“Dejadnos hacer política con la cultura”
En 2008, un pequeño grupo de personas del sector cultural se manifestó delante del Teatre Kursaal de Manresa (Barcelona) durante la entrega de los Premis Nacionals de la Cultura de Catalunya. El entonces consejero de Cultura de la Generalitat, Joan Manuel Tresserras, hizo un gesto que dejó boquiabierto a todo el mundo. Acabada la ceremonia, bajó a hablar cara a cara con quienes le increpaban por elegir a dedo al director del Centro de Arte Santa Mónica, espacio ubicado al final de Las Ramblas de Barcelona.
Los manifestantes esgrimían que esos modos de hacer eran una forma de secuestrar el debate sobre la función pública de la cultura en la ciudad. El conseller aguantó estoicamente todas las interpelaciones y contestó una por una a todas las preguntas.
Dejando a un lado esa actitud sorprendente en un político, dispuesto a dar explicaciones de primera mano, lo relevante fue uno de sus argumentos clave. Para justificar su decisión, Tresserras fue directo a la rebaja de las políticas culturales. “Dejadnos hacer política”, dijo. O lo que es lo mismo, ¿acaso no es legítimo que el conseller de Cultura haga política con la cultura? Se supone que alguien designado para pensar e implementar políticas de lo considerado “cultural” debería poder hacer justo eso.
A su vez, el conseller reprochaba que no se ejerciera el mismo control sobre otros departamentos con competencias en el ámbito cultural de la ciudad. “A ellos sí les dejáis hacer política”. El argumento no era del todo malo: esos departamentos podían decidir quién dirigía un centro u otro sin que el sector cultural intercediera. A esos otros departamentos –creía Treserras– sí se les dejaba hacer política con la cultura.
La llamada “política cultural”
Un consejero de Cultura puede elegir a dedo al director de un centro cultural ya que es uno de sus instrumentos para materializar su idea de qué es la cultura. Ese era el mensaje. Se descartaba la posibilidad de convocar un concurso público para nombrar al nuevo director –una exigencia que el sector cultural creía haber conquistado– bajo el convencimiento de que la persona elegida era “la más indicada para liderar el proyecto”.
Esa es una de las bases de la política cultural: una persona autorizada tiene unos convencimientos de qué es y cómo se hace la cultura y actúa en consecuencia. Eso pensaba Joan Manuel Treserras. Eso mismo pensaba el ilustrado André Malraux hace medio siglo. Ambos creyeron que son necesarias personas como ellos para señalar qué cultura quiere la ciudadanía. Malraux dejó sus cargos tras el Mayo del 68, movimiento del que, por cierto, no fue especialmente simpatizante. Hoy, y en plena revolución democrática, la cultura institucional sigue pensándose como un recurso que debe ofrecer réditos políticos.
Un día después de la dimisión de Marçal Sintes, el escritor y periodista Vicenç Villatoro ha sido nombrado nuevo director del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Villatoro fue diputado de CiU en el Parlament de Catalunya entre 1999 y 2002. Director general de Promoción Cultural de la Generalitat entre 1997 y 2000. Y el Consell General del Consorci del CCCB, órgano presidido por la Diputació de Barcelona, ha elegido a Villatoro como el más indicado para prescribir la cultura de la ciudad.
Estas formas de entender la gestión de los equipamientos culturales se han sedimentando en las arquitecturas institucionales, incapaces de estar a la altura del momento que vivimos. Como señala Bani Brusadin, director del festival The Influencers y colaborador del CCCB, “la elección a dedo del director de una de las instituciones culturales con mayor presupuesto y legitimidad cultural de la ciudad es un escándalo. Pero lo escandaloso es también que esta elección no sea el capricho de un gobernante sino que forme parte de los estatutos legales de la institución y que en más de 20 años nadie haya dicho nada ni planteado alternativas”.
Una vez más, el tema no es si el dedo elige bien o mal, esto es poco menos que una consecuencia. El verdadero problema es no poder debatir sobre la función pública de la cultura o, como mínimo, revisar el carácter democrático de sus instituciones. El problema es que no podemos tener un debate político abierto sobre la función pública de la cultura institucional.
La cultura como derecho vs. la cultura como recurso
Como tantas otras instituciones culturales, el CCCB ilustra las complejas relaciones entre cultura y política. Por un lado hay un equipamiento que, cuando fue construido, no solo quería abrirse a las nuevas formas de entender la cultura popular, sino que a su vez se enmarcaba en un proyecto urbanístico para remodelar el Barrio del Raval. La cultura como derecho se topaba con la cultura como recurso. Es decir, la garantía de acceso universal a la producción cultural debía articularse con la construcción de un equipamiento que se usaba como pretexto para culminar fines políticos y económicos en un territorio.
Esto produce infinitas paradojas, puesto que –recalca de nuevo Bani Brusadin– “se hacen grandes esfuerzos en una institución como el CCCB para defender el acceso a la cultura a través de programas educativos, de centros de documentación y de ampliación de los temas tratados”.
Pero, a su vez, como señala Gala Pin, activista e impulsora de Guanyem Barcelona, “la cultura no puede estar enclaustrada en un museo que, además, nace de un proceso urbanístico que supone la expulsión de muchos vecinos de la zona. Hoy en día, el CCCB como institución es una muestra, en relación a su entorno, de la ciudad dual”.
Cristina Riera, gestora cultural que colabora con el CCCB, resume esta situación de manera nítida: “Creo que hemos sufrido años de defensa de la cultura más como recurso que como derecho, más como estrategia de desarrollo económico y territorial que centrado en facilitar espacios de desarrollo humano y social”.
No en vano, Barcelona ha sido todo un laboratorio a la hora de usar la cultura como instrumento para remodelar la ciudad y vender una identidad propia diferenciada en el mercado global. La centralidad de la cultura en las políticas de remodelación de la ciudad ha provocado –contradictoriamente– la degradación de la ciudad como espacio de producción cultural.
Paralelamente, la defensa de la cultura como derecho se ha ido reinventando en otros espacios. Gala Pin, que también ha participado activamente en el movimiento por la cultura libre, comenta que “ha habido una defensa y grandes movilizaciones por la cultura, ahora bien, éstas se han producido en relación a los nuevos modelos que nos permite Internet, y no en relación a la cultura institucional”. También, en equipamientos que fueron conquistados por el cuerpo vecinal y que arraigan su programación al territorio, como el Ateneu Nou Barris, espacio municipal de gestión ciudadana. En estas prácticas se materializan las vías que pueden servir de inspiración para otra manera de pensar y diseñar la gestión pública de la cultura.
La cultura siempre fue política. Pero cuando las políticas culturales empezaron a diseñarse para tener efectos directos en procesos políticos, urbanos y económicos, la cultura se convirtió en una esfera de alto voltaje político. El debate sobre la función pública de la cultura es irrenunciable porque, de hecho, ya está sobre la mesa, sobre el territorio y sobre los dedos de quienes señalan o deciden. El argumento para dejar de pensar que hay una manera neutra o normalizada de gestionar públicamente la cultura es el mismo que dio en su momento el conseller de Cultura Treserras pero, esta vez, formulado bajo la hegemonía cultural de este nuevo ciclo: dejadnos democratizar la cultura.