El campo de la izquierda a la izquierda del PSOE con posibilidades electorales vive estos días agitado. La convocatoria avanzada de elecciones ha acelerado los tiempos y lo que se pensaba hacer con más cálculo y calma se ha visto afectado por la imperiosa necesidad de alcanzar algún acuerdo que rompa con la imagen de desunión existente. Conseguirlo no es sólo una cuestión estética sino también una necesidad para que dicha izquierda siga siendo determinante en la política del Estado tras el 23 de julio, apuntan algunas encuestas.
La cascada de opiniones a favor y en contra de la unidad entre el Movimiento Sumar, Podemos y otros socios como Compromís, Más País o Els Comuns está generando un ruido ensordecedor que no parece ayudar mucho a la prudencia necesaria para una negociación que precisa de delicados equilibrios y altas sensibilidades. Seguramente, esta columna pueda ser considerada un elemento más que se suma al exceso de voces, pero la intención de quien escribe estas líneas no es valorar los posibles pactos, ni entrar a discutir la conveniencia de la unión ante las urnas, sino provocar una reflexión colectiva sobre qué se está jugando de verdad la izquierda transformadora. Una perspectiva en la que el éxito no se mide en unos determinados resultados electorales que se acaban evaporando con cada nueva coyuntura.
La obsesión de estos días por las sumatorias electorales está dejando por el camino desafíos de fondo que son incluso más acuciantes para una izquierda que no se conforme con gobernar como muleta del PSOE, sino que pretenda que sus ideas sean hegemónicas algún día para poder transformar la sociedad más allá de lograr concesiones puntuales de este sistema. Una izquierda que debería ser muy distinta y, por tanto, estar muy distante del posibilismo en el que se ha asentado, desde hace mucho tiempo, la izquierda transformadora. Un derrotismo que, ante la imposibilidad de cambiar este sistema, aspira a gestionar mejor sus contradicciones.
Es una gran paradoja constatar que cuanto más demuestra el capitalismo ser un escollo para el avance de la humanidad hacia una sociedad auténticamente justa desde el punto de vista económico y social, amén de ser incompatible con la preservación del planeta, las fuerzas que deberían representar una alternativa a este modelo de destrucción se conformen con actuar, e incluso debatir, en los preestablecidos marcos de posibilidad de quienes se oponen a solucionar estos graves problemas civilizatorios.
Hace tiempo que la izquierda transformadora española ha asumido que lo único que puede ofrecer ante la actual correlación de fuerzas es una serie de cambios mínimos, desde las estructuras institucionales. Lejos quedan los tiempos en los que se proponía transformar las estructuras económicas y políticas existentes. El posibilismo fue la apuesta clara de Unidas Podemos cuando decidió entrar al primer gobierno de coalición post-Transición. Esos mínimos cambios estaban vinculados a las condiciones materiales de vida de la clase trabajadora, o de la sociedad en su conjunto y se presentaron como un avance respecto a las políticas neoliberales precedentes. Cierto. Tan cierto como que no se puede aspirar a transformar de raíz las condiciones de vida de la clase trabajadora sin apostar por cambiar de modelo productivo, salvo que nuestro horizonte político sea conformarnos con gestionar esa parte del excedente que quienes mandan deciden que puede ser repartida, siempre en función de nuestra correlación de debilidades.
Estar en el gobierno aparece imprescindible “para solucionar los problemas de la gente”, en palabras de esta izquierda. El precio que se ha pagado para conseguir pequeños logros que, sin duda, marcan una diferencia grande en el día a día de quienes se benefician de ellos, ha sido asumir parte de la agenda socialdemócrata, en el mejor de los casos, cuando no del socialliberalismo. Una decisión de alto impacto político no exenta de resultados negativos.
Cabe no olvidar que llegar a posiciones de gobierno para posteriormente desplegar una agenda tecnócrata o conservadora, como ha sucedido en varios países europeos en los últimos años, ha tenido consecuencias devastadoras para la izquierda alternativa. Basta observar la situación actual de la izquierda italiana, alemana o griega, y contrastarla con la fuerza de los partidos conservadores y de ultraderecha, para darse una leve idea. Pero el caso español apunta a otro desafío: la paradoja de asumir posiciones de gobierno, llevar adelante políticas de marcado carácter social -si bien siempre insuficientes, pero indudablemente más positivas que las precedentes- y, a pesar de ello, no recibir en las urnas el respaldo esperado por parte de quienes deberían ser tus potenciales votantes.
Sin entrar a valorar otros aspectos de un problema harto complejo, en el que no deben olvidarse la inducida desafección política en los barrios de clase trabajadora, la percibida insuficiencia de estas medidas o el desgaste que siempre implica la acción de gobierno para una izquierda transformadora, cabe reflexionar también sobre cuál debería ser la función de unas fuerzas políticas que nacieron todas ellas para impugnar el orden de cosas existente, en mayor o menor medida. No obstante su importancia, esta reflexión es un elemento difuminado, cuando no ausente, en los análisis actuales donde lo único que parece nítido en un panorama de negociaciones electorales es el reforzamiento del posibilismo como horizonte. Sea cual sea el resultado -y pronto lo sabremos- la izquierda que resulte, unida o dividida, seguirá siendo una izquierda que ha apostado prácticamente todo a la representación institucional, olvidando debates impostergables para garantizar su supervivencia como opción política diferenciada a largo plazo.
