La novela gráfica de Jacques Tardi La guerra de trincheras cierra sus últimas páginas con un gráfico y demoledor balance de lo que fue la Gran Guerra de 1914-1918: “Si todos los muertos franceses desfilasen el 14 de julio en fila de a cuatro, serían necesarios no menos de seis días y cinco noches para que el último de ellos nos mostrase su faz lívida”. Los estados contemporáneos inmersos en contiendas de dimensiones colosales –las mega masacres del siglo XX, en expresión de Eric Hobsbawm-, en las que el ingrediente patriótico fue un intenso elemento movilizador patrocinaron una monumentalidad conmemorativa posterior que sembró la geografía nacional de homenajes en bronce y mármol a los caídos en combate. Las plazas de cualquier municipio de Francia, por pequeño que sea, pueden dar cuenta de ello. Los “muertos por la Patria” eran “nuestros muertos” y, como tales, las esculturas que perpetuaban su sacrifico se constituyeron en monumentos cívicos. Cada nueva conflagración sumó a la placa del pedestal otras fechas y otros nombres: la resistencia, la deportación, las guerras coloniales, las víctimas de terrorismo nutrieron el listado honorífico. Aún hoy, son el lugar de congregación solemne para conmemorar efemérides que interpelan a toda la comunidad, sin distinción.
El franquismo nunca aspiró a semejante inclusividad. Los lugares de memoria de la dictadura fueron excluyentes por exaltadores de una única interpretación sacrificial: la del martirio religioso o la de la suprema entrega en acto de servicio a la mayor gloria de un estereotipado concepto de nación. Quien definió la guerra a la que abocó a España como una cruzada negó la condición de caídos a los infieles. La teoría de las dos ciudades aplicada al conflicto civil no dejaba lugar a la reconciliación. Los integrantes de la anti-España, a los que se consideró fuerza cipaya de una agresión extranjera debían quedar excluidos del homenaje de una patria que los repudiaba. La diferenciación eterna entre el bien y el mal se plasmó en aquellas efusiones de necrolatría que el régimen impulsó desde sus primeras horas. La oración por los caídos, compuesta por Rafael Sánchez Mazas, es una muestra paradigmática: “Señor, acoge con piedad en tu seno a los que mueren por España y consérvanos el santo orgullo de que solamente en nuestras filas se muera por España y de que solamente a nosotros honre el enemigo con sus mayores armas”.
Cuando en 1957 vio la luz el decreto-ley que instituyó la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos habían cambiado algunas cosas respecto al contexto internacional -las muestras públicas de estética fascistizante fueron abandonadas a partir de 1945 para evitar que, quizás, fueran incomprendidas en los países occidentales-, pero el espíritu debelador permaneció incólume. El texto de la disposición evocaba la voluntad fundacional de erigir “un magno monumento destinado a perpetuar la memoria de los Caídos en la Cruzada de Liberación, para honra de quienes dieron sus vidas por Dios y por la Patria y para ejemplo de las generaciones venideras”. Solo desde el acatamiento de la victoria inapelable, la sumisión a la realidad irreversible y la aceptación resignada de la perennidad del régimen del 18 de julio podía esperarse al otorgamiento de un “sentimiento de perdón que impone el mensaje evangélico”. En este sentido, el Valle podría ser “el Monumento a todos los Caídos, sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la Cruz”. Los muertos en combate por la República, si habían sido católicos, podrían alcanzar, quizás, la dicha de cierta indulgencia
