Homeopatía educativa para un sistema que se desangra

0

El sistema educativo madrileño es un enfermo crónico: entre otras dolencias, tiene la menor inversión por estudiante, las mayores ratios docente-alumno/a, la mayor segregación escolar socioeconómica, el mayor porcentaje de “centros gueto”, niveles de repetición por vulnerabilidad social inaceptables y es la segunda comunidad en la que más influye el origen social en el aprendizaje. Sin embargo, sus responsables políticos llevan mucho tiempo aplicando medidas que no solo no solucionan sus problemas, sino que los agravan. De acuerdo con el grueso de la investigación, el principal factor que condiciona la trayectoria educativa es el contexto social del alumnado. La carencia de recursos (dinero, espacio, cultura, relaciones positivas, etc.) incrementa decisivamente la probabilidad de experimentar fracaso y abandono escolar. La medicina para estos problemas es conocida y ha sido probada en muchos lugares: inversión suficiente, programas tempranos de detección de las necesidades y de refuerzo, contextos escolares no segregados, promoción de la inclusión y ratios adecuadas.

A pesar de ello, quienes nos gobiernan insisten en negar las causas de estas enfermedades y en aplicar homeopatía, es decir, medidas sin eficacia probada que se presentan como medicamentos reales. A esta pseudociencia educativa la visten con conceptos demagógicos y populistas, como “libertad de elección” o “excelencia”, para ocultar su verdadera esencia. Lo que estas etiquetas contienen realmente es la privatización a través de cheques escolares y conciertos, el programa bilingüe, el abandono creciente de la escuela pública y otras políticas excluyentes que ya se han probado inútiles para mejorar la calidad de la educación, pero que sí sirven para segregar, aumentar las desigualdades y reducir la cohesión social. 

Tras años de negacionismo y tratamiento homeopático a un sistema educativo moribundo, llegó marzo de 2020. Las clases se suspendieron y ello trajo consigo múltiples efectos para docentes, alumnado y familias, la mayoría negativos. Pero también hubo luces. Muchas personas tomaron conciencia de que una parte del alumnado carecía de las condiciones materiales, las herramientas culturales, el tiempo de acompañamiento familiar o las garantías alimentarias necesarias para aprender no solo a distancia, sino también en una situación de normalidad.

Por primera vez en mucho tiempo, buena parte de las familias acomodadas vivimos la desprotección educativa en nuestras carnes y, casi sin ser conscientes, empatizamos con la realidad de las familias más desfavorecidas. Nos atenazaron los mismos miedos y sentimos que estábamos en el mismo barco. El foco iluminó las desigualdades educativas y, durante unas semanas, la demanda de soluciones fue generalizada. Tanto, que a mediados de abril el Ministerio de Educación y las Comunidades Autónomas anunciaron medidas de refuerzo durante el verano y planes de recuperación y adaptación del currículo para este curso, al tiempo que las instituciones privadas tomaron conciencia de que su marketing social pasaba por dirigir su filantrocapitalismo hacia la caridad educativa. 

Lamentablemente, aquella consciencia de la injusticia volvió a disolverse en el esfuerzo de construir una nueva normalidad educativa. Los dirigentes políticos y las familias con más recursos sufrimos amnesia cuando se trata de la desigualdad. Solo la recordamos cuando nos amenaza. Cuando se recupera la salud, el dolor y la empatía se olvidan pronto y, tras varios meses desde la suspensión de las clases, hoy la realidad es otra. El foco ha girado y las injusticias educativas han vuelto a quedar ocultas. 

En las últimas semanas, la falta de anticipación política y la avalancha de medidas improvisadas han sumergido a la comunidad educativa en una perplejidad paralizante. Parte del mérito, si no todo, lo tienen las administraciones, que han sido muy hábiles al trasladar a los centros educativos la tensión generada por su incompetencia. Las direcciones y los claustros de docentes se han desvivido para adaptarse a los requerimientos sanitarios y han gastado su energía en desenredar polémicas internas en torno a la jornada escolar, el agrupamiento del alumnado y la protección de la salud dentro de los centros. En esa maraña de debates y tensiones, el ruido ha vuelto a ocultar lo fundamental: saber si lo que se está haciendo sirve para garantizar el derecho a la educación a todos/as sin excepción.

