Antes y después de la pandemia: ciudad solidaria, creativa y participada

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Mucho se ha hablado en estos meses del extraño confinamiento de las grandes ciudades que, con su concentración de población, pudieran haber sido más proclives al contagio. Parece que sí, pero tanto esta, como tantas otras cuestiones relativas a esta trágica pandemia, habrán de analizarse con calma una vez que esta haya remitido.

La ciudad siempre ha sido un espacio de libertad, conquistado frente a los dominios de reyes y señores. La ciudad es espacio público, para todos, de ahí que la solidaridad, la creatividad y la participación, sean los tres grandes conceptos en que las ciudades han de basarse, y a partir de los cuales, a mi juicio, debe enfocarse su gestión. Así al menos lo intenté cuando fui alcaldesa de Madrid: reforzar la solidaridad, impulsar la creatividad y alentar/ desarrollar la participación.

En mi opinión estos tres conceptos tienen una importancia esencial tanto en la concepción misma de la ciudad como en su gestión. Son una definición de su esencia y a su vez se constituyen en los objetivos para lograr su desarrollo.

Si definimos la ética como aquella virtud que pretende que se actúe conforme exige la esencia de las cosas, puedo decir que estos tres principios son a su vez el diseño del  “deber ser” de la ciudad. Así ha sido antes, durante y a mi juicio, también de cara a un futuro, incluso inmediato -cuando sea aún limitado, más allá de la pandemia.

Solidaridad

La ciudad forzosamente tiene que ser en primer lugar solidaria. Esta solidaridad sin embargo desborda el más usual, pero acotado, concepto de solidaridad. No se trata solo del necesario ejercicio de la compasión y la empatía con los que más lo necesitan. La solidaridad a la que me refiero es además la solidaridad cívica.

La libertad ha de ser también de todos. No obstante, su ejercicio no puede ser de unos a costa de otros. Como bien se ha constatado en este caso extremo, de pandemia, la salud colectiva, de todos, puede reclamar que se adopten medidas que restrinjan la libertad individual. No cabe consentir la “libertad de contagiar”, que además conlleva la de ser contagiado.

Sin embargo, esta situación extrema que ha enfrentado la libertad individual al interés y libertad general no es nueva. Se viene dando en otros supuestos menos terribles, o cuya acción está menos concentrada en el tiempo, también en relación a la salud pública. La supuesta libertad de beber alcohol antes de conducir, la libertad de fumar en lugares cerrados o la también esgrimida, aunque no lo sea tan explícitamente, “libertad de contaminar”. Es esta, en su conflicto con el interés general, la que constituye el inmediato precedente a la pandemia, al tratarse asimismo de una cuestión de salubridad general.

No podemos olvidar que con anterioridad a la COVID-19 la ciudad padecía un  grave y creciente atentado contra la salud, consecuencia de la contaminación. Con manifestaciones distintas, puede considerarse otra “pandemia”. Los efectos de la contaminación pueden felizmente no  manifestarse con la virulencia y rapidez de la COVID-19. Ambas pandemias evidencian, sin embargo, que para afrontarlas y mitigar o cortar sus nocivos efectos, se requiere actuar de forma colectiva, inevitablemente pública. Esto es así, tanto para tratar de reducir los contagios como para perseguir la limpieza del aire y la ausencia de partículas de gases contaminantes. Si alguien no respeta las normas no es solidario en y con la ciudad. Sea respecto a las normas que hoy tienden a reducir el contagio (que pueda generar o padecer), sea las que se derivan de cuidar la calidad del aire. En ambos casos, la ciudad le reclama al individuo, porque lo necesita, una conducta responsable. Todos tenemos que cumplir la parte que nos toca.  Tenga todo el dinero que tenga, nadie puede comprar aire sin virus; tampoco sin contaminación. El aire, afortunadamente, no se puede privatizar. Y la salud tampoco, aunque privatizando la sanidad pueda ensoñarse que lo fuera.

Si la ciudad y sus ciudadanos no asumen el principio de solidaridad cívica, no seremos capaces de mantener una ciudad saludable. Si cabía alguna duda respecto a ello, ahí está la actual pandemia para corroborarlo. 

Creatividad 

El segundo principio que caracteriza la ciudad, y sobre todo la gran ciudad, es la creatividad. En la gestión urbana, un objetivo tan importante como el de la solidaridad cívica, es el del impulso de la creatividad. Es esa cualidad humana que permite idear todo tipo de manifestaciones tanto culturales, económicas o sociales que signifiquen cambios más o menos esenciales en la manera de vivir, de sentir y de disfrutar la ciudad. La creatividad es, por definición, ética y a la vez estética. Es más, yo diría que es fundamentalmente ética porque es estética.

