“Si me das a elegir entre tú y la riqueza con esa grandeza que lleva consigo, ay amor, me quedo contigo”
Los Chunguitos – Me quedo contigo
En las negociaciones –es un decir– entre España y Catalunya hay dos extremos de los que parecemos no salir.
Por una parte, aceptar que existe el derecho de autodeterminación y, en consecuencia, convocar un referéndum para preguntar a los catalanes si quieren quedarse en España. Y luego ver qué se hace con el resultado, especialmente si el resultado es irse. Esta opción tiene sus variantes: si votan sólo los catalanes o todos los españoles, si tiene que haber un mínimo de votantes, por qué margen tiene que ganar una opción sobre la otra (especialmente si implica ruptura), etc. Pero, en el fondo, se trata de un único tema: aceptado el referéndum, cuáles son las condiciones de celebrarlo y de interpretación de su resultado. Es lo que se ha hecho en Canadá para el caso de Quebec, o en el Reino Unido con el caso de Escocia.
Por otra parte, no aceptar que existe el derecho de autodeterminación, que la Constitución no permite según qué preguntas y mucho menos qué libertades, que los territorios deben ser solidarios entre ellos sin condiciones ni dudas sobre los sistemas de solidaridad interterritorial, que el artículo 2 de la misma Constitución debe respetarse sobre todo hasta la segunda coma pero lo que viene más allá es un añadido sin demasiada importancia, que Carlos III fue el mejor alcalde de Madrid porque de eso se trata, en definitiva, cuando hablamos de y desde la corte española.
Existe, se supone, una tercera vía, la normalmente referida vía federalista y defendida por aquellos que se sitúan en un punto equidistante entre la vía del referéndum y la vía del nada de nada. El federalismo supone un pacto entre todas las partes, a saber, el estado federal y el estado federado. Cuando una de las partes se siente agraviada, lo normal por parte de la federación es analizar y, si procede, aceptar que existe un cierto agravio o dejadez del Estado –administrativo, fiscal, cultural, identitario, etc.– con respecto al estado federado y ver cómo se resuelve.
En la vía federalista –y, por construcción, plurinacional–, la solución pasa por identificar los puntos calientes del desencuentro y pactar políticas públicas para deshacer los desequilibrios percibidos: transferir más competencias al gobierno federado (aquí, autonómico), recalcular la financiación descentralizada (o rehacer el modelo de financiación, en los casos más osados), acordar inversiones estatales en territorio o según intereses autonómicos, etc. Esta opción, a diferencia del caso del referéndum, no tiene condiciones: se pactan estos desarrollos políticos y se confía en que cada una de las partes cumpla.
No ha sido este el caso español. Como no existe tal federación, los pactos no son vinculantes. A lo sumo se pedirá a los diputados (mal llamados) nacionalistas el apoyar un pacto de investidura o de gobierno, y al gobierno central cumplir con lo pactado.
Si el estado español quisiese ir virando hacia un modelo federal, como algunos partidos de centro e izquierda han ido proclamando para “parar el reto secesionista” a la vez que “reconocer el factor plurinacional” de España, habría que ligar compromisos de los federados con compromisos del estado federal. Lo que en otros países realmente federales serían las condiciones de quedarse en la federación.
Una federación es una suerte de contrato entre unos y otros. En el caso español, cabría esperar de un movimiento pro-federalista que partiese de la elaboración de dicho contrato, algo que transciende la Constitución “que nos dimos entre todos” y que no es, en absoluto, de corte federal.
Para poder transitar de un marco centralista a otro federal el punto de partida más obvio sería el statu quo: a saber, que España es la que es hoy y ahora el modelo confederal que algunas ramas del federalismo proponen es el opuesto. El punto de partida no es la confederación, sino estados independientes que deciden unirse en ese nuevo estado confederal.
En este punto, cabría los impulsores de una España federal real iniciarían el redactado del acuerdo marco de la federación. Se evaluarían las necesidades y aspiraciones de los estados federados –en materia de administración, fiscalidad, cultura, identidad, etc. –y se pactarían los prescriptivos acuerdos el Estado federal y los estados federados. Estos acuerdos irían ligados a una temporalidad determinada, al final de la cual un comité independiente auditaría el alcance de su cumplimiento.
A diferencia, no obstante, de lo que ocurre habitualmente entre el Estado español y las autonomías, el incumplimiento de los acuerdos sí tendría consecuencias y daría no solamente legitimidad, sino también plena legalidad a un referéndum de autodeterminación de forma automática y de carácter vinculante.
Quien pide un estado federal para España no puede pedir menos que esto. Que el estado se comprometa en el sentido más literal de la palabra a tener en consideración las reivindicaciones de sus territorios federados. A su vez, que éstos se comprometan a dar estabilidad política y social al conjunto del estado. De romperse el pacto, el problema se resolvería votando, pero sin regateos: habiéndose acordado su posibilidad y su modalidad.
Cabría ver qué recepción tendría este modelo entre el movimiento independentista catalán (o vasco). Por ahora no lo sabemos, dado que nadie ha hecho una propuesta de este tipo –probablemente porque, federalista, no hay federación: se hace federalismo al federar.