensión y el rechazo que necesariamente producen fórmulas y reglamentaciones; y además son vividos con plena intensidad, de un modo que no se consigue lograr de cualquier otra forma. En el caso que nos ocupa, este símbolo cumple la función integradora en relación con Castilla en el conjunto de la fraternidad de los pueblos de España. En su imaginario reside la semilla que acabaría dando lugar a la propuesta de añadir el color morado de los Comuneros de Castilla al rojo y gualda de la bandera nacional republicana, cuando lo cierto es que el color histórico de aquellos era el carmesí , que ya estaba integrado en la bandera bicolor. Será esa integración simbólica armonizadora de Castilla una cuestión consustancial a nuestra problemática constituyente y constitucional, y es en ese sentido en el que habrán de entenderse, por ejemplo, las propuestas de Anselmo Carretero, trasunto simbólico de la racionalidad del artículo 2 de la Constitución.
Dos ideas más para terminar. En primer lugar, esbozar la apuntada por Maravall, de un manera más contundente, y por otros autores de forma más matizada, según la cual, la derrota de Villalar no permitió que Castilla siguiera una evolución conforme a la línea moderna del modelo inglés -tal vez en aquel momento más homogéneo con los antecedentes castellanos- , y dio lugar a que se desarrollaran ciertos aspectos del también, en otra línea, moderno absolutismo de la realeza, cuya maduración se alcanzaría en el siglo XVII francés. El escenario contrafactual derivado de una victoria comunera (según Sánchez León, referido por Miguel Martínez) sería un poder del rey “limitado no solo por unas Cortes reforzadas sino sobre todo por un modelo de representación corporativa de la sociedad política que hubiera devuelto a artesanos y campesinos un espacio de toma de decisiones sobre la distribución de los recursos comunitarios”.
Dicho todo lo cual, terminemos con un cambio de tercio, que nos coloca en una perspectiva sorprendentemente distinta, de la mano del Manuel Azaña estudioso de las claves del movimiento comunero, reconocido por algunos como el más sagaz y profundo en su análisis de estos hechos. Decía así: “El acento que domina en la revolución de las comunidades es lo menos romántico posible. Todo en sus documentos respira sensatez, cordura, aplomo: contienen planes de buen gobierno, reformas en la administración y no están exentos de pesadez legalista”.