El apretado resultado electoral del 23J ha hecho florecer una hipótesis en la que nunca se había pensado desde el nacimiento de la Constitución: el Rey, se dice, estaría ante un dilema a la hora de proponer al Congreso un candidato a ser investido Presidente del Gobierno.
Tanto Alberto Núñez Feijóo como Pedro Sánchez aspiran a ser objeto de esa propuesta. El primero, basado en ser el líder del partido más votado y con más diputados y diputadas aunque todo indica que Feijóo no conseguiría un apoyo parlamentario suficiente. El segundo porque es el único que tiene un horizonte de posible apoyo parlamentario superior al que esgrime Feijóo, especialmente después de la elección de la Mesa de la Cámara encabezada por Francina Armengol. Ante esta situación nacida de las urnas ¿qué debería hacer el Rey? ¿Está verdaderamente ante un dilema que solo él puede/debe dirimir?
A mi juicio, el punto de partida es que el Rey no puede ejercer las funciones que le confiere la Constitución de modo discrecional, ni, por supuesto, de modo arbitrario, lo que la Carta Magna prohíbe expresamente (artículo 9.3).
La monarquía parlamentaria es una evolución de la monarquía constitucional, y ésta de la absoluta. Sin esa transformación, las monarquías no existirían en potentes democracias liberales europeas. La ausencia de poder político efectivo es lo que le permite subsistir a la forma monárquica de gobierno. Es lógico. Si el rey o reina no son, por definición, elegidos por las y los ciudadanos, no tienen la legitimidad para ejercer de forma autónoma poderes políticos decisorios. Ni ejecutivos, ni legislativos, ni judiciales.
En última instancia, la monarquía parlamentaria es el producto de un proceso histórico, que ha otorgado al monarca lo que Mommsen llama “auctoritas”, que no “potestas”. Es lo que en Inglaterra ha sido denominado “the mistery of the King”, o lo que Benjamin Constant definió así: “le roi regne et ne gouverne pas”. Con estos antecedentes, la monarquía ha sido asumida por el constitucionalismo democrático en Europa atribuyéndole sólo funciones representativas, y sin ejercer potestades propias directas.
Sin embargo, es cierto que el Rey ocupa un cargo institucional muy relevante: la Jefatura del Estado. Institución de derecho internacional, con importantes competencias que el artículo 62 de la Constitución enumera, entre ellas “proponer el candidato a Presidente del Gobierno”.
Pero acabamos de decir que el Rey no tiene poderes políticos discrecionales. ¿Qué sucede entonces? Que las potestades que le concede el artículo 62 son de ejercicio obligado - por ejemplo, el Rey no podría negarse a sancionar una ley o un decreto - y no llevan aparejada responsabilidad política alguna. El mecanismo para que eso sea así es el refrendo, que deben realizar, según los casos, el Presidente del Gobierno, los ministros y, en el supuesto de la propuesta de investidura de Presidente del Gobierno, la Presidenta del Congreso de los Diputados.
La Constitución es contundente: “De los actos del rey serán responsables las personas que los refrenden” (art. 64.2.).
El Rey, al poseer sólo potestades institucionales - eso es la monarquía parlamentaria – ha de proponer al Congreso un candidato a Presidente del Gobierno cuyo apoyo en la Cámara baja sea el mayor entre todos los que aspiren a ser investidos. Y ello para poder proponerle con la máxima fuerza institucional y sin ninguna intervención discrecional de naturaleza política que pudiera atribuirse al Rey.
La preocupación de los constituyentes por la neutralidad política del Rey llegó hasta el punto que la Constitución (art. 99.1) señala que éste, antes de proponer al candidato, ha de realizar consultas “con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria”. Es decir, el Rey no puede llamar para consultas a los líderes que considere oportuno sino a los que los grupos con representación parlamentaria deciden. Sin duda, quienes elaboraron la Constitución se preocuparon porque no retornara lo que fue costumbre en la monarquía constitucional decimonónica española: la selección preferencial y arbitraria de líderes por el propio monarca, que tan nefastos resultados produjo en España.
Así pues, el rey, ante la decisión de proponer al Parlamento un candidato a la presidencia del Gobierno, tras las rondas de consultas - una o varias - con los grupos políticos que considere necesarias, no posee un margen discrecional, que estaría necesariamente politizado. Ha de hacer la propuesta de candidato que posea el carácter más objetivo posible, que es ostentar previsiblemente el mayor apoyo en el parlamento, porque es el Congreso, no el Jefe del Estado, el órgano constitucional que tiene atribuida la potestad de elegir al presidente del Gobierno.
Todo ello debería hacerse con la máxima celeridad posible para garantizar el normal funcionamiento de las instituciones, en medio de una presidencia española del Consejo de la Unión Europea.