Las ciudades han sido siempre, y lo siguen siendo, un acicate tanto para la búsqueda como para la plasmación de la belleza. Todos conocemos lugares, edificios o espacios en nuestras ciudades que arquitectos, urbanistas o constructores, tanto de lo monumental como de lo cotidiano, supieron hacer muy bellos. Son referentes, contribuyen a impulsar la creatividad. También los parques históricos o nuevos, los rincones más aparentemente banales, algunos embellecidos con obras de artistas urbanos.

En continua ebullición artística, cabe la incorporación hoy del arte efímero. Puede ser una aportación al contenido estético de la ciudad, que está en una constante evolución. En el 2018 Madrid, casi de la noche a la mañana, llenó sus pasos de peatones de poemas de los propios ciudadanos. Más de 20.000 madrileños mandaron sus poemas como auténtica expresión de arte efímero. Ahí están, resistiendo a las constantes pisadas, y lecturas, de los transeúntes.

Madrid es una ciudad llena de balcones, la tradicional arquitectura de los siglos XIX y XX entendió que los edificios debían tener balcones, también terrazas. Luego, y ya al final del pasado siglo XX, hubo una vuelta atrás. Se hicieron menos y se empezaron a cerrar terrazas. Con ello se abandonó mucho la bonita costumbre de llenarlos de plantas.

Pues bien, el confinamiento ha redescubierto los balcones y su papel en Madrid. Desde ellos se ha aplaudido a los sanitarios, se ha cantado, se ha bailado con fuerzas que superaban el desánimo o se ha caceroleado contra el Gobierno. Han tenido tanto protagonismo que hasta han generado mobiliario específico para ellos, como por ejemplo, unas mínimas pero divertidas mesitas diseñadas para ser ancladas en las barandillas.

Pero la creatividad como cualidad imprescindible permite a las personas imaginar un mundo mejor, y solo imaginándolo empieza a ser posible. 

Participación

Y por último, el tercer concepto, la participación. No es solamente un principio, va más allá. Es el principio gestor de los otros principios y conceptos. La ciudad tiene que ser gestionada por todos. No puede haber ciudad sin participación.

La pandemia vivida en su obligada confinación ha demostrado una importante calidad en la ciudadanía madrileña. Creo que ha mostrado una sociedad civil responsable y creativa. Creatividad y solidaridad espontánea a todos los niveles. Actividades lúdicas y creativas, desde y en los balcones, así como ayudas y cuidados en muchas formas.

Fue emocionante el aplauso a las ocho de la tarde, como un modo de cuidar, además de homenajear, a los que nos cuidan. Pues bien, sí, la ciudadanía ha respondido. Sin embargo, se ha evidenciado a su vez una falta de conexión con representantes y autoridades. Algo no funciona en las estructuras representativas de las instituciones. Algo parece estar roto. 

No podemos obviar que en este momento y por una serie de circunstancias complejas la democracia institucional no pasa por sus mejores momentos. Quizás la explicación de todo esto tenga que ver con que la participación representativa sigue muy anclada a las estructuras de los partidos políticos, que no responden a alternativas de acción que pudieran exigirse hoy en las ciudades y, con mayor generalidad, en la cambiante sociedad.  Los partidos políticos no han evolucionado. Convertidos en plataformas electorales es dudoso que respondan a las exigencias de una sociedad plural y cambiante.

Los partidos políticos, en lugar de convertirse en el crisol de ideas para lo colectivo desde sus propias y distintas miradas, se han anquilosado en el seco asentamiento de las pretendidas ideologías. El simplismo, cuando no el odio, se ha convertido en su expresión habitual.

La representación política parece haberse olvidado de que la esencia de la política no puede ser otra que la de mejorar la vida de todos. Soy jurista y sé que el Derecho, desde tiempo inmemorial, cuando quería dar criterios claros para la buena gestión, aludía a aquello de “como el buen padre de familia…”.

Pues bien, ahora, en el mundo nuevo que sin duda vendrá después de esta calamidad, tenemos que insistir en cómo construir y reforzar nuestra ciudad. Solidaridad, creatividad y participación seguirán siendo principios y criterios útiles para el cuidado de lo nuestro, de lo colectivo. Pero no podemos olvidar que a lo largo de la evolución del mundo quienes fuimos expertas en cuidar hemos sido las mujeres. Por eso, ante la evidencia del protagonismo de la llamada cultura feminista, conviene que digamos que debemos cuidar nuestras ciudades como lo saben hacer “las madres de familia”.

*Este artículo fue publicado en su versión completa en el magazine digital Metápolis (@metapolis_CAF)