Duelistas
Durante las campañas electorales, un torrente abrumador de signos da forma a todo un universo de significados: palabras, gestos, imágenes, eslóganes, siglas, logotipos, carteles, entrevistas, rumores, imprecaciones, crónicas, spots electorales, tuits, stories de Instagram. Sin olvidar los lapsus linguae y las gaffes. Todo culmina en una fecha fatídica: el día de la votación, el hito democrático que marca éxitos y fracasos.
La notable estabilidad del sistema político contemporáneo es la que garantiza un marco temporal definido a esta hipertrofia de comunicaciones políticas. Las votaciones, al celebrarse en principio cada cuatro años, otorgan a la “competición” un alto grado de ritualización, algo no demasiado alejado de lo que ocurre con las olimpiadas. El límite temporal es crucial, el tiempo de preparación anterior, la memoria de los desafíos precedentes, los ritmos de la historia y de la crónica actual, y, por supuesto, los ritmos de los diversos formatos mediáticos. Y dentro de esta temporalidad, el debate es el gran momento previo a la votación, ya que los contendientes ponen en liza sus propuestas entre ellos y, además, es cuando pueden hacer saber tanto a los propios participantes como a los simpatizantes adversarios y a los indecisos sus propias posiciones y sus proyectos políticos.
“Debate” y “combate” tienen en común etimológicamente el verbo latino battere, que significa “golpear”. Su diferencia proviene de sus dos prefijos: de- significa “a distancia”, mientras que “co-” significa “junto a”. El debate implica guerra de ideas y de propuestas, mientras que el combate implica una confrontación física directa. No estaría de más decir que el debate no es más que la guerra mediante un medio más pacífico. Aunque un refrán latino ya advertía de que “la lengua hiere más que la espada”.
El debate es, probablemente, el acto de habla más belicoso. Se habla para derrotar al adversario y debemos analizar sus discursos como el ingeniero de balística estudia el resultado de las armas utilizadas después de una batalla. No es extraño que se use tan frecuentemente la metáfora del duelo, que etimológicamente significa “guerra de dos”. En teoría de juegos, el duelo se encuadra dentro de los llamados juegos no cooperativos, donde los participantes tienen intereses opuestos y buscan maximizar sus propios resultados sin tener en cuenta los beneficios del otro jugador. Uno gana porque el otro pierde. En cambio, en debates con más de dos participantes, se debería utilizar la metáfora de la carrera de relevos o algún otro juego cooperativo, donde la colaboración puede llevar a resultados positivos para varios contendientes, sin necesidad de un ganador absoluto.
Ahora bien, si tomamos la campaña como narraciones, se observará que la llegada del debate ha sido preparada por los medios. En algunos, la narración podría titularse El extraño caso del Dr. Sánchez, donde el actual presidente sería un doppelgänger de sí mismo, escondiendo un alter ego siniestro. En otros, el rol temático de Núñez Feijóo se asemeja al del Bartleby melvilliano, tan ejemplar como inquietante. Por tanto, las expectativas y las interpretaciones posteriores del debate variarán notablemente. A lo que hay añadir las últimas elecciones municipales y autonómicas y la mayoría de las encuestas. En otras palabras, los espectadores del debate entre Sánchez y Feijóo estaban determinados por una serie de a priori, que constituye un marco interpretativo fundamental. Todo esto se podía inferir de algunas alusiones mutuas, que obligaban a los destinatarios a activar una memoria de los “acontecimientos” de la campaña e, incluso, de antes: “esto no es El Hormiguero”, “usted siempre miente”, etc.
Es evidente que ambos candidatos optaron por estrategias diferentes durante el debate. Pero, como en cualquier interacción comunicativa, los imprevistos requieren ajustes a pesar de la programación de las estrategias. El semiólogo francés Éric Landowski propuso una tipología que abarca cuatro posibles interacciones o encuentros entre los interlocutores. Sánchez desempeñó a la perfección uno de esos roles, el del comportamiento programado y regular, muy alejado de los parámetros de la fresh talk (Erving Goffman). Por otro lado, Feijóo cumplió con el papel contradictorio, el de la competencia para introducir y adaptarse a los imprevistos. En un momento del debate, Feijóo afirmó: “usted dice que va a ganar las elecciones, pues yo me puedo comprometer a garantizar su investidura; si las gano yo, ¿la va a facilitar?”. Esta argucia de Feijóo resulta interesante, ya que, si seguimos a John Austin en su obra How to Do Things with Words (1962), se trata de un “acto indirecto de habla”. Feijóo hablaba indirectamente a los espectadores, convenciéndoles de que su frase debía ser interpretada como una promesa hacia Sánchez; pero también se dirigía a su contrincante, quien no la admitió. Feijóo sabía de antemano la respuesta de Sánchez, y que ella podría interpretarse como el reconocimiento de sentirse perdedor de las elecciones avant la lettre. Para su interlocutor, la propuesta de Feijóo significaba una desafiante amenaza, no una promesa.
Por otra parte, es llamativo que los exégetas mediáticos mencionen tan a menudo los efectos propios de lo que llamamos enunciación. Han dicho que Sánchez estaba nervioso y Feijóo mostraba seguridad. El timbre de la voz, la acentuación, la tesitura, las inflexiones, la fluidez y el ritmo: todos los ingredientes prosódicos son susceptibles de conformar un acontecimiento noticiable. La monofonía de la antigua política, aquella del discurso altamente ritualizado y convencional del orador en los mítines y en los debates, ha sido sustituida por una gran polifonía, que mezcla los registros de lo susurrado y lo estruendoso, lo improvisado y lo deslenguado, multiplicando sus fuentes y sus destinatarios. Se valora el registro o el tono como el centro mismo de la comunicación. Es el registro el que determina, antes que todo contenido, la potencial confianza del elector. Y, además, es el forraje para las narraciones mediáticas: traspiés discursivos, deslices, meteduras de pata…
Desde el punto de vista de los espectadores, estos ingredientes forman una receta coherente. La fascinación y el desengaño por la persona es lo que se impone; es el sujeto hablante lo que interesa y se critica. El ego se sitúa en el centro del escenario: “yo quiero”, “yo prometo”, “yo haré”, “yo derogaré”. Todo ocurre como si el sistema y los procedimientos legislativos y ejecutivos no existieran. Este súper sujeto político está sometido al imperio pleno y absoluto de la subjetividad, al régimen de visibilidad más propia de las celebrities mediáticas, a las euforias y las disforias de los consumidores.
Toda una concepción de la ínclita madre de todos los debates, la retórica, principalmente ejemplificada por las obras de Jürgen Habermas y Chaïm Perelman, afirmaba que la adhesión política se construye mediante un proceso deliberativo y un asentimiento final a la plena validez racional de los argumentos. Las pasiones aquí no eran más que adiciones. Sin embargo, los componentes pasional y doxástico son uno de los efectos necesarios de los propios discursos.
Y nada mejor que la mise-en-scène del duelo, lugar común narrativo donde desemboca “el ímpetu irresistible de las pasiones” (Alexandr Puškin, Eugenio Oneguin).
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