Hace poco mantuve una discusión en twitter con un magistrado del Tribunal Supremo. Él consideraba que la exhibición de una pancarta contra el Rey suponía un delito de injurias a la corona y yo entendía que era un ejercicio legítimo de la libertad de expresión. En principio se trató de un debate entre juristas que no debe tener más trascendencia. Sin embargo, alguien puede denunciar la pancarta en cuestión y que corresponda al Tribunal Supremo, quizás incluso a mi propio interlocutor, decidir si efectivamente se ha cometido un delito. Al exponer en público su postura tal vez haya perdido la apariencia de imparcialidad con la que cualquier juez debe enfrentar todo caso que le llega.
La generalización del uso de Twitter y otras redes sociales ha multiplicado tremendamente la presencia pública de jueces y magistrados. Hasta ahora esta se limitaba prácticamente a algunos jueces ‘estrella’ o determinados portavoces de asociaciones judiciales que se expresaban a través de conferencias o directamente en los medios de comunicación. De pronto hay multitud de perfiles judiciales en el debate público. Unos pocos usando su nombre real; la gran mayoría escondidos bajos seudónimos. Tenemos así acceso directo a las opiniones de multitud de jueces sobre todo tipo de asuntos, ya sea deportes, política o derecho.
Esta situación tiene muchos aspectos positivos. De una parte, es una ventana abierta al modo de pensar de nuestra judicatura. Uno puede descubrir que entre las personas que tienen la tarea de dictar justicia hay variedad de gustos, aficiones y opiniones. Está el juez que colecciona robots, la magistrada que escribe poesía, otros enganchados a series televisivas o al ballet clásico. Esa diversidad contribuye a humanizar a personas a las que sólo se suele visualizar con la solemnidad de sus togas y el poder absoluto en la sala de vistas.
Desde el punto de vista jurídico, la posibilidad de debatir en persona sobre cuestiones de derecho con quienes suelen tener la última palabra en su aplicación es interesante. Twitter está permitiendo extender las fronteras de la discusión jurídica mediante conversaciones en las que a menudo participan también profesores, abogados, fiscales y otros operadores del derecho. Cuando alcanzan cierta profundidad y se desarrollan en un marco sano de discusión resultan indudablemente enriquecedoras para todas las partes.
También hay jueces y juezas que aprovechan esta herramienta para explicar, con afán divulgativo y dirigiéndose al público en general, aspectos concretos de la legislación o de su trabajo. Esta tarea divulgativa debe ser una obligación de todas las profesiones jurídicas públicas, porque la ley democrática no puede ser propiedad de unos pocos. Cada vez que un miembro de la judicatura abre un hilo en twitter explicando al lego cómo funciona la aplicación de la ley está ayudando a acercar la justicia a la ciudadanía.
Cuando uno tiene por profesión la de decidir sobre la vida de los demás y para hacerlo dispone de un poder casi absoluto es comprensible que desarrolle ciertos vicios de comportamiento. Entre los abogados, una de las críticas más recurrentes a los jueces es la soberbia y las maneras despóticas con las que algunos de ellos y ellas tratan a las partes durante los procedimientos. Cualquier abogado puede detallar innumerables anécdotas de esta tiranía y malos modos durante las vistas que, a menudo, no tiene más apoyo jurídico que el de la autoridad absoluta que ostentan. No es un vicio de todos los magistrados, ni muchísimo menos, pero está extendido y puede provocar que fuera de su juzgado pretendan opinar y actuar con una soberbia similar.
Sin embargo, el ejercicio de enfrentarse en Twitter a tantos ciudadanos, muchos de ellos anónimos, que opinan sin reparo le quita la soberbia a cualquiera. En ese sentido, creo que gran parte de la judicatura tuitera se está adaptando a un tipo horizontal de discusiones al que no suelen estar acostumbrados. Forma parte del haber de esta ‘salida del armario’ de jueces y magistrados. Otros no son capaces y hacen como esa famosa jueza tuitera que intentó ejercer su derecho de rectificación cuando “El jueves” publicó la estadística inventada que ‘demostraba’ que la mayoría de los criadores de ovejas las mantienen sólo por deseo sexual. Se enfadó con quienes nos reímos de ella y nos bloqueó para siempre.
