El 8M de este año se celebra en medio de una crisis demoledora y provocada por un virus que también distingue entre mujeres y hombres, en contra de lo que, a primera vista, pudiera parecer. Como dice la profesora de la London School of Economics Clare Wenham, es imprescindible distinguir entre las personas infectadas y las afectadas por la pandemia. La tasa de mortalidad es más elevada entre los hombres, pero la mayor probabilidad de sufrir sus peores consecuencias económicas y sociales la tienen las mujeres, tal y como ya se está empezando a comprobar.
Es bien sabido que las mujeres ocupan los puestos de trabajo menos remunerados y más precarios e inseguros y que están desempleadas o se consideran estadísticamente “inactivas” en mucha mayor proporción que los hombres. Las mujeres, por tanto, disponen de menos ingresos, pueden ahorran menos y, además, suelen tener peor acceso a la protección social, de modo que son más vulnerables en situaciones de crisis. En la causada por la Covid-19 se ven todavía más y peor afectadas porque ocupan en mayor proporción los trabajos, remunerados o no, más sacrificados y que han sufrido una mayor intensificación horaria, por no decir explotación, los sanitarios y los de cuidados. Y, por si eso fuese poco, miles de mujeres han tenido que convivir aún más estrechamente con sus parejas violentas durante el confinamiento, agravándose el “problema de salud mundial de proporciones epidémicas”, en palabras de directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Margaret Chan, que sufren cada año las 770 millones de mujeres agredidas por su parejas y exparejas en el planeta.
La pandemia, por tanto, está suponiendo un empeoramiento tremendo de las condiciones de vida de millones de mujeres en todo el mundo y provocará retrocesos históricos en los grandes problemas centrales que, ya con grandes dificultades, se venían planteando en la agenda feminista: brecha salarial, conciliación familiar, violencia de género, pornografía, abuso sexual, mercantilización y venta o alquiler del cuerpo de las mujeres... entre otras expresiones de discriminación y explotación.
Por todo ello sorprende y decepciona que el 8M se conmemore en medio de debates que abordan cuestiones no diremos que sin importancia pero sí realmente periféricas o secundarias y que, además, se desarrollan con formas y expresiones excluyentes, por no decir que -demasiadas veces- totalitarias. Sería fundamental que el debate feminista se centre en los problemas que realmente tienen que ver con la discriminación, la desigualdad, la pobreza o la exclusión que sufren la mayoría de las mujeres del mundo; que no pasen a segundo plano el de las estrategias e instrumentos de los que depende que la agenda feminista pueda salir adelante.
Eso está ocurriendo, por ejemplo, con un asunto que quisiéramos subrayar en este artículo y que nos parece que sigue sin tener la centralidad que merece, pues condiciona el éxito y la eficacia de cualquier otra política encaminada a conseguir la igualdad y el fin de la discriminación de género.
Nos referimos a los escasos avances que se producen en la relación de las mujeres con el sistema de comunicación social.
Los últimos informes sobre la situación, como el Global Media Monitoring Project de 2015, siguen mostrando la enorme desigualdad que se produce en este campo. Algo fundamental porque de ahí se deriva, por un lado, que la narración de lo que ocurre en la sociedad siga reproduciendo sin cesar los estereotipos que justifican la discriminación entre mujeres y hombres; y, por otro, que los instrumentos con los que percibimos e interpretamos lo que ocurre a nuestro alrededor permanezcan sesgados por prejuicios e intereses patriarcales.
Unas pocas cifras como ejemplo muestran la realidad inapelable:
- Solo el 24% (28% en España) de los sujetos de las noticas de los medios son mujeres. Un porcentaje que es aún más bajo (16%) cuando se trata de noticias relativas a política y gobierno.
- Las mujeres solo son consultadas como expertas en el 19% del tiempo dedicado a ello.
- Solo el 37% de las noticias o relatos son reportadas por mujeres. Algo muy relevante porque, cuando eso ocurre, el 14% de sus noticias o relatos se enfocan centralmente en las mujeres, frente al 9% cuando lo hacen los hombres.
