Sin ética, la ciencia se cae

Profesor de Investigación “ad honorem” del CSIC y colaborador de la Fundación Alternativas —
28 de abril de 2023 21:54 h

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Vivimos en una época en la que la ciencia representa el soporte de numerosos avances y sus resultados han cambiado las sociedades de una forma evidente desde hace dos siglos. Además, la sociedad es consciente de ello. La ciencia y el aprovechamiento de sus resultados se basan en la confianza en los científicos y la forma en la que han obtenido dichos resultados. Se puede estar en desacuerdo sobre una tesis expuesta por un científico en un determinado tema. No obstante, hasta hace pocos años no se dudaba de los datos aportados y que se han obtenido después de un trabajo objetivo y contrastado. Desgraciadamente, ahora se duda de ellos (populismo, negacionismo) y basta un tuit en redes sociales para descalificar el trabajo y las propuestas realizadas.

En España, el apoyo a la ciencia por parte de la sociedad se ha visto sorprendentemente escenificado durante la reciente pandemia. En consecuencia, los sucesos de falta de ética en el ámbito de la ciencia provocan entre los científicos que trabajan por y para beneficio de la sociedad una sensación de desencanto y crean una gran preocupación, que llega hasta la repercusión mediática.

Por esa razón, en el momento de la redacción de la Ley de la Ciencia de 2011, como ya se habían detectado problemas de fraude en instituciones tan prestigiosas como los Institutos Nacionales de la Salud, la ley incorporó un artículo 10 que proponía la creación del Comité Español de Ética (lamentablemente este artículo no tuvo desarrollo reglamentario y es como si no existiese). Por idéntica preocupación, en el segundo Informe sobre la Ciencia y la Tecnología en España, que publica la Fundación Alternativas —pronto aparecerá la cuarta edición—, ya se denunciaba que la ciencia estaba “en una encrucijada” y se exponían las trampas que amenazaban al sistema científico y tecnológico (A. Muñoz. van den Eynde y E. Muñoz, julio de 2019).

Es evidente que la gran mayoría de los científicos se comportan de una forma responsable desde el punto de vista ético, pero algunos sucumben a la tentación, bien por motivos monetarios, bien por soberbia intelectual, o por ambos. Ahora hemos sabido que algunos científicos han mantenido una doble dependencia de su institución española, y a la vez de otra saudí, que les pagaba duplicándoles su salario. También se integraban en algunas redes de publicación firmando trabajos en los que no habían participado. Todo ello con objeto de mantener un elevadísimo nivel de publicaciones y conseguir las promociones y reconocimientos que ello conlleva. Este fenómeno no es nuevo; se lleva produciendo desde hace tiempo, como hemos visto.

Las causas de tales comportamientos son variadas. En primer lugar, la presión institucional, que basa sus procesos de promoción en las publicaciones, con un claro predominio de la cantidad sobre la calidad en la mayoría de los casos. Se habla mucho de excelencia, pero muchas veces no se profundiza en lo que dicen estas publicaciones o en lo que aportan, bien de novedad científica o de productos que sean útiles socialmente. Los “rankings de universidades” se basan en publicaciones, número de premios Nobel que han pasado por ellas, etc. Casi todo vale para estar en un buen lugar que atraerá más alumnos, más empresas que busquen proyectos para sus productos, mejores científicos en su profesorado, etc., y así se alimenta la rueda. Curiosamente, las mejores instituciones académicas del mundo (las universidades de Oxford, Harvard, MIT) no están interesadas en la cantidad. En la selección de candidatos, estas universidades les piden que elijan, de entre sus publicaciones, un número reducido de las mismas, las que el candidato considere más representativas de su trabajo, y luego hablan con ellos.

Sin embargo, la ética empezó a quebrarse en el terreno de las publicaciones cuando las grandes editoriales científicas vieron la oportunidad de mercado, buceando en la lucha por el prestigio y el orgullo tanto de las instituciones científicas como de sus investigadores, y facilitaron esta situación de publicitis e impactolatría para usar métricas (distintos índices de valoración, cada vez más criticados por sus sesgos), aumentando así la clientela de científicos que estén interesados en publicar en ellas y que pagan cantidades importantes de dinero por hacerlo.

Se ha degradado lo que era el papel esencial de los antiguos editores científicos, personas de indudable prestigio profesional y reconocida contribución al avance de los conocimientos científicos o técnicos, que decidían tras la revisión de las aportaciones científicas si autorizaban o no su publicación. Ahora, son científicos que no han hecho una gran carrera o que descansan en revisores anónimos, de mucha influencia, lo que limita el arbitraje justo y racional o, lo que es peor, apuestan por la mercadotecnia (vender más y conseguir mejorar las lucrativas ganancias de sus editoriales). En resumen, se han convertido en managers del negocio editorial en muchos casos.

¿Quién sufre con esta situación? Obviamente, los científicos, las instituciones científicas y hasta las sociedades que pagan a quienes trabajan en el campo de la ciencia. La vigilancia institucional ha brillado por su ausencia; como se ha dicho, la Ley de Ciencia española del año 2011 preveía el control ético de la gestión de los resultados de la investigación, y tal control no se ha desarrollado.

Las autoridades académicas han mirado hacia otro lado en algunos casos. ¿Es posible que no le haya chocado a ninguna autoridad académica que alguien de su claustro publique un artículo cada tres días durante un año entero? Hay que darles las gracias a los responsables de la Universidad de Córdoba por decir el típico “hasta aquí hemos llegado”. Esto ha servido para denunciar una situación, todavía limitada, pero que se podría convertir en un gran problema para la comunidad científica en términos de credibilidad.

La profesión de científico solo se sostiene por la calidad y la credibilidad. Un gran científico, Sidney Brenner, un biólogo básico, becario de Francis Crick en Inglaterra en la época del descubrimiento de la estructura del ADN y luego premio Nobel él mismo por sus estudios sobre regulación genética en el gusano C.elegans, obtuvo dicho galardón con un número de publicaciones (menos de cincuenta) con las que hoy tendría problemas para obtener una plaza de titular (el nivel de entrada en la carrera científica) en cualquier universidad u organismo público de investigación en España.

¡Señores!, es la calidad, no la cantidad, lo que mide la eficacia y eficiencia de un científico y, para medirla, lo que hace falta es leer los trabajos y valorar su importancia. No basta con el número, el título de la publicación y comprobar si la revista tiene mayor o menor índice de impacto, porque estas cifras de cálculo lo que miden es la difusión de los trabajos, que depende de prácticas que pueden inducir a comportamientos ausentes de ética, no la calidad de un trabajo. Tenemos que cambiar el enfoque o nos irá mal.