En la encrucijada de las políticas contra el suicidio

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La sombra de la ausencia de mi tío paterno siempre ha proyectado algo misterioso sobre toda mi familia. Cuando de pequeña pregunté las razones de su muerte, se me contestó con un tajante “accidente de coche”. En la adolescencia, revolviendo papeles como en una novela de secretos familiares, encontré su esquela y aprendí que “la vida fue inmisericorde con él” y que por ello decidió acabar con la propia. Esa fue la fórmula con la que sus allegados trataron de explicar lo que, por silenciado, parece inexplicable, el suicidio. Y fue con esas palabras que aprendí que ese accidente de coche inexistente era la tapadera de la culpa, la vergüenza, el estigma que se ceñía sobre mi familia cada vez que alguien pronunciaba el nombre de mi tío Jesús. 

Si miramos las cifras, rotundas, todas las familias han tenido su supuesto accidente de coche o cualquiera que sea la cortina elegida para tapar el horror de la verdad. Y ahí viene el vendal estadístico: en nuestro país, el suicidio es la primera causa de muerte no natural y la primera global en hombres de entre 15 y 44 años; 4.000 personas se quitan la vida al año; hay 11 veces más suicidios que homicidios; por cada suicidio consumado hay 20 intentos; en las urgencias hospitalarias se atienden los mismos casos de infarto de miocardio que de intentos de suicidio, y, en estos mismos momentos, mientras lees esta retahíla espantosa de números, 200 personas están intentando quitarse la vida. Y por si fuera poco, hemos empezado a subir una luctuosa cuesta que afecta especialmente a los adolescentes: en los últimos 10 años se han multiplicado por 26 los intentos de suicidio y casi por 24 las ideaciones suicidas entre ellos.

Este laberinto de cifras, que se ha empezado a poner sobre la mesa en los últimos años, despersonaliza y uniformiza, quizás, pero a la vez puede contribuir a dar voz a ese grito que es el suicidio, a ir borrando el estigma que lo enmaraña y que, con la intención de hacerlo desaparecer, ha hecho que encuentre en el silencio su mejor hábitat para crecer y reproducirse sin fin. Al suicida tradicionalmente se lo ha negado y castigado para toda la eternidad, porque en su acto no habla solo de su propio dolor, sino de la dureza de la vida en general, de algunas en particular, y de todas nuestras fallas como sociedad.

Nuestra sociedad cristiana conoce bien el mito según el cual al suicida se le negaba santa sepultura. En Grecia se le cortaba la mano con la que supuestamente había cometido el «delito». En Roma sus funerales eran secretos, solitarios y nocturnos. Ya en época moderna, era tradición en algunos países sacar el cuerpo del suicida de la casa boca abajo para que su alma no pudiera ascender. En la Inglaterra del siglo XV y XVI, sus restos se enterraban en las encrucijadas para que el paso de los carruajes desorientara al finado y no pudiera regresar al pueblo y recordar a sus vecinos las lastimosas razones de su partida. En España se los acusaba de felonía, se los sometía a un macabro juicio y se los condenaba a la muerte después de la muerte. Y en el Código Penal de 1670 se estipulaba el olvido ad perpetuam rei memoriam del nombre de todo aquel que se entregara a la mors voluntaria.

Si queremos ayudar a todos aquellos que hoy se debaten en engrosar las cifras del horror, parece perentorio dejar atrás estas tradiciones que, aunque de forma menos novelesca, siguen permeando nuestra mentalidad. Siempre desde el respeto a la intimidad, pero también desde el relato de la verdad. Porque solo así podremos dar cuenta de que el suicidio es una respuesta al dolor y desgarro personal, pero como todo en la sociedad es un fenómeno colectivo. Por un lado, porque el suicida no es nunca la única víctima: se calcula que hay unas 6 o 7 personas del entorno más inmediato que quedan afectadas de manera grave, y, por otro, porque muy a menudo algunas de sus causas tienen un origen social que, si abordamos, nos ayudarán a mejorar como sociedad y a promover que menos personas quieran abandonarla. 

La semana pasada la población de Sallent se conmocionaba al saber que dos adolescentes habían saltado desde el balcón de su casa, consiguiendo en un caso el fin suicida que perseguían. Los primeros indicios apuntan entre las posibles causas algunos de nuestros peores males colectivos: el racismo, la transfobia, el acoso. Dice el escritor Ramón Andrés en su colosal historia del suicidio titulada Semper Dolens que no puede haber teorías nuevas sobre el suicidio: “Nos damos muerte por lo mismo que hace miles de años. Apenas alguna variación estadística, algún repunte o descenso en la tabla de la desesperación modifican una línea de trazo lejano e inalterable.” Y pese a la certeza que hay en sus palabras, pese al acierto en negar esa idea naíf por la que todos los males del alma pueden explicarse por las injusticias sociales, hay elementos sociales que pesan y a veces determinan la decisión última, como muestra el terrible caso que acabo de citar, y también es cierto que políticas valientes y decididas en la prevención del suicidio pueden aminorar unas cifras que solo el más ingenuo podría creer que un día borraremos del todo.

Esto es lo que ha entendido el Ayuntamiento de Barcelona, que acaba de presentar su Estrategia de Prevención al Suicidio. Una estrategia que se ha realizado de la mano de expertos y profesionales, pero también de entidades vinculadas a la vida comunitaria. Porque la estrategia ha comprendido que la prevención del suicidio debe rebasar el ámbito de la hoy tan socorrida medicina de la salud mental. Nada más fácil y tentador que creer que todo se reduce a la enfermedad, que todo suicida es un enfermo mental y que la psiquiatría podrá con todo. Como afirmó el psiquiatra Karl Jaspers, cesaría entonces la pregunta por los motivos, y el problema del suicidio quedaría despachado poniéndolo fuera del mundo cuerdo; pero “el suicidio no es consecuencia de la enfermedad mental, como la fiebre lo es de la infección”. Se necesitan estrategias en todos los ámbitos territoriales, también el estatal, que compartan ese enfoque: el reconocimiento de la compleja trama que hay en el grito del suicida, la necesidad de escucharlo a pesar de todo el dolor que como sociedad nos provoque. Debemos sacar de las encrucijadas del silencio las almas de los que han decidido irse y llevarlas a casa. Solo junto a ellas y reconociendo la complejidad del suicidio podremos acompañar a las que se ven tentadas a seguir ese mismo camino.