La crisis del coronavirus ha tenido efectos devastadores para las familias más vulnerables. Prácticamente 800.000 personas podrían haber caído en la pobreza severa en España desde el inicio de la pandemia, situando la cifra total de personas que viven con menos de 16 euros al día por encima de los cinco millones, o lo que es lo mismo, una de cada diez personas. Un tsunami en toda regla.
Tal y como exponemos en nuestro último informe, “Superar la pandemia y reducir la desigualdad”, el impacto desigual que la crisis ha tenido en diferentes grupos de la población comportará, además, el incremento más grave de la desigualdad en la última década, haciendo añicos las mejoras logradas en los últimos años, y devolviéndonos a los alarmantes niveles de desigualdad alcanzados en la crisis económica precedente. Durante estos meses, la pérdida de renta que han sufrido los hogares más pobres ha sido hasta siete veces más elevada, en términos relativos, que la que han padecido los hogares más ricos. Esta misma tendencia se observa también a nivel global: mientras las mil fortunas más grandes del planeta han recuperado, en solo nueve meses, las pérdidas que sufrieron al inicio de la pandemia, los 200 millones de personas que podrían haber caído en la pobreza en todo el mundo como consecuencia de la crisis podrían tardar hasta 10 años en recuperarse. La misma historia de siempre: las familias más vulnerables sufren injustamente no sólo el impacto más duro, sino también el más duradero.
Este impacto desigual, que en España se ceba principalmente con las mujeres, las personas jóvenes y las personas migrantes, es la consecuencia de un sistema económico tan inequitativo como insostenible. Las mujeres siguen copando sectores que, a pesar de que la crisis ha demostrado que son esenciales para el bienestar de la sociedad, continúan altamente precarizados. Las mujeres representan el 57% de las personas subempleadas, y el 73% de las personas que trabajan a tiempo parcial. La situación de las personas jóvenes es igualmente preocupante: hasta un 55% de las personas menores de 20 años podría encontrarse a finales del 2020 en la lista del paro. Por último, hasta un 57% de las personas inmigrantes podría estar en la actualidad en situación de pobreza. Todas estas cifras, para muchos quizás frías, conllevan una consecuencia inmoral: las personas con rostro, nombres y apellidos que esconden son las que más han sufrido la pérdida de empleo e ingresos, y las que han quedado expuestas a una mayor probabilidad de contagio y muerte. En ciudades como Barcelona o Madrid, la población que vive en barrios de renta baja han tenido al menos un 67% por ciento más de posibilidades de contagiarse de Covid-19 que las personas que viven en barrios de renta alta. Lejos de España, en Brasil, la población afrodescendiente ha sufrido una mortalidad un 40% superior a la de las personas blancas. La injusticia social cuesta vidas, y cada vida, conviene recordarlo, es una biografía.
Si el sistema económico productor de desigualdad fuera un par de agujas de punto, las medidas que en su día se adoptaron para hacer frente a la crisis del 2008, como los recortes en salud y educación, la anemia provocada al sistema de protección social, las bajadas de impuestos a los que más ganan o la devaluación salarial, serían los hilos con los que se ha ido tejiendo la alfombra roja sobre la que, en el 2020, hemos visto desfilar al coronavirus. Es fundamental que no repitamos los errores del pasado. De las crisis se puede salir con políticas justas y equitativas, que prioricen los derechos y el bienestar de las personas más vulnerables. En España, los ERTE han evitado que más de 700.000 caigan en situación de pobreza, y la adopción del Ingreso Mínimo Vital ha constituido un avance histórico, reclamado desde hace mucho tiempo por organizaciones como Oxfam Intermón, para asegurar una renta mínima para todas las personas. Sin embargo, el esfuerzo realizado no es suficiente. La implementación del Ingreso Mínimo Vital ha beneficiado, tan solo, a 160.000 personas de las 850.000 previstas, debido principalmente a deficiencias administrativas que deben solucionarse de forma urgente. Además, es imprescindible que se continúen impulsando medidas contra la precariedad laboral, por un empleo digno, y a favor de una política fiscal que asegure que los que más ganan son los que más impuestos pagan. Tanto Oxfam Intermón como las diferentes plataformas de la sociedad civil por una fiscalidad justa venimos exigiendo desde hace años, entre otras medidas, equiparar la tributación de las rentas del capital a la de las rentas del trabajo, gravar el patrimonio, acabar con las deducciones tributarias innecesarias a las grandes empresas y combatir con determinación el fraude fiscal. Los fondos procedentes de la Unión Europea, 140.000 millones de euros, deben servir para impulsar reformas estructurales hacia un sistema más justo y sostenible.
La historia de siempre, esa que cuenta que los platos rotos en las crisis los acaban pagando las mismas personas es, en realidad, una historia evitable. De las decisiones que el Gobierno tome en los próximos meses dependerá que esta vez, por fin, podamos construir otro relato.