En España nos gusta presumir de tener la mayor esperanza de vida de Europa (83,9 años) y una de las más elevadas del mundo. Pero de lo que deberíamos hacer alarde no es sólo de vivir cada vez más, sino de hacerlo cada vez mejor. Y, para ello, hay una condición necesaria con la que no estamos cumpliendo; un sistema de dependencia que no deje a nadie fuera y garantice el derecho a la promoción de la autonomía personal y la atención de personas en situación de dependencia. Sorprendentemente, este reclamo brilla por su ausencia en esta campaña, primera después de una pandemia en la que el impacto más profundo lo recibió la población mayor.
Personas como Esperanza, que tiene 87 años y está sola en casa. Sus hijos trabajan y no están en disposición de hacerse cargo de sus cuidados. Superado el bache pandémico, Esperanza va a un centro de día público tres veces por semana. Fuera de eso no tiene compañía ni ayuda para realizar actividades cotidianas; es una persona dependiente que sólo recibe cuidados tres de cada siete días. El caso de Esperanza no es, ni mucho menos, un caso aislado. En España contamos con cerca de un millón y medio de personas en situación de dependencia reconocida. En 2019, casi un 50% de las personas mayores de 65 años que necesitaban ayuda para llevar a cabo sus cuidados personales o tareas domésticas, no la recibieron (EU-SILC), siendo este porcentaje mayor para hogares con menor renta.
Sin lugar a duda, la población dependiente crecerá en los próximos años. En la actualidad, un 20% de la población tiene más de 64 años y 2,86 millones de personas más de 79, cifra que se ha casi duplicado en 20 años. Además, con una de las tasas de natalidad más bajas de Europa (1,3 hijos por mujer), estamos muy alejados de la tasa de reemplazo generacional (2,1). Así pues, las estimaciones apuntan a que, en 2072, la mitad tendrá más de 64 años. Por ello, resulta ineludible, además de potencialmente rentable en términos electorales, priorizar lo que se ha venido considerando como la hermana pobre de nuestro sistema de protección social: la dependencia.
Enriquecerla es un camino que ya hemos emprendido. El hito de la aprobación de la Ley de Dependencia del 2006 promovió los servicios de atención a personas dependientes mediante prestaciones monetarias o en especie para facilitar el acceso a cuidados formales. Esta norma tuvo un impacto sustancial en el gasto para servicios de larga duración, duplicando su peso en el PIB en los últimos 20 años hasta llegar al 1%. Sin embargo, sigue siendo inferior al 1,4% que destina la OCDE, a pesar de que la legislatura que ahora termina el gobierno aumentó la financiación para dependencia hasta 3.522 millones de euros, alcanzando su máximo histórico.
Ponernos al nivel de nuestros vecinos es la condición primera para seguir en este camino, pero no es suficiente. Hay al menos tres acciones concretas, alcanzables en la próxima legislatura, que son ineludibles para garantizar un sistema que, además de ser financieramente sostenible, resulte en acceso universal y cuidados de calidad.
El primer paso debería ser coordinar la asistencia sanitaria y social. La tendencia en Europa es hacia la desvinculación entre servicios sanitarios y sociales, incluso cuando ambos intervienen en el proceso de valoración de la dependencia y en el sistema de cuidados. Esta rígida división dificulta la coordinación y es fuente de ineficiencias, como las que se producen con estancias prolongadas en hospitales a la espera de plazas en residencias, cuando el profesional sanitario de una residencia no puede acceder al historial clínico del paciente ni derivar a especialistas, o tantas otras que la pandemia hizo evidentes. Como muestra un estudio de 2021, el sistema de dependencia previene cierto uso del sistema sanitario, actuando como moderador de las hospitalizaciones innecesarias y de la presión en atención primaria. Además, es potencialmente menos costoso y más eficiente en cuanto a cuidados personales.
Una vez dispongamos de un sistema más coordinado será el momento de aumentar el número de plazas en residencias públicas, mejorar las condiciones laborales de los profesionales, abogar por la medicalización y garantizar un sistema de control de calidad para la atención residencial. España es uno de los países de Europa con menor cobertura (4,2 plazas por cada 100 personas mayores de 65 años). La pandemia sacó a la luz las deficiencias del sistema, así como la falta de transparencia: alta concentración de población en grandes residencias, ratios de atención elevados, escasa medicalización, precariedad de los profesionales —en un sector en el que, pese a su crecimiento y a la evidente demanda de mano de obra, se mantienen salarios un 25% inferiores al medio— y, por consiguiente, calidad insuficiente. En este sentido, deberían fijarse objetivos para que los controles de calidad (empezando por la de vida de los residentes) fuesen recurrentes, disminuir las ratios, contratar personal especializado y mejorar sus condiciones laborales, abogando por la medicalización de la atención residencial y, a este respecto, incrementando la coordinación sociosanitaria. En sintonía, debería ser una prioridad impulsar un catálogo de indicadores accesibles con la información mencionada.
Para completar el esfuerzo, por último, será necesario reducir el peso de las prestaciones a las personas en el ámbito familiar y desarrollar la atención domiciliaria formal y la atención basada en la comunidad. Tenemos un sistema que pone el acento en las prestaciones económicas frente a las prestaciones de servicios. En un contexto sociocultural con una fuerte orientación hacia la visión de los cuidados como responsabilidad familiar —especialmente de las mujeres que entre 45 y 64 años dedican de media 8 horas semanales más al cuidado de dependientes que los hombres (ECV)— resulta apremiante reducir el peso de las prestaciones a las personas cuidadoras en el ámbito familiar, optando por su complementariedad. Esto no sólo mejoraría la calidad de los cuidados mediante la profesionalización del sector, sino que, en un país en el que el doble de mujeres que de hombres deja de trabajar para cuidar de familiares dependientes y el 92,5% de las personas que trabajan a tiempo parcial para poder cuidar son mujeres (EPA), ayudaría a cerrar brechas de género en el mercado laboral. Cuando un familiar se encargue de los cuidados, sería igualmente necesario que dispusiera del apoyo suficiente con un plan de cuidados multidisciplinar y asistencia psicológica.
En el mundo resultante de todos estos esfuerzos, Esperanza y sus hijos podrán disponer de apoyo más que ocasional, quien lo preste tendrá garantías de que lo hace en buenas condiciones, y nosotros podremos presumir no sólo de los muchos años que vivimos en España, sino de lo dignamente que lo hacemos hasta el último de los días.