Ahora que de nuevo se intensifica la desvergonzada subasta de impuestos característica de todos los periodos electorales (y, en los últimos años, se diría que siempre estuviésemos en periodo electoral), tal vez no sea ocioso recordar cuatro ideas económicas sencillas:
Primera. Es verdad que la inflación puede suponer un significativo aumento de la recaudación, no necesariamente en la proporción exacta en que se incrementen los precios, dado que la propia inflación puede provocar una disminución de consumo y actividad económica. Pero ello no significa que la totalidad de la mayor recaudación se convierta en ingresos disponibles, habida cuenta de que el Estado es también un gran consumidor, acude al mercado de bienes y servicios como demandante, y la inflación, al tiempo que le permite aumentar la recaudación (sobre todo la procedente de impuestos vinculados al precio, como el IVA) le supone un mayor gasto.
Segunda. Sin duda existen multitud de gastos públicos superfluos que habría que suprimir. Hay gastos sin más indecentes que se deberían eliminar de inmediato, en particular los correspondientes a la pléyade de cargos de confianza sin función útil conocida que pueblan la fauna de todas las Administraciones Públicas y ciertas dietas injustificables y otras golosinas que responden a una nauseabunda e inveterada tradición de clientelismo pagado con recursos de toda la ciudadanía. Pero en su cuantía son una porción menos significativa de los presupuestos de lo que se imagina; más que por su cuantía han de indignarnos por la corrosión de la ética pública que entrañan y por suponer una vía de penetración constante de intereses privados en el sector público.
Por otra parte, la mala gestión del gasto público no solamente consiste en gastar en donde no se debe gastar. También en no gastar en donde sí se debe gastar. Es imprescindible un aumento muy significativo de gasto sanitario en nuestro país en todas las comunidades autónomas, también de gasto en educación y, desde luego, de inversión en transporte público. El estado de servicios como Cercanías de Renfe o el metro en la Comunidad de Madrid es calamitoso y la subida del precio de la electricidad no augura precisamente mejoría.
Si se afirma que es posible reducir gasto superfluo en las cuentas públicas no se está diciendo toda la verdad, salvo que se añada a continuación que resulta imprescindible aumentar, con toda probabilidad en mayor proporción, gastos necesarios en bienes y servicios básicos para la comunidad cuya calidad viene deteriorándose de modo trágico desde hace décadas.
Tercera. Si se acomete una reducción generalizada de impuestos en una coyuntura de galopante elevación de precios al tiempo que se emprende una agresiva política monetaria de contención de la inflación, como la histórica subida de tipos que acaba de decidir el Banco Central Europeo, hay que prepararse para tres sucesiones de pérdidas de ingresos públicos, no solo para una: la ocasionada por la reducción de tipos impositivos, la que se derivará de la depresión de la actividad económica y la que seguirá a la reversión de la inflación. Lo que no mejorará, sino todo lo contrario, si la inflación permanece y entramos en un periodo de estanflación, es decir, de estancamiento e inflación simultáneas.
Es algo que hace ya muchos años advirtió David Stockman, hasta 1985 director de la Oficina del Presupuesto en el Gobierno de Ronald Reagan, frente a la entusiasta promesa de una masiva reducción de impuestos. También entonces se hablaba del fabuloso florecimiento de la actividad económica que se generaría y de la multitud de gastos superfluos que cabía eliminar sin que el bienestar social se resintiera. También entonces la demagogia fue creída por millones de ciudadanos justamente indignados por el empeoramiento de sus condiciones de vida y la creciente corrupción del Estado. Pero el resultado fue una deuda colosal que hizo tambalearse toda la economía, mientras la asistencia social sufría recortes draconianos y, por supuesto, la corrupción del Estado incluso se agravaba.
Cuarta. Se sigue jugando en determinados medios de forma interesada con las nociones de presión fiscal y esfuerzo fiscal. Puesto que, comparándonos según la primera con los países de nuestro entorno, quedamos por debajo de la media, la invocará quien afirme que hay margen para subidas impositivas. Y como, por el contrario, estamos por encima si nos medimos por esfuerzo fiscal, se atendrá a este índice estadístico quien reclame bajadas de impuestos. No se extraen conclusiones de los datos, se buscan los datos que respalden las conclusiones de las que partimos.
