Estatuas, monumentos, altares civiles, rigor intelectual y caducidad de los pedestales

Me llega por Whatsapp el enlace de un tuit del escritor Manuel Vilas en el que leo: “Lo más antirracista que ha existido, existe y existirá en este mundo es el rigor intelectual. Derribar una estatua de Colón es un insulto al rigor intelectual. Ustedes verán”.

Considerando ese “ustedes verán”, como una invitación a la reflexión, se puede valorar por qué alguien afirma con esa rotundidad que el rigor intelectual defiende el mantenimiento de las estatuas de Colón, ya que no parece evidente que deba ser así por los siglos de los siglos. Desde ese punto de vista, el rigor intelectual funcionaría como una especie de espíritu de la Transición, un valor absoluto, evidente, consistente, incuestionable, un lugar del pensamiento al que deben llegar todas las reflexiones, algo parecido a un dogma de la racionalidad.

Lo que está ocurriendo en Estados Unidos, con las estatuas de esclavistas y colonizadores, es la consecuencia de un pasado no resuelto, de espacios públicos que no representan las transformaciones y las evoluciones sociales, y rechazarlo como una evidencia parece un acto simplista, eurocéntrico y conservador.

Las representaciones que se ofrecen en plazas, pedestales, denominaciones de calles o edificios públicos son normalmente el resultado de correlaciones de fuerza y a menudo tratan de ocultar las vergüenzas del poder, de que las élites impongan su presencia en espacios colectivos. ¿Cómo es posible si no que tengamos un museo que se llame reina Sofía o numerosos espacios dedicados a un jefe de Estado comisionista como Juan Carlos de Borbón; o que decenas de hospitales en España lleven nombres de personas de esa misma familia?

Que un grupo de manifestantes decidan decapitar o derribar una estatua de Cristobal Colón tiene que ver con que la ocupación de ese espacio por ese personaje histórico atenta contra los derechos humanos, contra el desarrollo de la dignidad colectiva.

Las generaciones institucionalizan de diverso modo sus hechos históricos y políticos y su asentamiento en espacios públicos es una demostración de fuerza. Pero, si a menudo representan la imposición de una idea, en numerosas ocasiones ocultan una mentira. ¿Qué es el monumento a las víctimas del COVID-19 inaugurado por el Partido Popular en Madrid sino una forma de esconder las consecuencias de su política sanitaria?

Que alguien viaje de un sitio a otro y se detenga en un lugar que no conoce no le autoriza a asegurar que lo ha descubierto. Colón fue la llave que abrió el inicio de un terrible proceso para las poblaciones y culturas del continente americano. Abrió la puerta a una cultura que expulsaba al diferente y que supuso la globalización de la inquisición, el exterminio de cientos de miles de seres humanos y el saqueo de las riquezas de muchos pueblos para el sostenimiento de un antiguo régimen español que todavía no ha sido superado del todo en pleno siglo XXI.

Las plazas y pedestales deben ser altares civiles, espacios de celebración de personas o hechos históricos o culturales que construyeron un bien común. Pero muchas veces son imposiciones, y de vez en cuando el pueblo hace su ajuste de cuentas y recoloca esos espacios cuando ofenden derechos fundamentales y se requieren otras representaciones que no hieran o atenten contra valores que construyen nuevas dignidades.

Vimos hasta la extenuación el derrumbe en Bagdag de la estatura de Sadam Hussein cuando las tropas enviadas por George W. Bush conquistaron la capital iraquí. Vimos en la película La mirada de Ulises (Theo Angelopoulos, 1995) ese gigantesco busto de Lenin vagando en la posguerra fría en un barco en busca de un puerto. O lo que ocurrió con la retirada de la última estatua ecuestre del dictador Francisco Franco en Madrid; hecha de noche, entre semana, y cubierta con una fantasmagórica tela blanca, como si se le quisiera evitar la vergüenza de ver cómo era expatriado del espacio que él mismo había decidido para subirse a un pedestal.

El rigor intelectual tiene el deber de razonar con los cambios sociales, con los viejos y los nuevos significados; incluso con la caducidad de los significantes.

Las estatuas son anclajes con los que se quiere imponer la permanencia de un hecho o de un personaje en el tiempo. Lo que debería reclamar del rigor intelectual el ataque de estatuas de Colón o de poderosos esclavistas es un diálogo y quizá un cambio de visión de lo que supuso para el mundo 1492. Las estatuas tratan de imponer los relatos del pasado y en general son anclajes con los que el poder trata de conquistar el futuro.

Lo que está ocurriendo en Estados Unidos, lo que ha pasado en España con las calles y espacios franquistas, son procesos de democratización de los espacios, son formas de conversación con el pasado y entre sus respuestas está el rechazo a su existencia; algo que no cambia el pasado pero que reajusta su significado.

La palabra rigor junto a la palabra intelectual parece tratar de imponer algo inflexible, severo, incuestionable. Pero esa supuesta superioridad moral que las une debe bajar de su propio pedestal para dialogar con los conflictos sociales. Y tiene que hacerlo a partir del imperativo categórico de respetar a las víctimas de la historia, ya sean descendientes de los afroamericanos esclavizados en Estados Unidos, afines a un hombre que muere asfixiado por la rodilla de un policía o familiares de víctimas de la dictadura franquista, que reclaman al Estado que repare el daño que sufrieron. Y si hay una estatua más o una estatua menos o quienes se sienten interpelados o atacados por ella deciden derribarla, pintarla o pedir su retirada, lo importante es el proceso que mejora la protección de los derechos humanos y que los espacios públicos representen avances colectivos.