Un elefante en la cacharrería
Por increíble que pueda parecer fuera de su país, Donald Trump, el único presidente de EEUU sometido dos veces a impeachment, procesado en cuatro procedimientos penales –en uno de los cuales ha sido declarado por un jurado culpable de 34 delitos–, el hombre al que el Washington Post contabilizó más de 15.000 mentiras durante su primer mandato, asumirá el próximo 20 de enero, por segunda vez, la presidencia de EEUU, investido de una de las mayores cuotas de poder que se han dado en la historia política de la primera potencia del mundo. El Partido Republicano (conocido como GOP, siglas de Grand Old Party) ha conseguido la mayoría en el Congreso, tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes, en este último caso por una exigua mayoría. Si lo unimos a que el Tribunal Supremo tiene una abrumadora mayoría conservadora (6 a 3), prácticamente nada se opondrá a que Trump lleve a cabo todo su programa y sus propósitos.
No es la primera vez que el partido al que pertenece el presidente ostenta también la mayoría en ambas cámaras, de hecho la última vez fue también con Trump en la presidencia durante la primera mitad de su anterior mandato (2017-2019), pero entonces no tenía tanto poder dentro del GOP y tuvo dificultades para conseguir en ciertos casos el apoyo de algunos miembros de la Cámara. Ahora su poder solo estará limitado por el de los 23 estados gobernados por demócratas, algunos tan importantes como Nueva York o California, y por el requisito de una mayoría del 60% en el Senado para evitar un bloqueo en determinados asuntos, aunque esto también puede eludirse. Por otra parte, en EEUU no existe una disciplina de voto partidaria tan rígida como en otros países. Los congresistas, en especial los representantes, que tienen que renovar su mandato cada dos años, están a veces más preocupados por conseguir la aprobación de sus votantes que la de su partido. Pero en la situación actual, Trump ejerce tal dominio sobre el GOP que cualquiera que ose contradecirle sabe que se está jugando su futuro político. La elección de altos cargos de su administración que ha hecho pública hasta ahora, responde más a lealtades personales que a perfiles competenciales, lo que unido al control del poder legislativo y el apoyo del poder judicial anuncia ya una legislatura personalista que va a poner en serio peligro el sistema de equilibrios y contrapesos de poder que crearon los padres de la Constitución estadounidense.
El movimiento MAGA (Make America Great Again) , liderado por Trump, tiene un objetivo político interno, que es dominar –si no sustituir– al Partido Republicano tradicional bajo su indiscutible dirección, algo que prácticamente ha conseguido ya, fulminando a todos los que han disentido o criticado sus decisiones o sus asuntos personales y no se han arrepentido a tiempo, y a casi todos los que considera demasiado moderados. Este fenómeno, que pretende prescindir de cualquier límite institucional o ético, predica una ideología que puede considerarse de extrema derecha y va a polarizar aún más la política en EEUU, poniendo en riesgo la ya discutible calidad de su democracia, algo que los ciudadanos estadounidenses –y en particular el Partido Demócrata– tendrán que afrontar, porque serán ellos los primeros afectados, aunque un deterioro político en la primera potencia mundial no puede dejar de tener también una repercusión global negativa.
El segundo de los lemas preferidos por Trump, “America First”, apunta directamente a su relación con el resto del mundo. Trump está diciendo a sus ciudadanos: seamos egoístas, pensemos en nosotros mismos, pongamos nuestros intereses por delante de cualquier otra consideración, o de los efectos que nuestras decisiones puedan tener en otros. Ya lo hizo en su primer mandato con el bloqueo de la Organización Mundial de Comercio, el abandono de la Unesco Y del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, y el anuncio de retirada de la Organización Mundial de la Salud que hubiera tenido efecto en 2021 si él hubiera seguido en la presidencia. Ninguna institución internacional que no sea directamente favorable a EEUU o se pliegue a sus intereses será apoyada o financiada por Trump, ni siquiera Naciones Unidas. También hará lo que considere más favorable en el escenario internacional, como cuando trató directamente con el líder norcoreano Kim Jong-Un o cuando se retiró unilateralmente del tratado nuclear con Irán, sin tener en cuenta la opinión o los deseos de sus aliados asiáticos o europeos.
