La semana pasada escuchábamos a Rajoy quejándose porque “incumplir con Europa nos da mala imagen” en relación al conflicto entre el Gobierno y los estibadores por la sentencia condenatoria del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. El decreto fallido del Gobierno preveía incluso la gestión de la plantilla por parte de ETT.
Sin embargo, hace mucho tiempo que incumplimos sistemáticamente con Europa en materia medioambiental. La lista es interminable, veamos algunos ejemplos:
– Sobre gestión de residuos tenemos un condena por los vertederos ilegales (como el de Seseña), una multa de la Unión Europea por la contaminación en la Bahía de Gijón y un incumplimiento en el saneamiento de 17 ciudades españolas con multa por valor de 46,5 millones de euros, más una multa diaria de 171.217 euros si se mantienen el incumplimiento. Además, ya nos están pidiendo explicaciones por el estado de los vertidos en el Mar Menor, que esperemos sea posible recuperar algún día.
– La Comisión Europea lanzó un ultimátum a España para que proteja de una vez el Parque Nacional de Doñana que alberga varios espacios de la Red Natura 2.000. El deterioro de parque es tal que hasta la UNESCO amenaza con convertir a este espacio Patrimonio de la Humanidad en el primero declarado en “estado de peligro” dentro de la Unión Europea.
– En cuanto a calidad del aire La Comisión Europea podría llevar al Tribunal de Justicia de la Unión el incumplimiento de los límites de dióxido de Nitrógeno (NO2) de forma continuada durante los últimos años, tanto en Madrid como en Barcelona. Este tipo de contaminación, debida principalmente al tráfico rodado, pone en riesgo la salud de la ciudadanía por lo que desde Bruselas nos piden “medidas para garantizar una buena calidad del aire y proteger a la salud pública”, algo que por fin están empezando a tomarse más en serio los nuevos gobiernos municipales.
Además, también estamos, cómo no, entre los países expedientados por no sancionar a Volkswagen tras el escándalo de las emisiones.También se nos reprocha una mala gestión del agua o la fiscalidad verde.
Así mismo, son destacables los incumplimentos en materia de derechos humanos (vamos ya por la octava condena desde que España firmó el Convenio Europeo de Derechos Humanos), en materia de vivienda, bienes apropiados por la Iglesia, derecho al asilo, corrupción política o la brutalidad policial en las manifestaciones, entre otros.
¿Entonces qué pasa, damos mala imagen si no se precariza el empleo de los estibadores a gusto de los fondos de inversión, pero dan igual los derechos de la ciudadanía o nuestro propio territorio y patrimonio natural? Parece ser que nuestro campechano presidente así lo ve, no se oyen lamentos por la mala imagen que damos en otros temas.
Pero no es al único que le resbala todo esto, también la semana pasada, el presidente de la petrolera Repsol, Antonio Brufau, nos dejaba esta perla: el CO2 “no es un mal gas, lo necesitamos para vivir”. Se trata de una afirmación, como poco, irresponsable en el contexto climático que vivimos basado en un aplastante consenso científico sobre su origen antropogénico. En concreto, el cambio climático es debido, entre otros factores, a las emisiones de metano (combustibles fósiles, ganado industrial, permafrost, etc.), dióxido de nitrógeno en menor medida (transporte, agricultura, etc.) y sobre todo, aunque hayan existido siempre fuentes naturales de dióxido de carbono, el desequilibrio actual en su concentración y las temperaturas son debidos a las emisiones de este gas provenientes de la quema de combustibles fósiles, de los que vive, y muy bien, el señor Brufau.
En España, según indica el Observatorio de la Sostenibilidad, el 28% de las emisiones de gases con efecto invernadero provienen de sólo 10 empresas (hidrocarburos, eléctricas y cementeras).
También asistimos recientemente al veto del Gobierno y Ciudadanos a la tramitación de una ley para eliminar por fin el único impuesto que existe en el mundo al sol y así favorecer el autoconsumo y la tan necesaria transición energética (al menos una parte).
Las excusas son demenciales: pérdidas fiscales en un país donde sociedades de inversión como las famosas SICAV apenas tributan. O que la tarifa eléctrica, que hace rato que es una estafa legal, se vería afectada si se eliminase el polémico impuesto.
Seguimos dependiendo demasiado del carbón para la generación eléctrica y salir de esta dependencia es vital, tanto por el impacto ambiental como por el económico derivado del primero.
Todo esto ocurre después de que la Comisión Europea también nos reprochase, en febrero de este año, que se siguieran subvencionando los combustibles fósiles.
Uno de los objetivos que nos marcan desde Europa para el 2050 es una reducción del 80% en las emisiones de gases con efecto invernadero respecto a 1990, algo para lo que nuestro Gobierno no está haciendo mucho (o nada) viendo cómo las emisiones en España han vuelto a aumentar.
