Aunque pueda sonar a chiste, es la seria propuesta que están estudiando en Nueva Zelanda para atajar una de las principales fuentes de gases de efecto invernadero que afecta al país. Con una población de 5 millones de habitantes, pero con más de 10 millones de vacas y de 26 millones de ovejas, resulta que casi la mitad de las emisiones de dichos gases en aquel país provienen de los estómagos de los animales, principalmente en forma de metano, que son expulsados mayormente vía eructos.
El metano es un gas más potente y dañino para el calentamiento global que el dióxido de carbono que emiten los vehículos de combustión y, según la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) de Naciones Unidas, solo el ganado de granja es el responsable del 10% de las emisiones de gases de efecto invernadero en el mundo, estimando por ejemplo que cada vaca puede llegar a eructar hasta 500 litros de metano al día. Sin embargo, hasta el momento, las emisiones de estos gases no se han incluido en el sistema de comercio de derechos de emisión.
El ministro neozelandés para el cambio climático planea gravar las emisiones de gases de los animales de granja a partir de 2025 mediante un sistema de fijación de precios de las emisiones contaminantes procedentes de la ganadería similar al existente para las industrias. De este modo, se establecerán límites de emisión a las explotaciones ganaderas que recibirán derechos de emisión a cambio del pago del gravamen, los cuales, posteriormente, podrán comercializar entre ellas en función de los excedentes o necesidades de derechos que tuvieran al final de cada año. Con ello se persigue incentivar la reducción de dichas emisiones.
El plan contempla diferentes actuaciones para lograr la reducción de los gases emitidos a la atmósfera, como el uso de algas u otros aditivos alimentarios en la comida de los animales o la plantación de árboles en los terrenos de las granjas para compensar el impacto de la contaminación. Incluso se estudia la posibilidad de usar máscaras faciales para el ganado que atrapen los gases y los filtren antes de que se exhalen al exterior. En cualquier caso, la existencia de alternativas para poder reducir los efectos contaminantes de la actividad ganadera y, por consiguiente, poder reducir la carga fiscal introducida por este nuevo impuesto, permite hablar de fiscalidad medioambiental o de cómo los tributos pueden ayudar a la lucha contra el cambio climático.
Sin embargo, demasiadas veces, y en nuestro país tenemos sobrados ejemplos, se llama fiscalidad medioambiental a una serie de impuestos que penalizan actividades perjudiciales para el medio ambiente, pero sin que existan opciones reales para los obligados al pago, o las que existen son demasiado caras, las cuales les permitan cambiar de hábitos para dejar de contaminar. El hecho de aumentar los costes (y precios) de productos y servicios contaminantes vía impuestos cuando los consumidores no pueden optar a otros, termina generando la percepción de que la fiscalidad medioambiental no está pensada realmente para ayudar a la lucha contra el cambio climático sino simplemente como una nueva vía para aumentar la recaudación de ingresos públicos.
Pero, además de no lograr los objetivos para los que fueron creados, muchos de estos impuestos llamados verdes o medioambientales resultan regresivos, dado que refuerzan la idea de que no se paga por contaminar sino que se puede contaminar si se paga, de modo que aquellos que se lo pueden permitir pueden seguir contaminando. Si los ganaderos tienen que hacer frente a nuevos costes debido al gravamen por la emisión de gases contaminantes de sus animales y no se les ofrecieran alternativas para poder reducirlas y evitar su pago, el objetivo bienintencionado (y publicitado) de combatir los efectos negativos del cambio climático serían pura retórica. En cambio, si a la vez que se crea el impuesto, se implantan y ofrecen alternativas para reducir las actividades contaminantes y, por consiguiente, también la factura impositiva, entonces el objetivo de la fiscalidad medioambiental de incentivar el cambio en el comportamiento de los ciudadanos adquiere todo su sentido.
Aplicar un impuesto a los eructos de las vacas podría parecer una estrafalaria ocurrencia para conseguir recursos públicos, pero atendiendo a los planes del gobierno neozelandés puede resultar una herramienta francamente útil para lograr su objetivo de reducir la contaminación de la actividad ganadera en aquel país, a la vista de las alternativas que ofrecen a los ganaderos. En cambio, cuando en nuestro país se propone aumentar las tasas por el uso de aviones y barcos sin que existan otras opciones de transporte menos contaminantes pero igual de eficaces, o se decide incrementar la fiscalidad de los vehículos de combustión privados y de los combustibles fósiles cuando los coches eléctricos cuestan el doble o no se dispone de un transporte público alternativo adecuado, o se planea gravar la congestión en la grandes ciudades o el uso de las vías rápidas sin ofrecer alternativas de movilidad planificadas, aunque todo ello no nos haga ninguna gracia, desde el punto de vista de la fiscalidad medioambiental se trataría de una broma, pero no en la acepción del término que significa diversión, sino en la de cosa cara o molesta.
Por todo ello, bienvenida sea la fiscalidad medioambiental, siempre y cuando sirva verdaderamente para luchar contra el cambio climático, pero llamemos directamente fiscalidad para contaminar al resto ya que, mientras los contribuyentes no tengan alternativas que les permitan cambiar de forma fácil y rápida sus actividades contaminantes, sus efectos no se notarán en el medioambiente, sino mayormente en sus bolsillos y los de Hacienda, claro.