El péndulo de la política exterior de EEUU pasa de nuevo del multilateralismo –recuperado, con limitaciones, bajo la presidencia de Joe Biden– a un descarado aislacionismo que abandona su decisivo papel internacional en favor la defensa única de sus intereses. El abandono del liderazgo estadounidense tendrá efectos desestabilizadores en un mundo cercano al caos en buen número de aspectos, en los que Trump solo intervendrá si le benefician, aunque aumente el desorden. Y lo peor es que provocará un efecto de contagio en todo el mundo, como en su primer mandato, en favor de líderes de extrema derecha o iliberales. El elefante republicano irrumpiendo con indiferencia en el pandemonio global
La política exterior de Trump se va a diferenciar poco de la de Biden, que a su vez apenas se distanció de la que había llevado a cabo la primera administración del líder republicano, salvo en la relación con la OTAN y la Unión Europea, y en la lucha contra el cambio climático, ya que el arbitrario abandono republicano del Acuerdo de París fue revertido por el demócrata al igual que la retirada de EEUU de los organismos internacionales a la que nos hemos referido. Lo más probable es que Trump vuelva la posición que tuvo en su día sobre estos asuntos, pues lo que pase en el resto del mundo solo le importa si beneficia a EEUU.
Su principal, preocupación –compartida con la administración a la que sustituirá– será China, la única potencia considerada por EEUU un competidor estratégico. Trump va a elevar sensiblemente los aranceles a los productos chinos, va a intentar asfixiar su progreso tecnológico presionando a otros países –en particular a Europa– para que no compren tecnología china, intentará recuperar las fábricas estadounidenses que se han ido a China –aunque habrá que ver la posición de Elon Musk que tiene algunas–, y va a bloquear en la práctica buena parte de su comercio, con el resultado de una pausa en la globalización y probablemente un deterioro del comercio internacional que perjudicará sobre todo a los países menos desarrollados.
Se trata de una pugna tecnológica y comercial, no militar. Trump no tiene ningún interés en una confrontación directa y menos contra una potencia nuclear como China. Pekín tendrá más o menos carta blanca para su progresivo dominio del mar de la China meridional y su represión en Sinkiang y el Tíbet. Taiwán no debería sentirse tampoco muy segura, Trump no irá a una guerra por ellos y no es descartable que los abandone en algún momento si le conviene, aunque lo más probable es que trate de mantener el estatus actual, pero solo a cambio de la compra por Taipéi de más armas de EEUU y de la garantía del suministro exclusivo de chips de última generación fabricados en la isla.
En lo que respecta a Oriente Medio y la brutal agresión lanzada por el gobierno israelí en varios frentes con la excusa de la lucha contra el terrorismo, la posición de Trump está clara: apoyo incondicional a Israel. La designación como embajador en ese país de un individuo que ha declarado que Cisjordania no existe y que no sabe lo que significa la palabra palestino y como embajadora en Naciones Unidas de una mujer que ha acusado a esta organización de antisemita, lo dejan claro. La administración Biden –incluida Kamala Harris– ha apoyado con armas y dinero el genocidio palestino en Gaza, los asesinatos y latrocinios en Cisjordania o los bombardeos indiscriminados en Líbano, Siria o Yemen, pero al menos criticó formalmente la matanza de civiles y forzó la entrada de alguna ayuda humanitaria, aunque nada les exima de su complicidad en los crímenes de guerra. Pero ahora será peor. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu – que ha apoyado pública y reiteradamente la candidatura de Trump–, tendrá probablemente luz verde para anexionarse definitivamente los territorios palestinos, no olvidemos que Trump ya reconoció en 2019 la ilegal anexión israelí de los altos del Golán sirios. Y quizá también para atacar cuando y como quiera a Irán, siempre que no involucre en ello a EEUU –ya hemos dicho que Trump no desea verse implicado directamente en una guerra–, aunque cause un conflicto generalizado en la zona.
Finalmente, la nueva administración tendrá que enfrentarse al principal problema de seguridad en el que EEUU está involucrado actualmente, la guerra en Ucrania, que estará en ese momento cerca de cumplir tres años. Trump ha declarado en alguna ocasión que acabaría con ella en 24 horas, pero esto parece simplemente una de sus muchas fanfarronadas, y es tan poco fiable como todas ellas. Por supuesto, a Trump la libertad de Ucrania, el respeto a su soberanía o su integridad territorial no le preocupan lo más mínimo, y no tiene ningún problema en abandonarla a su suerte. Pero si le conviene que siga la guerra, o le interesa atender a presiones que pueda recibir, por ejemplo, de la industria armamentística estadounidense para prolongarla, la guerra seguirá a pesar de sus afirmaciones anteriores.