En Irlanda acaban de aprobar una ley por la cual se deja de invertir en combustibles fósiles desde las arcas públicas. Por no hablar de que ya no es una opción con mucho futuro en el actual contexto energético decreciente, sobre todo debido al descenso del petróleo de fácil extracción.
Lo mejor sería que esta legislatura dure lo menos posible para intentar frenar el deterioro de nuestro entorno natural y evitar seguir a la cola en materia medioambiental.
Un nuevo informe de la Agencia Europea de Medio Ambiente advierte de las consecuencias del cambio climático, no sólo para los ecosistemas, sino para la economía y la salud humana. El año pasado se confirmó como el año más caluroso desde que hay registros y la superficie de hielo global ha tocado mínimos históricos.
En Francia, con un 60% de las costas de Normandía y un 70% de las de Calais sufriendo daños debidos a la erosión que provoca el aumento del nivel del mar, el Parlamento se apresura a legislar para paliar los posibles daños en la economía del sector turístico. El cambio climático y la excesiva urbanización parecen estar detrás, algo que podría pasarnos factura también a nosotros con un 27,8% de nuestra costa ya llena de ladrillo.
Entonces, como dice Pepe Esquinas: “Hagamos hoy, movidos por un egoísmo inteligente, lo que no hemos querido o sabido hacer antes por solidaridad”.
Es cuestión de voluntad política empezar a cambiar algunas cosas. Según el barómetro del CIS de diciembre de 2015, para un 49,2% de la población española, “la defensa y conservación del medio ambiente es absolutamente necesaria, aunque su protección suponga a veces costes altos”. No podemos seguir dejando al “medio ambiente en un cuarto plano ministerial” ya que “da imagen de país atrasado” como denunciaba hace poco un funcionario del Ministerio de Alimentación, Pesca, Agricultura y Medio Ambiente (tome nota señor Rajoy por lo de la “mala imagen”).
Las expectativas no son de mejora al repetir en la cartera de este Ministerio la exdirectiva de Fertiberia, empresa de fertilizantes de Villar-Mir y una de las principales causantes de la contaminación radioactiva por los fosfoyesos en Huelva. La ministra, por supuesto, ha aceptado el discutido proyecto de Fertiberia para enterrar estos contaminantes.
El deterioro del Tajo, la constante pérdida de caudal en el Ebro, la enorme pérdida de biodiversidad, la ampliación del permiso a Garoña o a la papelera Ence son otras de las tareas que debería afrontar con urgencia este Gobierno.
Parece que nosotros no necesitamos ningún Trump en materia medioambiental, ya tenemos nuestra propia cruz.
Las poblaciones en los países occidentales están cansándose de tanta hegemonía de los mercados que precarizan vidas reales y prefieren apostar por el tejido productivo local y su innovación (que no es sólo tecnología). Estamos cansados de multinacionales sin consideración por las personas ni por nuestro entorno . Se demanda, por ejemplo, cada vez más soberanía alimentaria, más artesano y tradicional y menos comida basura, recuperar el campo de las garras de la agrofábrica globalizada o el abandono y crear nuevas oportunidades locales.
Son estas cuestiones, entre otras, las que están echando a muchos ciudadanos golpeados por la crisis a los brazos del neofascismo de Le Pen o Trump, debido a la incapacidad de los partidos tradicionales a la hora de dar respuestas y su complicidad con los poderes económicos y sus imposiciones.
Por otro lado, está claro que se está tomando conciencia, principalmente entre jóvenes y mujeres, de que hace falta una salida popular pero también ecológica a la crisis, lo cual se ha notado en el auge espectacular de opciones verdes y más comprometidas con las mayorías sociales; Austria, Holanda o el fenómeno de Sanders en EEUU son muestras claras. Estas nuevas y crecientes mayorías también quieren, además de todo lo anterior, estabilidad global y mitigación de los impactos medioambientales; prevenir en el ámbito local y frenar el creciente drama de los refugiados climáticos.
Cada vez más gente quieren ciudades más sostenibles y habitables, nadie quiere ecosistemas arrasados y ciudades inhabitables para sus hijos, sino un futuro digno.
De momento, se insiste mayoritariamente en una energía, un consumo y una gestión de los recursos todavía del siglo pasado. Quizás, estas opciones en auge, más ecologistas y populares, no estén a la altura para lograr frenar un posible colapso civilizatorio sino se les empuja desde los distintos anhelos emergentes en la sociedad civil. No obstante, si podrían generar una disputa del sentido común más asentado en nuestra sociedad que entiende el progreso sólo ligado a la depredación y la exclusión, a la vez que evitan el desembarco en los gobiernos de monstruos incluso peores. Esperemos que así sea.