Intoxicación por testosterona en el Capitolio

14 de enero de 2021 06:01 h

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Podría decirse que el estallido de violencia en el Capitolio se debió, entre otros factores, a una combinación de “intoxicación por testosterona” y legitimación de una ideología supremacista blanca y masculinizada, populista y sesgadamente patriótica, con un auge de los movimientos conspiranoicos retroalimentados por la pandemia de coronavirus para condimentar las cosas. Todo ello en un entorno comunicacional descontrolado y libérrimo en el que no hay freno para las mentiras y las noticias falsas o tergiversadas.

“La violencia es tan estadounidense como el pastel de cerezas”. Estas palabras de H. Rap ​​Brown, que fue presidente del Comité de la Coordinadora Estudiantil No Violenta (SNCC) y que actualmente cumple cadena perpetua por asesinato, bien podrían describir los sentimientos de quienes intentaron cerrar el Capitolio en Washington. Muchos de ellos sufren de “intoxicación por testosterona”, un término acuñado por el actor Alan Alda en su artículo de 1975 de la revista Ms. (fundada por Gloria Steinem y otras feministas de los 70) sobre “Lo que toda mujer debería saber sobre los hombres”. La intoxicación por testosterona exagera la necesidad de cometer actos violentos porque la violencia hace que los intoxicados se sientan muy bien. Y hay mucha gente que se siente muy mal y se anima con la violencia. Se sienten mal, por ejemplo, capas enteras de la población estadounidense mayoritariamente masculina y blanca (agricultores, trabajadores de industrias obsoletas, trabajadores de la construcción, veteranos de las múltiples guerras en las que ha entrado EE. UU., etc.) que han perdido su trabajo, su norte, su rol de hombres proveedores, etc.

¿Por qué el 6 de enero? ¿Por qué en el Capitolio? Aquí es donde entra en juego la legitimación de las élites que fomentan la mencionada ideología supremacista. Son esas élites o grupos de influencia que dan las pautas y azuzan la violencia supremacista. Las élites no pueden llevar a las masas en direcciones a las que no desean ir, pero pueden frenar o presionar el acelerador. Donald J. Trump es el jefe de una sección de las masas irresponsablemente alimentada hacia la división, la desconfianza y el odio hacia lo diferente. Esas masas a las que se les ha animado a volver al “salvaje Oeste” donde el orden no lo imponía la Ley, sino la fuerza (de las armas).

Cuando Trump azuzó a sus votantes a fin de que marcharan hacia el Capitolio e hicieran el salvaje intentando presionar al Congreso para que rechazara la elección de Joe Biden, les dijo lo que querían escuchar. Y para lo cual les venía animando desde hace casi dos años cuando en las primeras comparecencias o tweets de Trump sobre las elecciones, este dijo que si no ganaba era porque estarían amañadas.

Los eslóganes de las pancartas que llevaban mostraban su compromiso para cumplir las indicaciones de Trump; para impedir lo que Trump llama “robo de las elecciones”. Trump siguió aludiendo al falso robo de votos incluso en su corta intervención en medio de la violencia desatada en el Capitolio y sólo tras ser requerido públicamente por Biden a comparecer y pedir que se frenara la violencia.

La pandemia de coronavirus y las medidas tomadas para paliarla, agregan las especias. La gente está cansada ​​de quedarse en casa. Todo el mundo quiere un buen pretexto para salir y hacer algo. Salir para defender una supuesta causa justa es una buena excusa.

Todos estos ingredientes juntos dan lugar al dominio impuesto por la fuerza (temporal o de largo plazo, si se concreta en un golpe de Estado) de una banda belicosa (la que asaltó el Capitolio, pero que descansa en más de 70 millones de votantes) sobre las decisiones democráticas de la mayoría de la ciudadanía, “los otros”. Y eso es lo que hemos visto en nuestros televisores y nos ha perturbado.  

Nos ha perturbado y asustado porque no sabemos si lo que ha pasado en el Capitolio servirá o no para quitar el velo de los ojos a la gente arrastrada por el populismo también en otros países.  Estamos viendo con preocupación cómo en diversos países europeos la demagogia, las mentiras e incluso la incitación a la violencia (contra inmigrantes, contra derechos adquiridos, etc.) están creciendo. Ya se empiezan a ver en las calles de varias ciudades europeas muestras de intoxicación por testosterona, aunque sólo sea para hacer fiestas imprudentes.

Cada vez más partidos previamente “serios” están diciendo a sus potenciales votantes lo que estos quieren oír. Nos pueden halagar los oídos diciéndonos que nos van a poner una estación de Ave delante de nuestra puerta, un muro para separarnos de México, que la solución de nuestros males está en salirnos de Europa o de España o que vamos a hacer América grande de nuevo. Así de simple, así de fácil de entender y así de dulce. Con una sola frase se puede identificar al culpable de nuestros males y se puede espolear el ánimo, o la testosterona, contra ese culpable.

Realmente, ¿nos estamos dejando intoxicar por la testosterona? Sea como sea, ninguna intoxicación es deseable. Como mujeres, con bastante menos testosterona (de media) que los hombres, con muchas horas de cuidados a nuestras espaldas y conociendo que no hay soluciones simples para problemas complejos, hacemos una llamada a pensar qué hay detrás de las promesas halagadoras y/o que estimulan nuestros instintos más básicos (el hormonal uno de ellos). Una forma sencilla de hacerlo podría ser el pensar que cualquier cosa tiene un coste, unas consecuencias y un potencial beneficio. En esta línea empezamos por una primera modestísima propuesta: Cada vez que nos prometan algo de envergadura y apetitoso, traduzcamos su precio en cuidados. ¿A cuántas plazas de guardería, a cuántas becas de investigación equivalen esas mastodónticas instalaciones para competiciones deportivas (carreras de coches, etc.) que después no tienen uso, porque no son necesarias?  El negocio es construir y el empleo se genera mientras dura la construcción. Mientras tanto, no hay presupuesto para reparar techos de escuelas públicas que se caen, hay escolares que tienen que recibir clase en barracones prefabricados y se cierran laboratorios en centros de investigación punteros, o bien estos se mantienen a base de voluntarismo y empleo precario. Hacernos estas preguntas es un ejercicio simple, pero que nos evitaría la exposición acrítica a propuestas no centradas en lo esencial, en la vida digna. Preferimos propuestas con razón, ciencia y corazón a propuestas guiadas por la testosterona.