Quienes a estas alturas continúan dudando de la pervivencia del patriarcado, entendido no solo como una estructura política sino como un perverso orden cultural que continúa condicionando las subjetividades masculina y femenina, deberían fijarse, de entrada, en las personas que continúan dominando no solo los espacios públicos sino también y muy especialmente los que implican reconocimiento y ejercicio de la autoridad. Es decir, deberían analizar quiénes continúan siendo mayoritariamente los referentes, los que acaparan premios, los que simbolizan la excelencia o los que ocupan, a veces casi en régimen de monopolio, los relatos colectivos. Las imágenes que cada día nos ofrecen los medios de comunicación son la prueba más evidente de cómo nosotros seguimos ocupando los púlpitos y cómo ellas, la otra mitad, continúan siendo en gran medida invisibles. Ahí están el elenco de los premiados en los Premios Nobel, la composición de las tertulias televisivas o el listado de ponentes en cualquier Congreso científico para demostrarlo.
De ahí, por tanto, la necesidad de seguir insistiendo, recordando y haciendo evidente que las sociedades que vivimos, solo aparentemente democráticas, no serán justas hasta que la mitad subordinada que continúan siendo ellas no tenga las mismas oportunidades, no comparta los espacios de poder y autoridad y no se convierta en protagonista de los imaginarios que nos definen como seres sociales. Por ello no es superficial, ni el resultado de una pataleta de esas “histéricas” que es como con frecuencia se sigue calificando a las feministas, que tengamos un día para reivindicar la visibilidad de las mujeres escritoras. Esas que continúan sin aparecer en los manuales que estudian nuestros hijos e hijas, que siempre suelen quedarse en la recámara de los grandes premios y no digamos de las Academias, que todavía hoy se ven obligadas a arrastrar el lastre que supone que entender que lo femenino es parcial y por supuesto devaluado. Porque ya estamos nosotros, los hombres, para definir lo universal y lo que de verdad vale. Entre otras cosas, la Literatura con mayúsculas, la que sin calificativo de ningún tipo, aunque debería llevar en todo caso el de “masculina”, asumimos que habla de los intereses y problemas de la Humanidad entera.
Es por tanto por razones de justicia, y no solo poética, que hoy, y todos los días, reivindiquemos la voz de las que tanto tienen que decirnos sobre el mundo que vivimos y sobre nuestra propia naturaleza imperfecta. Lo cual debería suponer, en paralelo, asumir la parte de responsabilidad que como hombres nos corresponde en esta desigual distribución de estatus, recursos y derechos que es también la cultura patriarcal. Por ello, y como hombre lector para el que la literatura es un salvavidas y una ventana, no solo lleno mis estanterías de libros escritos por mujeres, los cuales hacen mucho más ancho mi lugar en el mundo, sino que también señalo con el dedo a todos esos hombres que las ignoran, las niegan o, lo que es peor aún, las observan desde las alturas con una distancia entre paternalista y maltratadora.
Las mujeres que leen, las mujeres que escriben, no son peligrosas. Los que son peligrosos son los hombres que no las reconocen como humanas y que se construyen sin la mirada que ellas nos ofrecen sobre nuestra imperfecta naturaleza. A los hombres que no leen libros escritos por mujeres les falta la mitad del mapa que nos permite ubicarnos en los complicados paisajes del alma. Y eso es, me temo, una seria discapacidad.
El 16 de octubre se conmemora en España, por segundo año consecutivo, el Día de las Mujeres Escritoras.