Año 2011, inicio de la crisis económica, empezamos a escuchar en los medios y por boca del Gobierno eso de que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” y “hay que apretarse el cinturón”. Comienzan con la Administración pública, el 30 de diciembre se aprueba el Decreto Ley 20/2011 que le impone una tasa de reposición de efectivos del 10%, también para la Universidad. Al mismo tiempo, se aprueban los recortes presupuestarios en educación, que para la universidad española suponen una pérdida de más de 1.500 millones de euros en el periodo 2010-2014.
Las consecuencias no tardan en llegar, las plantillas de la universidad española pierden más de 7.500 empleos -3.486 PDI y 4.068 PAS- en el transcurso de estos años, con la consiguiente merma de su capacidad productiva, porque mientras la plantilla mengua, las matriculaciones no descienden, se mantienen con una media, para el periodo 2008-2015, de 1.244.791 alumnos y alumnas.
La repercusión en el profesorado de ese desequilibrio se evidencia en el aumento de carga docente, pero también en el de las tareas administrativas que, en realidad, no correspondía realizar al profesorado. Los docentes pasan a cumplir con unas exigencias más propias de una persona con superpoderes que de profesorado universitario.
Es realmente admirable cómo la Universidad Pública española ha conseguido mantener sus niveles de calidad –o al menos limitar su descenso–, tanto científica como docente en los últimos años, gracias al esfuerzo sobrehumano de sus trabajadores y trabajadoras, que han asumido con responsabilidad el hacer dignamente su tarea compensando los recortes y trabas que se han producido desde la Administración.
Uno de los colectivos más golpeados por esta situación, que ha sufrido la crisis con mayor fuerza y de quienes últimamente se habla mucho, son los y las llamados “falsos asociados”.
Y es que, a raíz de todas las limitaciones económicas ya citadas y la imposibilidad de sustituir durante años al profesorado que se jubilaba, se optó por incrementar el uso fraudulento de una figura, la de Profesor Asociado -prevista por el artículo 53 de la Ley Orgánica de Universidades para que profesionales de reconocido prestigio pudieran dar clases en la Universidad y transmitir su experiencia a los estudiantes-.
Era usada como un comodín que permitía contratar profesorado cualificado y con perfil académico en condiciones precarias y muy “baratas” para la Universidad, condiciones que han sido denunciadas varias veces en los tribunales de justicia y que ya cuentan con sentencias en contra de las universidades y a favor de quienes denunciaron. Hasta el punto de que la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo ha animado a estos trabajadores y trabajadoras, a través de su presidenta Cecilia Wikström, a presentar denuncias ante los tribunales españoles.
Dicho claramente: a día de hoy, aproximadamente el 30% del profesorado universitario español está compuesto por una categoría que fue creada como excepcional y que ahora se ha convertido en regla, sujeto a condiciones laborales abusivas -tanto por carga de trabajo como por retribución- y que, al mismo tiempo, causa un grave perjuicio a la Universidad Pública y menoscaba el derecho de sus estudiantes a recibir una educación de calidad. Y esto es inadmisible.
Dice el Gobierno que está preocupado por la situación, pero cuando se le pregunta qué medidas va a desarrollar para abordarlo, no hay respuesta. Es urgente solventar de forma razonable y justa este problema y, para ello, solo hace falta un poquito de voluntad. Quizá lo que le pasa al Gobierno es que no está inspirado, así que aprovechamos para dejarle algunas ideas, por si acaso.
El Gobierno debería dirigirse a las CCAA y a las universidades públicas, para que se proceda a un análisis de las necesidades docentes en el medio y largo plazo, de forma sería fácil establecer una planificación de crecimiento coherente. Tras esto, habría de ponerse en marcha un Plan de Incorporación de Profesorado que diera respuesta a las necesidades identificadas. Podrían convocarse los concursos públicos que fueran necesarios, respetando las competencias de cada administración y la autonomía universitaria. Aunque claro, el Gobierno debería comprometerse para ello a la creación de una partida económica en los próximos PGE.
Por último, podría modificarse el artículo 53 de la LOU para que este tipo de contratos nunca supere el 15% del PDI de la Universidad -excluidos los Profesores Asociados Sanitarios-, dificultando, de esta forma, su uso fraudulento. O crear un Estatuto Básico del Profesor Asociado, que impida su abuso y delimite sus funciones.
Y mientras tanto, se debe asumir que las plazas de Asociado existentes deben ajustarse a lo indicado en las diversas sentencias dictadas a su favor -como la del Juzgado de lo Social 10 de Sevilla- y específicamente a la consideración de los falsos asociados como trabajadores y trabajadoras indefinidos de la Universidad.
Debemos convertir la visibilidad que han adquirido los falsos asociados para abordar su situación específica y para comenzar a tomarnos en serio la precariedad estructural de la educación superior española. Una universidad precaria es una universidad que maltrata el talento y no genera condiciones adecuadas para el aprendizaje y la investigación.