Me desayuno con un titular: “La falta de talento preocupa al 76% de los CEO de la banca”, que paradójicamente aparece en la misma página en la que se anuncian expedientes de regulación que afectan a miles de empleados del sector bancario: ¿En qué quedamos: nos faltan o nos sobran? ¿Es posible que sea verdad que la banca española carece de personas adecuadas, mientras que son miles y miles las inadecuadas?
Si no fuera por el patetismo que denota la primera noticia, y por el dolor que connota la segunda (al margen de que se prejubilen con una cadena de oro), la coincidencia temporal de ambas me hace sospechar que parte del problema no radica en esas personas, sino en quienes las dirigen.
Algunos rasgos de la vida económica española, y social en general, se asemejan preocupantemente al patio sevillano de Monipodio, en el que, según Cervantes, lo que se veía era un trasunto disfrazado de lo que realmente pasaba.
En mis aulas percibo, con demasiada frecuencia, profesionales y directivos de todas las edades, que podrían estar mucho más contentos en sus empresas de lo que lo están; que podrían dar mucho más de sí, condición necesaria para crecer y desarrollarse, y, sobre todo, que tienen ganas, muchas ganas, de aprender y hacerlo mejor; por cierto, esto último no correlaciona inversamente con la edad; sino al contrario, cuanto más maduro, más ilusión (y más miedo al paro).
Cuenta el padre del 'management', Peter Drucker, que en una reunión con los presidentes y CEOs de las empresas más grandes de Estados Unidos les preguntó si en sus equipos había personas que se dejaban ir a la deriva, sin rumbo, como un tronco. Casi todos levantaron la mano; entonces les pregunto: ¿eran ya incapaces cuando ustedes les entrevistaron y contrataron, o se volvieron así tras años en sus empresas?
Queridos CEOs quejosos, y quejicas: ¿qué porcentaje de responsabilidad tenéis vosotros mismos? Vuestros comportamientos comunican más que vuestros argumentos.