“La Historia no se repite nunca. Los seres humanos, siempre”, dijo Voltaire. De aquí deriva su deprimente monotonía. La razón humana aprende con rapidez, pero las pasiones están ancladas en un pasado remoto y cambian con mucha lentitud. Eso explica que, a estas alturas, la alcaldesa de Ripoll, líder de Aliança Catalana, defienda la existencia de “una raza catalana, a la que el Estado español quiere aniquilar con inmigrantes”. Esta afirmación me hace regresar al 12 de mayo de 1934 cuando eximios catalanistas, como Pompeu Fabra, Leandre Cervera (presidente de la Sociedad de Biología de Barcelona), Jaume Pi i Sunyer o Josep Maria Batista i Roca, publicaron un manifiesto “Por la defensa de la raza catalana”. Su tesis era que la raza catalana estaba en peligro por “los recién llegados”, por la “inmigración forastera”, y que era necesario crear una Sociedad Catalana de Eugénica, para “coordinar la búsqueda de los adecuados medios de defensa de nuestra raza”. Para ello, añadían, “biólogos, higienistas, antropólogos, historiadores, demógrafos, economistas, sociólogos y juristas deben colaborar en esta tarea humanitaria y patriótica de sentar las bases científicas de una política catalana de la población”.
Enric Prat de la Riba fue todavía más contundente: “Es preciso impedir la entrada en Cataluña de elementos personales, intelectuales, morales y políticos degenerados y producto de razas inferiores y además decadentes, que con toda libertad se han introducido en Catalunya ejerciendo la acción desorganizadora que en todas partes realizan los elementos biológicos degenerados” ('Per Catalunya', Barcelona, Asociació Catalanista de Gràcia, 1913). Francesc Macià i Llussà identifica las causas del problema: “una inmundicia mas grande, la gitanada inmensa de una ”clase“ de gente que lleva gangrenando Barcelona desde hace tiempo; todo ese pudridero de barrios bajos en descomposición, en donde se engendra la maldad y el ”microbio“ (…) y de los barrios bajos que hemos señalado –y al decir barrios bajos quiero decir España– son hijas todas las prostitutas de calle y de cabaret que envenenan la vida de nuestra juventud” (revista L’Estat Catalá, editorial Inmundicies, 15 de junio de 1923). Hermenegild Puig i Sais hace una excepción: “Bienvenida sea la gente acomodada que atraída por las condiciones del clima, del ambiente catalán en general, viene aquí a gastar” ('El problema de la natalitat a Catalunya, un gravissim perill per la nostra patria', 1915).
El núcleo de la cuestión era la existencia de un “homo catalanensis” que para los más biologistas tenia una esencia genética, y para los más laxos también un componente cultural. Pero, en ambos casos, una esencia. En esto no eran nada originales. En el resto de España, por esas lejanas épocas, al parecer tan cercanas, se defendía la existencia del “homo hispanicus”, también dotado de su propia esencia. Para Unamuno, la “casta histórica” española, que solo sobrevivía en el paisaje castellano, corría peligro de desaparecer, en este caso por la modernidad. Angel Ganivet también quería analizar la “constitución ideal de la raza”, una “personalidad nacional” que se componía de estocismo, espíritu caballeresco, idealismo, independencia, rebeldía, desunión, sensualidad y una cierta dosis de fanatismo. Si en la defensa de la raza catalana tenemos a un humanista como Pompeu Fabra, en defensa de la “raíz ibérica común” tenemos a Rafael Altamira y a Ramón Menéndez Pidal, ambos defensores de un “genio nacional que no cambia”. Menendez Pidal defendía la “historia nacional”, que nos permitía entrar en contacto con “esa raza de hombres desaparecidos a los que nos une un atavismo ineluctable”.
Pero fue el régimen de Franco el que más insistió en la “esencia del homo hispanicus”. Para intensificarla y purificarla de elementos extraños, se implantó a todos los niveles de la enseñanza, desde la primaria a la universitaria, una asignatura de Formación del Espíritu Nacional, muy parecida a la que defienden movimientos separatistas. La “Fiesta de la Raza” se movía en el mismo registro ideológico que la alcaldesa de Ripoll, que posiblemente estaría dispuesta a decretarla. La lógica franquista y la de Aliança Catalana es la misma. Se va más allá de la historia: se busca la “España eterna” o la “Catalunya eterna”. En 1942, Ricardo del Arco publica 'Grandeza y destino de España', donde habla de la “Raza española”, que se caracteriza, “según reconocen todos los críticos sensatos, por su indomable independencia, sentido del honor, resistencia física y valor militar”. Consideraba también, y esto fue una constante en los intelectuales franquistas, que los pueblos (las Razas) tenían una esencia, y que esa esencia les imponía un destino. “España –nos hacían aprender en la escuela– es un destino en lo universal”, y ese destino era el Imperio (“Tenemos voluntad de imperio”, era uno de los puntos centrales de la doctrina falangista). Al final, aparecía una vocación de poder y no puedo dejar de pensar que cuando se exacerban las emociones identitarias, alguien está deseando mas poder.
Todavía en los años cincuenta, dos grandes historiadores –Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro– seguían buscando el “ser de España”. A pesar de sus diferencias, ambos admitían la existencia de un “homo hispanicus” formado en la noche de los tiempos, que ya se enfrentó a los romanos, según Albornoz. Para Américo Castro, el español es una “unidad vital” por mucha que sea la variedad de sus obras y experiencias. Según Sánchez Albornoz, “ni hombres ni pueblos pueden vivir sino su propia vida, cualesquiera que sean los climas culturales en que vayan transcurriendo”. Años después, Rafael Calvo Serer y Pedro Laín Entralgo se volvieron a enzarzar en una polémica cuyas posturas revelaban los títulos de sus libros: 'El problema de España' (Lain), 'España sin problema' (Calvo). El viejo Heráclito escribió: “El carácter del hombre es su destino”. Todos los autores que he mencionado creen que “el carácter nacional” es el destino de los pueblos.
Una de las enseñanzas de la Historia debería ser inocularnos un sabio escepticismo. Amparados por ideas que parecían estimulantes y benefactoras se han cometido todo tipo de tropelías. Por eso, conocer esta historia desmitologizadora y crítica formará parte de la “vacuna contra la estupidez” en la que llevo tiempo trabajando. Lo que nos parece inaceptable en el franquismo no lo podemos considerar aceptable en el catalanismo. Esto lo entiende muy bien nuestra “inteligencia moderna”, pero tarda en afectar a nuestra “inteligencia pasional”, que sigue viviendo en épocas remotas. Todo el mundo piensa que su caso es distinto y que no caerá en las equivocaciones de los demás, pero la Historia muestra que esta ingenuidad fracasa, y que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. Contra toda esperanza, me mantiene la de que alguna vez aprendamos.