La DANA no es una catástrofe natural
La esperanza de vida ha aumentado drásticamente en los últimos siglos, pasando de un promedio de 35 años en el siglo XVIII a duplicarse en la actualidad. Aunque este avance a veces se atribuye al desarrollo económico, el verdadero motor de cambio ha sido la inversión en servicios públicos, como la sanidad, la educación y el saneamiento.
Hoy en día, nadie interpreta una baja esperanza de vida como una “catástrofe natural” sino que se buscan explicaciones políticas, culturales y económicas. Lejos queda el oscurantismo medieval, cuando la mortalidad temprana se atribuía a castigos divinos o fuerzas sobrenaturales. Sin embargo, parece que esa mentalidad no ha desaparecido del todo, pues resurge al describir la DANA como una catástrofe natural inevitable.
Valencia ha sido golpeada por un fenómeno meteorológico que ha provocado lluvias torrenciales, cientos de muertes y un dolor incalculable. No obstante, su origen y sus consecuencias no son culpa de la naturaleza. Por un lado, este desastre es producto de un modelo económico basado en la especulación inmobiliaria y el turismo, que ha cubierto de cemento cauces, barrancos, llanuras inundables y áreas litorales, además de construir infraestructuras que bloquean el curso natural del agua. A esto se suma el progresivo aumento de la temperatura del mar Mediterráneo debido al cambio climático, que intensifica la energía y humedad necesarias para formar DANA cada vez más severas. Pelotazos inmobiliarios, toneladas de cemento, caos climático y lluvias torrenciales están íntimamente relacionados. Tres de cada diez viviendas afectadas por la DANA en Valencia se construyeron en zona inundable durante la burbuja.
Lo inquietante es que estas causas y sus terribles consecuencias llevan siendo denunciadas desde hace tiempo por la economía ecológica. En 2011, el economista José Manuel Naredo publicaba “El modelo inmobiliario español y su culminación en el caso valenciano”. En ese libro, Naredo explica que la expansión desmedida de áreas urbanizadas altera ecosistemas, destruye biodiversidad y conduce además a una grave sobreexplotación de recursos naturales, particularmente de suelo y agua. En Valencia, como en tantas otras comarcas del Estado español, se han impulsado ciclos de crecimiento especulativo que, además de provocar un alza de los precios del suelo y la vivienda, han llevado a la privatización de espacios comunes, afectando tanto al medio ambiente como a la cohesión social. De nuevo, nada que ver con un fenómeno meteorológico. Es interminable el listado de normativas urbanísticas flexibles y de recalificaciones de terrenos rústicos para fomentar el crecimiento económico por la vía más rápida sin tener en cuenta ninguna consecuencia. No solo se ha comprometido la calidad ambiental de la región, sino que se ha hipotecado su futuro, debilitando sus capacidades ecológicas y de adaptación frente a la crisis climática.
Más de una década después de estas advertencias, apenas hace una semana, Carlos Mazón negociaba el regreso de la Copa América de vela a Valencia y presentaba una reforma de la Ley Urbanística para ampliar la construcción en la costa y flexibilizar el uso del suelo no urbanizable.
Frente a sucesos como la DANA, toda acción preventiva es urgente y fundamental. Sin embargo, continuar con medidas paliativas en lugar de transformar el modelo, lejos de resolver el problema, lo intensifica a un ritmo descontrolado. Si frente a hechos tan evidentes los representantes públicos se resguardan en las “catástrofes naturales”, o bien ignoran las evidencias científicas o bien buscan priorizar los intereses de los propietarios del capital frente al bienestar de la mayoría. Lo hemos vivido con la pandemia de la COVID-19: un brote de enfermedades zoonóticas originado por la expansión y explotación capitalista de la naturaleza que hoy queda en la memoria como otro episodio de desastres inevitables.
Un virus responde a una lógica biológica de la misma manera que la DANA responde a factores meteorológicos, pero ambos pueden ser generados e intensificados por dinámicas económicas. En gran medida, eso es la crisis ecológica. No estamos frente a casos aislados, sino que forman parte de un patrón sistémico que una y otra vez ha sido señalado por la comunidad científica. Una de las consecuencias del cambio climático es que los episodios extremos se van a repetir con mayor frecuencia e intensidad, con lluvias torrenciales seguidas por inundaciones severas y con periodos de sequía y escasez cada vez más largos. Vamos a tener que adaptarnos a un clima plagado de constantes excepcionalidades.
Hay que elegir entre dos posibles caminos. Aparte de renovar los sistemas de previsión y los protocolos de prevención que permitan responder de forma más efectiva en el corto plazo a los desastres por venir, un camino es empujar la planificación sostenible y socialmente responsable de la economía y el territorio. Se trata de construir infraestructuras orientadas al bienestar social y ecológico, gestionadas bajo control público y comunitario, mientras se van desmantelando aquellas infraestructuras fósiles y público-privadas que nos encierran en una espiral de deterioro. El otro camino nos lleva hacia el abismo, perseverando en la especulación, la incompetencia política y el oscurantismo de épocas pasadas.
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