- Al igual que ocurre en otros sectores, aunque las mujeres son mayoría desde hace tiempo en la profesión, a medida que se asciende en las categorías profesionales disminuye su presencia. Así, solo el 27% de los ejecutivos de medios de comunicación de todo el mundo son mujeres. Prácticamente, el mismo porcentaje de los periódicos impresos que en 2020 contaban con una mujer como directora en España (26,6%). En nuestro país, dos de cada tres mujeres periodistas denunciaban en 2020 obstáculos para ascender en su trabajo, según un estudio de la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información.
- Todos los análisis muestran que las referencias a las mujeres en los relatos, noticias o informes de los medios suelen referirse a ellas a través de atributos superficiales (apariencias, vestido...) que no se utilizan con los hombres que, por el contrario, se suelen destacar por sus connotaciones más poderosas (profesión, habilidades...).
La situación de las mujeres en el sistema de comunicación que reflejan estos datos no solo implica una discriminación injusta o formal. Significa, como hemos adelantado antes, que el relato que se difunde en la sociedad para que la gente conozca lo que pasa, las claves para poder interpretar la realidad, los instrumentos del saber que capacitan para identificar unos problemas u otros y para optar entre las diferentes soluciones posibles, entre otras cosas, están claramente sesgados.
La insuficiente y desigual presencia de las mujeres en el sistema de comunicación social impide, en resumidas cuentas, que el conjunto de los seres humanos nos podamos hacer una idea real de lo que sucede a nuestro alrededor. O, lo que es lo mismo, que no podamos ser realmente libres. Discriminar a las mujeres a la hora de construir el relato que nos informa de lo que ocurre y nos permite ser conscientes de nuestros verdaderos intereses, nos esclaviza a todos y a todas por igual, a las mujeres -por supuesto y principalmente- y a los hombres, porque nos convierte en los seres ciegos de los que hablaba Saramago: los que, viendo, no ven.
Es de este tipo de asuntos de los que deberíamos estar discutiendo porque, mientras que los seres humanos y en particular las mujeres, no dispongamos de una capacidad efectiva para percibir con nitidez lo que nos rodea y para dejar a un lado los prejuicios y estereotipos sobre los que se basa la dominación de unos sobre otros y, en especial, sobre otras, no será posible que ningún otro debate feminista pueda convertirse en un auténtico instrumento liberador. Sin poder comunicar y comunicarse en libertad las mujeres seguirán en “la entraña misma del universo masculino”, como escribió Simone de Beauvoir en “El segundo sexo”.
Cambiar la relación de las mujeres con los medios es, pues, imprescindible y, por supuesto, perfectamente posible. Los grandes retos a los que nuestro planeta va a tener que enfrentarse en los próximos años solo podrán resolverse con éxito si la humanidad asume que la igualdad de derechos y la no discriminación entre mujeres y hombres es el punto de partida y si se asumen como principios de la acción humana los del afecto, la cercanía, la cooperación, la sostenibilidad y el cuidado. Es decir, si de una vez por todas entendemos que el universo auténtico de la vida no es el masculino, sino el “contrauniverso” -de nuevo Beauvoir- de las mujeres: el del oikos, lo doméstico, y no el de la mercancía. Algo que solo se puede asumir generalizadamente feminizando el relato sobre los seres humanos que se propaga en el sistema de comunicación.
Lograrlo no es ninguna utopía. Se han dado multitud de experiencias que han permitido, incluso en poco tiempo, feminizar la comunicación y generar otros relatos e imaginarios sociales en medios y redes y se conoce bien el camino que habría que seguir para ponerlas en marcha.
Con voluntad política, los medios públicos podrían servir de motor y referencia en España, y el movimiento feminista debería seguir siendo el impulsor y catalizador de esos cambios, centrándose en lo esencial y empatizando con la sociedad en su conjunto.