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Cultura para la paz. Cultura para la guerra

Secretaria de Cultura y Deportes de la CEF PSOE —

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La cultura es una herramienta para la paz, la convivencia, el diálogo y la democracia. Pero mal utilizada, también puede ser un arma arrojadiza que sirve para dilatar aquello que nos separa y ensanchar nuestras diferencias. 

España y los países de su entorno están cada vez más polarizados en términos políticos, según el estudio More in common. La polarización significa que al adversario ideológico no se le confronta ni con sosiego ni debatiendo ideas. Aunque la política es el arte de llegar a acuerdos, en un clima polarizado esto no es posible. Las opiniones distintas se desechan sin ser verdaderamente escuchadas y a los adversarios políticos no se les da ni la más mínima credibilidad o legitimidad. Esta peligrosa simplificación de la realidad socava la calidad de nuestra convivencia democrática.

En este contexto, la cultura es enarbolada por cada bando como una bandera. La polarización coincide con las llamadas “guerras culturales” que se dan entre dos formas de entender el mundo, asociadas respectivamente a las categorías tradicionales de izquierda y derecha. Unas luchas que tienen sus principales símbolos en el feminismo, el antirracismo, los derechos LGTBI, la Agenda 2030 y la lucha contra el cambio climático.

Alrededor de estos temas, los políticos -jaleados por la opinión pública-, llevamos un tiempo cavando unas trincheras cada vez más profundas.

Pero ahora la guerra real ha vuelto a Europa y esto debería hacernos reflexionar.

La invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin pone de manifiesto lo peligroso que puede ser atrincherarse en posiciones culturales inamovibles, y lo fácil que es pasar de la trinchera metafórica a la trinchera real. Porque, aunque en el nuevo orden mundial sigan primando lo económico y lo geoestratégico, no podemos ni debemos despreciar lo cultural, que también tiene una gran relevancia en la edificación de bloques.

De hecho, en la composición del mundo que representa e impone Vladímir Putin, la cultura tiene un papel crucial. Putin ansía preservar una cierta cultura tradicional rusa en el mundo, incluido el idioma, aniquilando otras formas culturales que no considera legítimas. El presidente ruso forma parte de uno de esos bandos de las antes mencionadas “guerras culturales”. Una facción que parece estar en contra de los valores contemporáneos y de progreso de Occidente, en concreto en contra de los derechos LGTBI y de la igualdad real entre hombres y mujeres. Estas posiciones ideológicas le han valido el cariño y la admiración de la ultraderecha europea, con quien comparte trinchera cultural.

También para la muralista e ilustradora ucraniana Daviduk la guerra se libra en términos culturales. Desde que comenzó la invasión, pasa las noches elaborando dibujos bélicos que sirven para decorar las calles ucranianas y elevar el espíritu de resistencia de la ciudadanía ante el enemigo. Daviduk exige en sus carteles la cancelación de la cultura rusa en Ucrania. “No debe de haber nada en ruso ni procedente de Rusia en nuestro país, por lo menos en un tiempo”, relata a El País. Ella no es la única creadora ucraniana que defiende la cancelación de la cultura rusa como arma de guerra.

Que la cultura es un arma política lo ha interiorizado a la perfección el presidente de Ucrania. El actor, guionista y productor Zelenski saca partido de las herramientas del teatro y el audiovisual, y consigue poner a la opinión pública mundial a favor de su causa. El líder ucraniano maneja con soltura la construcción del relato, la épica, la transmisión de emociones, el encuadre de la cámara o el mensaje de los gestos, el vestuario y la escenografía. Su oficina es un plató desde el que lanza al mundo mensajes políticos con las mejores herramientas del cine y del teatro.

Parte del éxito de Zelenski se explica en que el lenguaje artístico influye directamente en nuestras emociones. Por ello es también un alivio en momentos de angustia. Pero precisamente por lo mismo, puede ser utilizado como una potente arma política. Un arma que posibilita la construcción de un relato y de eso que se denomina, en política, la creación de un estado de ánimo colectivo. Unas herramientas de influencia en la opinión pública cuya potencia se multiplica en un momento en el que vivimos al albur del consumo masivo de información digital.

Nosotros, que no vivimos una guerra real, tenemos la responsabilidad de utilizar la cultura para la paz y de abandonar definitivamente las trincheras de las “guerras culturales”. El lenguaje artístico puede ser un arma que utilicemos desde la trinchera, pero también puede ser una herramienta de unión que apele a esas emociones que todos los seres humanos tenemos en común. Recordemos a diario que, como pasa entre rusos y ucranianos, hay más cosas que nos unen que las que nos separan. Vivimos momentos históricos que requieren unidad, y así nos lo recuerda constantemente el Presidente del Gobierno.

Empleemos el tiempo y la energía que dedicamos a construir trincheras para dotarnos de espacios de convivencia y puesta en común pausada. Antes de llegar al enfrentamiento físico, la cultura puede ser ese pegamento que conecte posiciones que a priori nos parecían irreconciliables. Así lo contaban a El País dos músicos de la Orquesta de Odesa que han tenido que dejar sus instrumentos y sustituirlos por armas: “La cultura será la única forma de reconciliación en el futuro. El lenguaje universal del arte será el vehículo para cicatrizar la brecha que en estos momentos está llena de alambres y espinos”. 

A través de la música, la literatura, la poesía, las artes visuales, el cine o el teatro, podemos ponernos en la piel del otro, comprender sus preocupaciones, sus miedos y su forma de ver el mundo. La cultura es una herramienta de convivencia, pero también puede ser un arma afilada para hacer la guerra. Tengamos cuidado con ahondar tanto en nuestras diferencias, porque la Historia nos demuestra, una y otra vez, que esto puede llevarnos a justificar una “guerra real”. 

La empatía que genera la cultura nos puede permitir salir de la trinchera, acercar nuestras posiciones y volver a coser todo aquello que se ha roto. Pongámonos a ello. No demos por hecha nuestra forma de vida, los derechos que hemos conseguido y nuestra democracia. Luchemos, pero buscando convencer al otro, acercándole a nuestras posiciones y trabajando para entender las suyas. Si no hacemos esto, pronto nos podemos ver atrapados en nuestras propias trincheras, metafóricas o reales.