Y de pronto, casi abruptamente, al modo kafkiano, nos hemos encontrado en medio de la distopía. La realidad es ya una pesadilla en la que vivimos atrapados. No hay puertas, solo muros y ventanas; las calles se dejan ver en su desnudez, vacías, como corredores de asfalto y silencio por donde serpentean el miedo y la sospecha. Vivimos acosados por un enemigo invisible del que solo vemos sus estragos. Y todos a una hemos retrocedido. Un ejército encubierto ha ganado el espacio y desde entonces vivimos agazapados, como si aquel adversario espantoso nos hubiese inmovilizado y confinado en un gueto. A la noche, en las noticias, el parte de guerra, el recuento de bajas, la contabilidad del dolor, y la inquietud de saber que todos entramos en el sorteo del destino.
Irrumpió la epidemia en un mundo bullicioso y confiado, y de pronto se hizo el silencio y sobrevino la quietud. Hacía poco hablábamos de la España vacía, de esos pueblos sumidos en un silencio de quimera y rostro desconchado cuyos habitantes habían viajado hacia una tierra prometida para hacinarse en las ciudades. Y así, hacinados y apilados, nos quería el virus para crecer y multiplicarse, para propagarse como una llamarada incontenible. Ahora son las calles de las ciudades las que han quedado vacías. Es toda España la que se vacía. Nos hemos recluido en el reducto del hogar, en el útero doméstico. Hemos abandonado las calles; nos hemos escondido en nuestras madrigueras, asustados, ante el poder destructor de la COVID-19. La cuarentena ha acallado las voces de la calle. Reina el silencio. Suena el toque de queda mientras el fantasma viral campa a sus anchas de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. De nuevo, es la mirada de Kafka que nos invita a descubrir que la realidad auténtica es irreal.
Sumidos en el espanto y el dolor, parece que algo en el tic-tac de la vida se hubiera suspendido para imponer una tregua, letargo de quietud y silencio para meditar sobre lo que acontece y sobre nuestro entorno.
Es el virus un huracán que asola la población. Muchos miles de personas sucumben, otros miles lloran las pérdidas, otros viven sumidos en la angustia. Es la humanidad entera la que sufre. Diríase que es ahora la propia naturaleza la que se revuelve contra nosotros, que tantos estragos venimos causando en ella. Hemos irrumpido como bárbaros en territorios sagrados para la vida, hemos descoyuntado su equilibrio, su armonía, estamos hiriendo de muerte el planeta. Nos comportamos como un virus destructivo, impío, y, sordos a toda advertencia, quebramos la salud de la naturaleza y comprometemos la vida y bienestar de las próximas generaciones con injustificable desdén.
Y ahora, esa naturaleza, a la que venimos emponzoñando, nos devuelve la moneda, y desde rincones secretos de sus entrañas nos avisa de que ella también sabe diezmar nuestra existencia, que somos frágiles y vulnerables, más de lo que creemos. Quiero pensar que la siempre sabia naturaleza nos está llamando a la introspección, a la reflexión sobre nuestra forma de vida.
Dicen algunos, que vencida la pandemia y pasado este Rubicón del pánico, no volveremos a ser los mismos, que habrá un antes y un después. Lamento, querido lector, ser pesimista. Somos de fácil e interesada desmemoria. Ha habido otras pandemias y no podemos decir que, pasadas aquellas, la humanidad haya sido mejor ni haya avanzado en valores esenciales. Volverá el bullicio ensordecedor, la cultura del consumo y el hedonismo desmedidos, el impúdico e impío afán de poder y riqueza, la indiferencia ante la injusticia y la desigualdad, la indolencia ante el cambio climático y sus perniciosas consecuencias en los ecosistemas. El letargo de la cuarentena, estos “ejercicios espirituales” a que nos invita la pandemia, nos ayudarán a defendernos del virus, pero no de nosotros mismos.