Pero si queremos ser intelectualmente honestos, habremos de reparar en cómo se calculan ambas magnitudes.
La presión fiscal es el resultado de una fracción que tiene en el numerador el conjunto de ingresos fiscales, incluidas cotizaciones sociales, y en el denominador, el producto interior bruto. Es, por tanto, una magnitud muy útil para medir qué porción de la riqueza generada por una sociedad se destina a ingresos públicos, y el hecho de que históricamente nos hayamos encontrado por debajo de la media europea supone una clara manifestación de subdesarrollo nunca del todo superado, cuyas causas merece la pena diagnosticar. Ahora bien, por sí sola, la presión fiscal no nos dice si se gastan adecuadamente los recursos públicos, ni si está distribuida la carga fiscal con justicia, ni siquiera si la escasez de ingresos públicos procede mayormente de tipos impositivos bajos o de un gran volumen de fraude fiscal. Por lo que, para diseñar las políticas públicas de ingresos y gastos se precisa de mucha más información.
El esfuerzo fiscal fue un índice ideado por el economista Henry J. Frank, quien partía de un argumento incontestable: un mismo porcentaje impositivo requiere de esfuerzos económicos diferentes según el nivel de renta al que se aplique. Para una persona que gane mil euros al mes, un pago de IRPF del 10% exige un sacrificio casi insoportable porque necesita de la totalidad de sus ingresos para apenas sobrevivir. Quien gane medio millón podrá pagar un 10%, un 20% y hasta un 30% y aún le restará dinero para vivir cómodamente, para invertir y para ahorrar.
El problema es que la magnitud que se ideó calcula un mismo porcentaje de esfuerzo fiscal para toda la sociedad sin considerar, precisa y contradictoriamente, las diferencias de riqueza que en el seno de la sociedad se dan. Se divide la presión fiscal por la renta per cápita, lo que ofrece una cifra media para toda la población y da lugar así a un índice muy defectuoso de comparación entre economías distintas, porque ignora el diferente coste de la vida en primer lugar y, en segundo lugar y sobre todo, las desigualdades económicas. Es muy posible que en una economía subdesarrollada el reparto de la riqueza sea tan injusto que su población más acaudalada supere en fortuna a la más acaudalada de otra economía de mayor renta per cápita. Lo que nos indicará que no solo debemos mejorar los ingresos públicos sino también la progresividad del sistema.
Nuestro sistema tributario requiere de una reforma profunda y estructural. Con urgencia. Hace aguas por todas partes. Hay impuestos que bajar y otros que subir y, al margen de cuantías y tipos, habría que reformular las propias herramientas de la Hacienda Pública y las facultades de control del fraude. Debemos aspirar a un sistema infinitamente más sencillo, con pocos impuestos que graven de modo eficaz las manifestaciones básicas de riqueza. Inventarse un impuesto para cada gasto que se nos aparezca como necesario no es un buen camino. La actual hipertrofia legal y procedimental supone una carga abrumadora para los ciudadanos comunes, y una oportunidad de ahorro fiscal en cambio para grandes fortunas y empresas, que se sirven de la oscuridad de la ley como palanca para escabullirse del fisco.
No podemos seguir tolerando que los impuestos sean una vulgar baza electoral ni que se nos trate como a niños. En una democracia avanzada, la ciudadanía ha de poder decidir qué bienes y servicios debe garantizar la comunidad para toda la población (la Constitución establece unos mínimos: sanidad, educación, pensiones dignas, vivienda…) y cómo han de financiarse (la Constitución dice que por medio de un sistema tributario justo, inspirado en la igualdad y la progresividad y no confiscatorio). Y ése y no otro es el orden racional del debate.
Si se conquista nuestro voto con rebajas fiscales irresponsables y luego se nos exige que aceptemos el deterioro de derechos como irremediable, se nos habrá vuelto a defraudar. Una vez más.