Cuando en junio de 2015, el secretario general del PSOE y ahora presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, presentaba en Mérida el Ingreso Mínimo Vital, estaba proponiendo la ampliación del Estado de Bienestar mediante el reforzamiento y consolidación de una dimensión de la política pública que ha recibido poca atención en España: la última red de protección social.
Es bien conocido que en las últimas décadas, tras la progresiva incorporación del paradigma neoconservador, los niveles de desigualdad en la mayoría de los países han ido en aumento. Se han agravado en cada crisis del ciclo económico sin que se recuperaran sus niveles de partida en etapas de crecimiento, y así hasta la próxima crisis. En España, las decisiones del gobierno del PP en la gestión de la última crisis llevaron a nuestro país a cotas de desigualdad que lo situaban entre los más desiguales de la UE, sobre todo si consideramos la diferencia entre las rentas del 20% más rico y el 20% más pobre (ratio interquintílico 80/20). Esto es debido a que la pérdida de rentas se centró en las franjas de renta más bajas y a que una parte de la clase media bajó de escalón.
La consecuencia más devastadora fue el incremento de la pobreza, especialmente en las familias con hijos a cargo, particularmente, en familias monoparentales maternas. Esta situación compromete los niveles de justicia social y cohesión del país. Pero no solo. Supone graves desventajas para los niños que viven en familias con dificultades en el acceso a los bienes más básicos. Además, tiene graves consecuencias para el conjunto de la sociedad española, para su capacidad y competitividad de futuro, al desaprovechar así a una parte del talento de su ciudadanía de futuro.
Son muchos los mandatos que nos impelen a promover medidas de esta naturaleza –derechos humanos incluyendo los derechos económicos y sociales, la carta Social Europea, Constitución Española, Convención de los derechos del Niño- pero podríamos resumirlo en uno: es cuestión de ciudadanía.
Reiteradamente en los últimos años todos los organismos internacionales, desde la OCDE, el FMI a Eurostat o el índice de Justicia Social Europeo, así como decenas de estudios académicos nos demuestran la escasa capacidad redistributiva de nuestras políticas de transferencias monetarias. Según la OCDE por cada euro que reciben las rentas del decil más bajo, las rentas del decil más alto reciben alrededor de cinco.
Atajar esta situación, desplegar el Ingreso Mínimo Vital es una cuestión de justicia social y tiene una poderosa racionalidad económica. Y no solo por combatir la pobreza infantil y las consecuencias antes citadas para la competitividad del país. Lo es también a efectos de potenciar la economía productiva. Todos los recursos que se coloquen en las rentas bajas se vuelcan de hecho en la economía productiva del país, lo que no ocurre con las de rentas con grandes capacidades de ahorro.
Ya en la anterior legislatura el presidente del Gobierno creó el Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil e inició la implementación de uno de los componentes del Ingreso Mínimo Vital. Se incrementó la prestación por hijo a cargo especialmente en caso de pobreza severa.
Su despliegue completo constituyó un compromiso de legislatura del actual Gobierno de coalición. El abordaje de la pandemia de la COVID-19 ha forzado el confinamiento y la supresión de actividades vinculadas al turismo, comercio, hostelería, etc., sectores con gran peso en el empleo y que constituyen una base fundamental de nuestro sistema económico. Esta situación ha arrastrado a muchas personas al desempleo y algunas a la precariedad económica, especialmente grave en el caso de familias con hijos.
La crisis actual ha abierto una ventana para una política pública para poner en marcha el Ingreso Mínimo Vital que muchas expertos en políticas sociales y muchos colectivos reclaman desde hace años. Antes era muy necesaria y ahora es imperativa una rápida respuesta para abordar las consecuencias sociales y desamparo de una parte de nuestros conciudadanos, abocados a un escenario en que, a los riesgos sanitarios asociados a la epidemia, se une una indudable amenaza de exclusión social. Por eso el Gobierno está trabajando denodadamente para posibilitar una rápida implementación de ese Ingreso Mínimo Vital.
Es razón de justicia social y cuestión de ciudadanía.