En los últimos meses, años dirán algunos, hemos asistido a lo que podría tildarse, tal vez, de suicidio político colectivo. Bajo la justificación de decisiones tácticas electorales, la izquierda a la izquierda del PSOE ha acabado realizando, quizás sin darse cuenta o sin que le importase siquiera, concesiones estratégicas en el ámbito de los principios, esa guía ideológica que debería marcar las coordenadas de toda izquierda que se precie. El problema parece obvio. Si la apuesta de la izquierda transformadora es mimetizarse, en formas y discursos, con el progresismo existente, representado en España principalmente por el PSOE, la izquierda que debería ser rupturista pierde su razón de ser y se arriesga a ser barrida por la marca original. Sorprende, en este sentido, la apuesta del Partido Comunista de España (PCE) y de Izquierda Unida (IU) por abrazar de manera tan entusiasta este nuevo experimento para la transversalidad de la izquierda donde sus ideas se diluyen, todavía más, que en el marco de Unidas Podemos.
Quizás pueda sonar anacrónico hablar de comunismo para quienes han descartado a estas alturas históricas incluir estas ideas en el debate público -no así las derechas que siguen haciendo política en la lógica de combatir el comunismo, al que ven por encima de sus posibilidades-, pero renunciar a defender abiertamente una postura de confrontación con el capital parece un error que puede pagarse caro. Máxime en el marco de un proyecto que parece abominar de la misma palabra comunismo, lo que contribuye a difuminar las coordenadas ideológicas imprescindibles para que mucha gente no se pierda en estos tiempos de confusión rojiparda en los que, además, referentes de la ultraderecha se permiten citar a Anguita sin ningún rubor.
Aunque no es la primera vez que el PCE se ha escudado en otras siglas y coaliciones, la apuesta actual por Sumar supone renunciar incluso a las mínimas referencias ideológicas necesarias para distinguirse de otras opciones políticas. Esto no es una buena noticia para aquellas personas que se siguen identificando con las ideas comunistas y que consideran que esta denostada ideología es clave para construir una sociedad futura alternativa al capitalismo. Personas que no se contentan, pese a la tendencia al sectarismo tan arraigada en la tradición comunista, con la existencia de múltiples partidos o grupúsculos que dicen representar las esencias marxistas, sino que aspiran a encontrar un proyecto político no sectario que se proponga traspasar las barreras de la marginalidad sin ceder en los principios. Una fuerza que plante cara al sistema, tenga la palabra comunista o no en el nombre.
Se dirá que quienes optan por esta vía son sectores minoritarios, no determinantes desde el punto de vista de los votos y, por tanto, no haría falta diseñar un partido político que incluyera sus anhelos de trascender el modelo económico existente pues sería dividir aún más el voto. Pero la cabida de estas ideas, y su defensa sin ambages en una fuerza política que se pretende a la izquierda de lo establecido, es sin duda fundamental si realmente se apunta a construir un mundo que no se rija en exclusiva por los intereses de una minoría egoísta que está profundizando las desigualdades y abocándonos a un colapso medioambiental. Salvo que, directamente, este no sea el propósito y de lo que se trate es de seguir ocupando espacios institucionales para la supervivencia orgánica de siglas. Mirando de nuevo a Europa, tenemos ejemplos de fuerzas políticas de izquierda alternativa que, sin abrazar abiertamente el comunismo, pero tampoco renunciando a un discurso anticapitalista, han logrado buenos resultados electorales, como la France Insoumise de Jean-Luc Mélenchon.
Por último, el peligro de la llegada al gobierno del Estado de una coalición entre el PP y Vox que reforzaría la ola reaccionaria que ya recorre otros países se utiliza como excusa para cerrar filas y pedir, incluso, apoyos acríticos a bloques de una izquierda amplia. Pero si lo que se pretende es parar de verdad a la ultraderecha, la izquierda que viene de una tradición antifascista, ecologista, de lucha por la igualdad entre hombres y mujeres, pero también entre todos los seres humanos, con independencia de su color de piel o nacionalidad, y que, sobre todo, aspira a acabar con las diferencias de clase que genera el capitalismo, no puede contentarse con copar las instituciones para evitar que aquella gobierne.
De nada servirá poner freno desde posiciones gubernamentales -siempre relativas porque el verdadero poder tiene su propia lógica de funcionamiento fuera del escrutinio electoral- a ese neofascismo si no hay una mayoría social que apoye las tímidas transformaciones institucionales con la claridad ideológica que hace falta para ser consciente de lo que implican los cambios históricos y que empuje desde abajo cuando las políticas de cambio de la izquierda gobernante sean cuestionadas por la derecha y su apisonadora mediática.
A fin de parar el auge de una ultraderecha que no deja de ser funcional para que el capital canalice el conflicto social en términos reaccionarios y no transformadores, hace falta reforzar los valores antagónicos de una izquierda sin complejos y sin miedo a seguir el hilo rojo de su propia historia. Una izquierda que se atreva a ir contracorriente, incluso a costa de generar los ataques mediáticos que concitan siempre las fuerzas que confrontan directamente con los poderes establecidos cuando estos las perciben como una amenaza a sus intereses.
Esta vía quizás no dará tantos votos en el corto plazo ni garantizará posibilidades de gobierno, pero es mucho más importante para sentar las bases de una alternativa política que proporcione a los sectores marginados de la sociedad una explicación distinta al funcionamiento de este sistema y la esperanza en sus posibilidades de transformación. Una izquierda que no sólo escuche enunciativamente a quienes ya están politizados, sino que esté dispuesta a involucrar políticamente, más allá de movilizar su voto y ofrecer posibilismo, a quienes hoy se sienten al margen del sistema. Esto pasa, indefectiblemente, por apostar por otro tipo de política que vuelva a las tradiciones de organización de base, que construye desde los cimientos antes que empezar la casa por el tejado. No olvidar esta misión histórica es crucial en un presente y un futuro que no da pie a ningún tipo de optimismo que no sea el de la voluntad.