A los dictadores frecuentemente les tentó la idea de pasar a la historia como grandes constructores. El führer alemán, uno de los primeros aliados de Franco, proyectó una nueva capital para su imperio, Germania, con la asesoría de Albert Speer. El generalísimo volcó sus afanes de arquitecto amateur en la construcción de un hipogeo monumental destinado, a la larga, a ser su tumba. Quería que sus paramentos estuviesen decorados, como si del palacio de Asurbanipal se tratase, de una interminable procesión de mártires. La maqueta de Germania quedó sepultada entre las ruinas de la Alemania real. Cuelgamuros, sin embargo, sobrevivió a su fundador. Una vez concluido, el mausoleo debía llenarse de reliquias. El 23 de mayo de 1958, el ministro de la Gobernación, Camilo Alonso Vega, dirigió una circular a los alcaldes de todos los municipios de España ordenando el envío de “una relación comprensiva de los enterramientos colectivos que existieren en ese término municipal, de caídos en los frentes de batalla o sacrificados por la Patria”. El objetivo era que aquellos cuyos nombres campeaban en las placas de iglesias y casas consistoriales, precedidos por José Antonio Primo de Rivera, tuvieran el día del juicio final la oportunidad de responder ¡presente! desde un puesto de guardia al lado del Caudillo. Pero, en algunos lugares, la disposición tuvo efectos inesperados. La web Todos los nombres recoge el caso de Torre Alháquime, un pequeño pueblo de la sierra de Cádiz en que el alcalde, en su relación de enterramientos existentes en el término municipal remitida al Gobierno Civil, consignó la existencia de no menos de veinticinco cuerpos en la fosa común del cementerio y de siete en distintos parajes de los alrededores. En total, ocho fosas para un término municipal con una extensión inferior a los dieciocho kilómetros cuadrados. Junto al de Torre Alháquime, otra media docena de regidores de la provincia interpretó erróneamente que la categoría “cuantos cayeron en nuestra Cruzada, sin distinción del campo en que combatieran” se refería a las víctimas de la represión que tan intensa y eficientemente habían efectuado los sublevados en la comarca. Sabían de lo que hablaban, allí y en otros lugares. En 1942, el jefe de puesto de la Guardia Civil de Valdeverdeja (Toledo), pueblo tomado por los rebeldes el 30 de agosto de 1936, informó con peculiar sintaxis cuartelera a los instructores de la Causa General: “A la terminación de la guerra, varios individuos y mujeres que venían de zona roja al pueblo de residencia saliendo al paso de ellos varios vecinos de esta villa y considerados como personas de orden, dieron muerte a los mismos a un kilómetro de [la] localidad del Torrico”.
A falta de gloriosos caídos, hubo pueblos que pensaron cumplir con el cupo remitiendo restos mortales de rojos. Este hecho y la inhumación de víctimas de la represión franquista en un lugar que nunca pretendió ser un emblema de reconciliación pone de relieve el hecho de que en regiones enteras de España no hubo guerra civil, sino golpe triunfante y aniquilación del adversario. En aquellos territorios donde no hubo resistencia o el contragolpe fue rápidamente aplastado cayeron asesinadas casi 88.000 personas, el 67,5% del total de las víctimas de la represión franquista. No eran cadáveres de gloriosos caídos ni mártires por la fe, por Dios y por España: solo muertos anónimos. Como decía un chiste de humor negro de la época más negra de la dictadura, había caballeros mutilados y puñeteros cojos. Y allí donde no se encontraron caídos, fueron los ayuntamientos, en primer tiempo de saludo ante el requerimiento de los gobiernos civiles, los que empaquetaron a sus puñeteros muertos.
Ochenta y siete años, cuarenta y seis de ellos en democracia, se ha tardado en restituir el honor a aquellas personas. El lugar que ha sido durante todo este tiempo su tumba indeseable queda hoy al albur de lo que en un futuro pueda decidir una coalición de nostálgicos discretos y de admiradores entusiastas del franquismo. Cabe esperar poco de él como lugar de memoria compartida. Un estudioso de la historia del tiempo presente, Henri Rousso dijo que el debate intelectual en Francia sobre el régimen de Vichy es el síntoma de un pasado que no pasa. Cuelgamuros es la plasmación en granito de Guadarrama de eso mismo, pero con efectos políticos.