Lo que esconde el muñeco

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El libro lo he regalado esta Navidad. Se titula La obsolescencia del odio. Y al releerlo sentí la necesidad de copiar, en un post-it que reposa sobre la mesa, esa frase de las primeras páginas: “El rugido de los amantes del odio lo tengo en la oreja desde 1933”. La escribió Günther Anders, su autor, y él sabía bien de qué hablaba.

Ese año tuvo que abandonar Alemania, con su esposa Hannah Arendt, por la persecución y el hostigamiento de los nazis. Anders era judío, colaboraba con Bertolt Brecht y le gustaba pensar en voz alta: una combinación peligrosa ante la sinrazón nazi.

Pues bien, es el rugido de los amantes del odio lo que presenciamos estos días con el apaleamiento de un muñeco que caricaturizaba la imagen del presidente Sánchez. No es, en absoluto, un hecho baladí. Ni el muñeco, ni los golpes, ni los silencios, ni los sípero de aquellos que siempre dudan, que siempre se erigen en víctimas, que nunca llaman al fascismo por su nombre.

En España hay una escalada de odio que acaba de cruzar otra frontera del mal gusto, la bilis y la deshumanización. Porque eso es, en última instancia, lo que se persigue: deshumanizar al otro para poderlo linchar a golpes, patadas y bastonazos, sin remordimientos. Es muy antiguo. Y ya conocemos cómo acaba.

Hace un tiempo vi dos películas que retrataban bien la maquinaria del odio político y su desenlace fatal. En una –Rabin, el último día– se muestra el papel determinante que tuvieron las plegarias incendiarias de los rabinos ultraortodoxos contra los Acuerdos de Oslo para que hubiera manifestaciones que pedían la muerte del primer ministro israelí Isaac Rabin y para que, en último término, un fanático sionista asesinara a tiros al hombre y a aquello que representaba: el deseo de paz. La otra película –Palme– refleja bien la vida de un político, al que tanto debemos ahora los demócratas, que tuvo que soportar la intolerancia que suscitaban sus ideas hasta aquel disparo mortal, cuando salía del cine en una fría noche de invierno. Días antes se quemaba su muñeco en una manifestación.

No es solo un muñeco. Lo sabemos bien. Cuando a los judíos los llamaban ratas, piojos, cucarachas, zorros o buitres en la Alemania nazi no eran solo palabras. Ni cuando Radio Mil Colinas en Ruanda llamaba cucarachas a los tutsis eran solo palabras. Ni cuando se llamaba rojos y hordas a aquellos republicanos fusilados en la posguerra, que ahora Paco Roca ha recuperado en su último libro, eran solo palabras.

De la deshumanización que obra el lenguaje ya nos habló Victor Klemperer. Sin embargo, aquí ya no hay solo lenguaje. Ya se ha pasado al plano simbólico. El muñeco. Y detrás del muñeco del presidente elegido democráticamente hay mucho más que un muñeco. Esto no son las Fallas; el contexto es bien distinto. Tampoco es una fantochada sin más: solo hay que ver los rostros del aquelarre, a medio camino entre Goya y Grosz. Aquí se agazapa el rugido de los amantes del odio, que ya dura demasiado y cuenta con demasiadas complicidades taciturnas.

La sociedad española debería activar los anticuerpos frente a la intolerancia más cerril. Deberíamos tener mucho cuidado con frivolizar este episodio, un capítulo más de una escalada corrosiva para la convivencia. Es miope –o peor: mezquino– restarle la importancia que tienen esos golpes siniestros en mitad de la noche. No hablo de la cuestión jurídica: ni soy experto ni me parece lo medular de este asunto. Hablo del rugido del odio que tenemos en la oreja y del caldo de cultivo, de una pestilencia insoportable, que está generando.