El anuncio de que ETA consumará el próximo 8 de abril su desarme unilateral e incondicional con la localización de los zulos en los que esconde su armamento es la decisión más trascendental desde que hace cinco años anunciara el “cese definitivo” de la violencia. El prolongado impasse de la organización terrorista no ha tenido otro objetivo que intentar involucrar en la operación a los gobiernos español y francés, en una especie de armisticio que otorgase cierto decoro a la evidencia de su derrota. Solo así se explica que una organización terrorista que decidió dejar las armas en octubre de 2011 haya tardado más de un lustro en anunciar su entrega. ¿Si no las iba a utilizar, para qué las necesitaba?
El Gobierno de Mariano Rajoy, que defiende a machamartillo la derrota policial de ETA, se ha negado desde entonces a aceptar una suerte de escenificación pactada del fin de la banda, y su homólogo galo ha refrendado sin fisuras las decisiones adoptadas desde Madrid. Así las cosas, la organización terrorista no tenía otra salida que prolongar sine die la situación de bloqueo, con riesgo de que fuese la propia policía la que incautara sus arsenales, o dar un paso al frente, como ha hecho. Una decisión a la que ha contribuido el Ejecutivo vasco, que, si en diciembre de 2014 se ofreció como dinamizador del proceso de desarme y recibió el desaire de la organización, ahora ha jugado un papel activo en el mismo. Las palabras del lehendakari Íñigo Urkullu, asegurando haber estado directamente informado de la iniciativa y haber colaborado en la misma dan cuenta de ello. La disposición de su gobierno a contribuir en el final ordenado de la banda es la constatación de su voluntad de implicarse en el paso definitivo que aún le queda por dar a ETA: el anuncio de su disolución.
El inmovilismo de Rajoy durante estos cinco años de ausencia de violencia se ha visto afianzado por relevantes operaciones policiales que se han saldado con la detención de los principales dirigentes de la banda (Izaskun Lesaka, David Pla, Iratxe Sorzabal y Mikel Irastorza, entre otros) y la incautación de importantes arsenales de armas (los últimos en octubre y diciembre de 2016 en Francia) cuando la organización terrorista preparaba la escenificación de su entrega. La última de estas operaciones, llevada a cabo el 16 de diciembre, concluyó con la detención de varios intermediarios civiles en quienes la banda había depositado el protagonismo de su desarme, uno de los cuales, Jean Noël Etcheverry, ha anunciado ahora la inminencia del mismo.
ETA tomó en 2011 la decisión de dejar las armas por simple necesidad estratégica y no guiada por una convicción de que la violencia era injustificable: diezmada por las fuerzas de seguridad en España y Francia, repudiada socialmente y presionada por amplios sectores de la izquierda abertzale, que habían llegado al convencimiento de que la violencia ya no sumaba, sino que restaba en sus objetivos políticos. Las elecciones autonómicas, municipales y forales celebradas desde entonces han confirmado lo acertado del análisis y convertido a los abertzales en la segunda fuerza política vasca tras del PNV. Su negativa a dar nuevos pasos hacia su disolución era un lastre para su mundo, que muestra también resistencias internas a desprenderse totalmente de la hipoteca de ETA y a reconocer públicamente que matar estuvo mal.
El desarme ahora anunciado debe ser el paso previo a la esperada disolución de la organización terrorista que ponga así fin a más de medio siglo de violencia. Un paso que se antoja complicado, también de manera unilateral e incondicional. Lo previsible es que ETA no se disuelva hasta que haya resuelto el futuro de sus presos, que pasa por la aplicación de medidas penitenciarias que favorezcan su paulatina excarcelación en función de la gravedad de los delitos cometidos. El acercamiento a cárceles próximas al País Vasco, una medida que respaldan todas las fuerzas políticas vascas salvo el PP, que no se opone a ella, pero a la que antepone la disolución, sería un paso en esa dirección. Se trata de aplicar la ley con la inteligencia suficiente para conciliar el irrenunciable derecho de las víctimas a la justicia y el de los victimarios a la reinserción.