Hemos llegado a un punto de bifurcación

26 de abril de 2024 22:52 h

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La carta de Pedro Sánchez comunicando que se tomaba cinco días para decidir si “le merece la pena” en términos de costes personales continuar como presidente del Gobierno de coalición en España ha originado un inmenso revuelo y montañas de especulaciones sobre sus motivaciones o cálculos, la decisión que tomará y los escenarios que se abrirán el próximo lunes. Este artículo no pretende contribuir a esas especulaciones, sino centrarse en la que es, a mi juicio, la cuestión central: la crisis abierta por la decisión de Sánchez ha colocado al sistema político español ante un límite estructural. Algo se ha terminado de romper estos días en los equilibrios de poder en España.

El régimen político de 1978, al tiempo que democratizaba el sistema político, consolidaba importantes núcleos de poder para la oligarquía y las élites franquistas, a buen resguardo de la soberanía popular. También, desde luego, definían un perímetro de lo discutible políticamente y de lo no discutible. Sin embargo, también comprendía una serie de compromisos, consensos y contrapesos que permitiesen el pluralismo y la alternancia en el poder, un cierto equilibrio con medidas compensatorias para las clases subalternas, un cierto equilibrio territorial y, de manera muy importante, la promesa de un horizonte progresivo de avance social, federalizante y democrático. Este equilibrio fue durante mucho tiempo garantía de estabilidad.

Pero la evolución de los últimos años, al menos desde la crisis de 2008, no ha ido en ese sentido. Los sectores más privilegiados y más conservadores han experimentado una deriva reaccionaria que ha agudizado su concepción patrimonial del poder, de acuerdo con la cual solo son legítimos los gobiernos que coinciden -obedecen- plenamente a sus intereses, y cualquier otro es siempre sospechoso y sometido a un poder tutelar desde dentro y fuera del Estado. Un acentuado proceso de concentración del poder y la riqueza ha agrandado la desigualdad social y ha terminado por consolidar una geografía en el Estado por la cual los sectores reaccionarios siempre son hegemónicos, aunque no sean coyunturalmente mayoritarios. Cuando hay un gobierno derechista, este se desempeña cómodamente en el Estado, puesto que la práctica totalidad de los poderes públicos y privados se alinean con él.

El propio funcionamiento del mercado y su captura de la vida cotidiana normalizan sus valores. Mientras que cuando hay un gobierno de centro-izquierda, este detenta una minoría del poder, la parte sometida a las urnas, rodeado de poderosas fuerzas reaccionarias de veto que hacen el clima social irrespirable. A esta segunda situación los opinadores le han dado en llamar “polarización”. El problema no es que el PP insulte. El problema es que cuenta con resortes de poder antidemocráticos. Y eso no se resuelve con llamados a la concordia sino con la democratización de esos aparatos. Para las derechas hay dos cuestiones que no se votan, que no están sometidas a la soberanía popular. Por una parte, la nación no es la expresión de la voluntad popular, sino su límite. Así que cualquier avance hacia el reconocimiento de la plurinacionalidad o el fin de las medidas represivas es una traición que hace ilegítimo al Gobierno. Por otra parte, la estructura de la propiedad y el reparto de la riqueza constituyen también un “previo” al acuerdo político constitucional -en rigor, obtenido en origen en una guerra de conquista contra el propio pueblo español-, cuya alteración no se vota. Por tímido que sea, cualquier intento de democratización social y económica es una subversión del orden. Segunda traición.

La pregunta que se abre, por tanto, es la siguiente: ¿pueden las izquierdas gobernar en España? Y la experiencia histórica nos dice que sí, a condición de que no ejerzan demasiado. A condición de que asuman ser inquilinas en un Estado que tiene un dueño patrimonial, que les permite hacer cambios en la decoración, pero ninguna reforma que altere alguno de los tabiques del edificio.

Las luchas igualitaristas del ciclo político pasado, singularmente por la democratización del poder económico, por el derecho a decidir y por la igualdad entre mujeres y hombres, tuvieron un intocable impacto sobre el sistema político español. No fueron capaces de transformar radicalmente el status quo, pero sí han tenido un severo impacto –parlamentario, cultural, intelectual– que ha obligado a moverse a otros actores. Singularmente, el PSOE, para gobernar, ha tenido que moverse fuera de su perímetro ideológico tradicional. Ese es en gran medida el fenómeno Pedro Sánchez y la explicación de los odios que suscita. Contra el entendimiento con soberanistas catalanes y vascos, contra la coalición con Sumar, contra cualquier intento de alterar un reparto de poderes que hace a unos dueños y a otros inquilinos.