La administración madrileña, desbordada por la situación, ha profundizado en su indiferencia hacia la parte más vulnerable del alumnado y ha fallado estrepitosamente en la atención a la diversidad desde el mismo comienzo de la pandemia. Tardó en dotar de medios a las familias y al profesorado (sigue tardando), decidió avanzar contenidos a pesar de reconocer que una parte significativa del alumnado no podía seguir el ritmo y trasladó toda la responsabilidad en las direcciones de los centros. Más adelante, con su inacción perdió la oportunidad de utilizar el verano como tiempo de compensación educativa. 

Ya en septiembre, la Consejería ha aprobado el programa “Refuerzo extraescolar 2020”, dirigido al alumnado que presenta desfase curricular derivado de la situación ocasionada por el COVID-19, pero ha optado por la vía rápida de la externalización y por desentenderse de su gestión, que corre a cargo de las direcciones de los centros. El programa pone al frente de grupos particularmente complejos y heterogéneos a personal no especializado, establece una insuficiente coordinación con el centro y rompe con los grupos burbuja al mezclar alumnado de diferentes niveles en horario no lectivo. La medida está prevista hasta diciembre y va dirigida “principalmente, a aquellos alumnos que tengan una buena actitud hacia el aprendizaje”, una priorización injustificable si el objetivo es apoyar a quienes más lo necesitan. Tal es la deficiencia del programa que algunos colegios están renunciando a gestionar estos fondos. Al mismo tiempo, la ratio de profesionales especializados en los propios centros es absolutamente insuficiente. Este parche cosmético vuelve a demostrar que este gobierno no cree en la equidad y en la inclusión como principios fundamentales del sistema.

Del diseño del nuevo curso, una medida particularmente perniciosa es la presencialidad en las aulas solo el 50% del tiempo a partir de 3º de la ESO. Los dos últimos años de enseñanza obligatoria son fundamentales para definir la trayectoria académica bien hacia la educación postobligatoria o bien hacia el abandono educativo. Reducir la presencialidad en esas edades supone un peligro real para quienes tienen más dificultades y menos motivación, y vulnera el derecho a la educación tal y como lo concebimos. Esto es aún más pernicioso para el alumnado de los Programas de Mejora del Aprendizaje y Rendimiento (PMAR), cuyo nivel de presencialidad queda a decisión de los institutos. En muchos casos, estos aplican la misma asistencia que para 3º y 4º de la ESO, lo que aumenta significativamente el riesgo de abandono. 

El caos organizativo y la ausencia de sensibilidad sobre inclusión están exacerbando la segregación social y académica en algunos centros, tanto en Primaria como en Secundaria, en los que se concentra al alumnado con más dificultades en grupos aparte. Al mismo tiempo, la administración insiste en invertir los escasos recursos en terraplanismo educativo: más conciertos, más programa bilingüe y más cheques escolares.

Frente a toda evidencia, los responsables políticos madrileños muestran una fe de carácter religioso en la homeopatía educativa. Una fe que solo se comprende desde la conjura tácita de defender los privilegios de algunos grupos de poder, como la Iglesia católica, un sector del empresariado y una parte de las clases medias y altas. La verdadera salud de nuestra educación, es decir, la garantía del derecho a una educación de calidad para todo el alumnado no entra dentro de sus intereses. Así, mientras el paciente se desangra le atiborran a placebo. Pero la herida de la injusticia, la falta de oportunidades y la exclusión educativa sigue abierta y es cada vez más grande. La cuestión es cuándo despertaremos de la anestesia y comenzaremos a sentir su verdadero dolor.