No obstante, lo más probable es que trate de acabar con ella porque a EEUU le está costando mucho dinero y –sobre todo– porque se puede descontrolar y llegar a convertirse en una guerra mundial, su peor pesadilla. Es posible que lo haga obligando a Ucrania a negociar, para lo que disminuirá o suspenderá su apoyo a Kiev en armas y dinero, con lo que los dirigentes ucranianos no tendrán más remedio que ceder en sus pretensiones de recuperar todo su territorio y unirse a la OTAN, ya que los europeos difícilmente podrían sostener su esfuerzo bélico con sus solos recursos. Esto supondría probablemente una congelación del conflicto en su estado actual, aunque no se reconociese formalmente ninguna anexión por parte de Rusia. Sin duda sería malo para Ucrania, aunque que mantener indefinidamente una guerra que no pueden ganar es aún peor, y sería bueno para Rusia y en particular para su presidente, Vladimir Putin, al que Trump ha llamado alguna vez “mi amigo”. Tampoco sería bueno para Europa, no porque Rusia quisiera continuar su aventura contra miembros de la UE o de la OTAN, no tiene capacidad para ello, sino porque se mantendría en el continente un foco de inestabilidad muy peligroso, además de evidenciar el fracaso político de los dirigentes europeos que han sostenido, contra toda evidencia, que Ucrania ganaría la guerra.
A Trump esto le preocupa muy poco. Rusia no constituye ninguna amenaza para EEUU, ni económicamente –su PIB es inferior al de Italia– ni tecnológicamente, ni siquiera militarmente si se hace abstracción de sus armas nucleares, que Moscú por supuesto no va a emplear excepto si el Kremlin se ve entre la espada y la pared. Y eso es lo que Trump no va a permitir, porque entonces EEUU no tendría alternativa a responder con las suyas. La guerra de Ucrania le viene bien a Washington porque desgasta a Rusia que es un aliado potencial de China, y porque debilita a Europa, a la que EEUU necesita imperiosamente para decantar a su favor su pugna con el gigante asiático y que estaba emprendiendo un camino de autonomía estratégica muy peligroso para la hegemonía norteamericana. Pero esta guerra le interesaba sobre todo a Reino Unido para quien un entendimiento entre la UE y Rusia sería un problema extremadamente grave, porque acabaría con su influencia en el continente, y Washington ha sido en parte arrastrado a este escenario por Londres, como en las dos guerras mundiales.
Lo que quiere Trump de Europa es que se equilibre la balanza comercial, para lo que aumentará los aranceles, en particular a coches y productos industriales, y que esté de su parte en su pugna tecnológica y comercial con China. La UE no le gusta nada, ni siquiera cree que exista realmente, o que tenga algún poder. La OTAN solo le sirve como instrumento de sumisión geopolítica de Europa y para que los europeos compren más armas de EEUU a cambio de su hipotética protección, que solo proporcionará si le interesa
Esta es la realidad que se va a presentar a partir de enero. Habrá que ver lo que una UE más dividida que nunca, con muchos líderes populistas encantados con la elección de Trump, y con el mayoritario Partido Popular Europeo escorándose cada vez más hacia alianzas con la extrema derecha, es capaz de hacer para afrontar su renovada condición de huérfana. Es imperioso –ahora más que nunca– que la Unión emprenda decidida y definitivamente el camino de la autonomía estratégica, incluida la defensa, para lo que no hace falta aumentar ni un euro los presupuestos de defensa de los 27, cuya suma equivale al de China y multiplica por tres el de Rusia, sino la voluntad política de hacerlo.
La reelección de Trump, negativa en tantos aspectos, puede tener uno positivo: que admitamos de una vez por todas que nuestra acción internacional y nuestra defensa no pueden depender de una potencia exterior que no controlamos, que no es estable ni fiable, y que puede mirar exclusivamente por sus propios intereses –como va a pasar en los próximos cuatro años– aunque no coincidan con los nuestros. Veremos si nuestros dirigentes son capaces de asumirlo y obrar en consecuencia.
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