Es comprensible que mucha gente de la izquierda extraparlamentaria, de los movimientos sociales o del independentismo se indigne porque hoy muchos descubran cómo opera una maquinaria mediática y judicial destinada a hacer pagar muy caro el compromiso y a torpedear transformaciones de calado. Es un sentimiento humanamente comprensible por todos los que hemos sufrido operaciones de este tipo. La política siempre suele ser injusta e importan más los efectos que las intenciones. Sin embargo, la reflexión debería ser que el hecho de que estos poderes tengan que operar de manera abierta y descubierta nada más y nada menos que llegando hasta las mismas puertas de la Moncloa supone la profundización de una disputa por la democracia que hoy ya no se libra solo en las naciones sin Estado o en los márgenes del sistema político. No se trata de poner los agravios o dolores a competir, sino de federarlos en un momento decisivo para la democratización del Estado.

Álvaro García Linera llama punto de bifurcación a ese hecho político que resuelve una pugna en el seno del Estado. Ya sea en el sentido de consolidar los poderes hegemónicos o de generar nuevos equilibrios estables, un nuevo suelo de convivencia con cambios de larga duración en la correlación de fuerzas parlamentarias, en el espíritu de los servidores públicos, en el modelo económico y la distribución del excedente y en el sentido común de época: nuevas ideas fuerza de lo que es tolerable, lo que es posible, lo que es deseable. La tensión de este último tiempo, lo inesperado y abierto de la situación actual, muestra claramente que España ha llegado hoy a un punto de bifurcación. De esta crisis no se sale como si nada. El PSOE no tiene acuerdos del 78 a los que volver. Eso también supone una oportunidad histórica.

Porque esto no va de una persona, ni de un partido. Ni siquiera del Gobierno de coalición. La pregunta cruda que se ha abierto es sobre la democracia en el Estado español. Para que este punto de bifurcación se resuelva en un sentido progresista, es necesario que el Gobierno aguante, sí. Pero que aguante saliendo de la interinidad, asumiendo el inmenso reto que tiene por delante. Hay que expandir el pueblo de la coalición dando buenos motivos para defender este gobierno, posibilitando experimentar una vida otra y, por tanto, la posibilidad de ir por más: reduciendo la jornada laboral y repartiendo los aumentos de productividad, expandiendo los permisos de cuidados remunerados, poniendo coto a los rentistas y bajando los precios de la vivienda, emprendiendo una transición ecológica con justicia social, democratizando las altas magistraturas del Estado para que su composición se parezca más al país real y tenga menos sesgos conservadores y elitistas. Pero hay que hacerlo no solo por “mejorar la vida de la gente”, sino también para construir poder para los que normalmente no lo tienen. Solo así es sostenible un ciclo de transformaciones encaminado a generar un nuevo equilibrio de fuerzas, más favorable a los de abajo y a las opciones políticas igualitaristas, que ya no tengan que pedir perdón por ser ni permiso para gobernar. Los compañeros de viaje más prudentes están comenzando a entender que hacen falta cambios de calado en el Estado español para que el más tibio reformismo pueda ser posible. Nosotros queremos ir más lejos, pero esta parte del camino solo se puede hacer juntas y juntos. Todo eso no se hace sin activación e impulso popular. No basta con maniobras de palacio, hace falta plaza.

Este fin de semana se producirán diferentes manifestaciones del pueblo de la coalición, aún por separado. Es una buena señal, que saca a la ciudadanía del rol de espectadora pasiva, que la desarma políticamente. A más activación popular, menos miedo y menos dudas de los que aún puedan añorar el retorno a la normalidad en la que te dejaban gobernar a cambio de la subalternidad. Es necesario recuperar el pulso y marcar horizonte. Sin ingenuidad ninguna, pero esta es una buena oportunidad. Defender, acompañar y llevar las posiciones más allá de lo previsto. Para resolver la crisis dando dos pasos adelante. Porque la alternativa sería dar diez atrás.