Las redes sociales son cada vez menos nuestras. De los seres humanos, quiero decir. En el punto álgido del desborde democrático en las plazas entre los años 2010 y 2013, Twitter y Facebook se convirtieron en una suerte de ágora pública y herramienta de movilización ciudadana en Barcelona, Madrid, Nueva York, Estambul y más allá. Como nunca antes, las mayorías sociales fuimos capaces de saltarnos los medios tradicionales y marcar la agenda política de manera descentralizada.
Pero en los últimos tiempos los bots, las empresas de big data y los grandes poderes económicos y políticos se han ido apropiando de las redes. Si antes el algoritmo de Facebook funcionaba, hasta cierto punto, en base a la democracia del clic, primando los contenidos que generaban más “me gusta” y “compartidos”, ahora las visualizaciones se venden al mayor postor y cada persona recibe un mensaje distinto, microsegmentado según su perfil individual.
Uno de los primeros avisos sobre el uso de estas prácticas nefastas vino de México. Ya en el 2012, el periodista Alberto Escorcia detectó el uso masivo de bots en las elecciones presidenciales. En aquella campaña, los bots se emplearon para difundir noticias falsas y generar trending topics artificiales en apoyo al candidato Enrique Peña Nieto e incluso para amenazar de muerte a activistas.
Desde entonces estas técnicas se han hecho con las campañas electorales en casi todo país democrático. Las campañas virales de fake news, la compra de bases de datos masivos y la microsegmentación de usuarios fueron clave en las victorias de Trump y Bolsonaro y, más recientemente, de la irrupción de Vox en Andalucía.
La diagnosis está clara. Pero, ¿qué hacemos? ¿Luchamos por retomar las redes? ¿Nos retiramos de ellas? Solo puede haber una respuesta ante la deshumanización de las redes: volvernos a mirar y hablar. Salir de casa y hablar con el vecino. Activarnos como miles de cuerpos en red, contar nuestras vivencias personales, difundir verdades incómodas, desmentir bulos y, sobre todo, escucharnos los unos a los otros. No es casual que líderes políticos como Ada Colau en Barcelona o Xulio Ferreiro en Coruña hayan iniciado encuentros quincenales con los vecinos, fuera del circuito institucional tradicional, a través de los cuales pueden seguir en contacto con el pulso de la calle.
Es así como se están consiguiendo logros importantes los movimientos de base en otros países. Lo hemos visto en EEUU en la victoria de candidatos rupturistas como la de Alexandria Ocasio-Cortes o en las exitosas campañas por el sueldo mínimo de 15 dólares en varias ciudades. O en el trabajo de movimientos asamblearias como Ciudad Futura en Rosario, Argentina, o la People’s Assembly de Jackson, en Misisipi, que basan sus procesos de empoderamiento comunitario en la organización presencial a nivel territorial. De manera similar, la capacidad de Jeremy Corbyn de resistir numerosos intentos de destronarlo como líder laborista ha sido gracias, en gran parte, a priorizar en su agenda reuniones y mítines masivos en los que puede explicarse directamente a la ciudadanía, sin filtros.
Quizá la herramienta de comunicación directa por excelencia son las campañas de puerta a puerta. A diferencia de otros métodos que requieren que la gente haga el paso de aproximarse a los espacios de participación y debate, el puerta a puerta se basa en el principio del acercamiento activo. Se da el paso valiente de ir a buscar al vecino allí mismo dónde está e invitarlo a conversar sobre sus preocupaciones y prioridades.
Es un proceso que requiere de una gran inversión de tiempo y energía, es cierto. Pero funciona. Nos permite romper con la soledad que ha generado esta sociedad y economía neoliberales y volver a tejer comunidad, puerta por puerta, barrio por barrio. En las puertas nos damos cuenta de que nuestros problemas no son individuales sino comunes y que, por lo tanto, requieren de soluciones colectivas.
Eso no significa que tengamos que abandonar la esfera digital por completo, pero sí ser conscientes de sus límites y esforzarnos por superarlos. Después de todo, las redes sociales solo podrán ser realmente “sociales” si son el reflejo de una sociedad integrada y movilizada, capaz de ponerlas al servicio de las reivindicaciones colectivas.
Así que, ante el auge de las fake news, apostemos por el cara a cara y el boca a oreja. Apostemos por ganar la batalla de la información con las face news.