La transparencia, sin embargo, tiene sus riesgos. Esencialmente, el de mostrarnos la realidad de las miserias humanas. En Twitter he encontrado magistrados abiertos de mente, con vocación de servicio al público y conscientes de su papel democrático. Y otros que no.
El acceso a las cuentas y opiniones de tantos jueces dibuja un panorama extraordinariamente corporativo. Con honrosas excepciones, se cierran como una piña frente a cualquier crítica a su función. No es infrecuente que se sumen a las críticas al Consejo General del Poder Judicial o incluso al Tribunal Supremo, pero defienden con uñas y dientes cualquier comentario sobre las carencias de sus sistema de elección, las necesidades de mejorar su formación continua en determinados temas o –no digamos ya- su falta de neutralidad en determinados casos. Es algo común en la mayoría de las profesiones, producto de que nadie quiere desmerecer de su posición, así que tampoco debe merecer mayor censura.
Un vistazo a sus inclinaciones políticas, en los casos en los que las ponen de manifiesto, también resulta desolador. Es posible encontrar en la red social perfiles judiciales que difunden o apoyan mensajes de partidos ultraderechistas como VOX. Son absoluta mayoría los que retuitean o dan ‘me gusta’ a líderes políticos y opinadores cercanos al ala más conservadora del Partido Popular o, últimamente, de Ciudadanos. Quienes dejan entrever su apoyo a opciones más progresistas son, sin duda, muy minoritarios. En este punto hay que reconocer, sin embargo, que son numerosos los jueces de twitter que intentan evitar pronunciarse directamente sobre cuestiones políticas y disimulan sus preferencias. Son conscientes de que quien imparte justicia debe dar una apariencia de neutralidad ideológica que hace más aceptable sus decisiones en determinados asuntos, excluyendo cualquier duda de que su manera de pensar influya en su estricta aplicación de la ley. Y esto nos lleva a la peliaguda cuestión de si, en última instancia, no sería conveniente limitar la presencia de jueces que se reconozcan como tales en las redes sociales.
Es una cuestión compleja, con múltiples aristas, que debe afrontarse partiendo de la libertad de expresión. Todos los ciudadanos tienen derecho a expresar libremente sus opiniones sobre cuestiones de interés general. Los jueces también. Sin embargo, también es cierto que este derecho tiene restricciones personales derivadas de la profesión del titular, aceptadas cuando uno decide ejercerla. Así, por ejemplo, la obligación de mantener el secreto de las deliberaciones y de los datos conocidos en razón de la profesión. Un juez, razonablemente, no puede divulgar en twitter datos de los asuntos que tiene que resolver ni cuestiones que conozca en razón de su profesión como juez. Eso es lo más obvio.
En España el Consejo General del Poder Judicial tiene la tendencia a intentar castigar disciplinariamente a los magistrados tuiteros que critican en público sus decisiones organizativas. Es un disparate. Los jueces y juezas deben poder criticar la política judicial, del mismo modo que son libres de comentar cambios legislativos o incluso decisiones de compañeros suyos en asuntos concretos. No sólo se trata de casos en los que los jueces se expresan como ciudadanos en ejercicio de su libertad de expresión antes que como funcionarios, sino que todo ello enriquece el debate jurídico del país.
Frente a ello, la cuestión más peliaguda tiene que ver con un principio que resulta vital para mantener la autoridad democrática de la justicia: la imparcialidad objetiva. Se trata de que el juzgador mantenga siempre la apariencia de que no tiene formadas de antemano convicciones que determinen su decisión de ningún asunto. Implica, entre otras cosas, que el juez debe evitar acciones que públicamente transmitan la idea de determinada adscripción ideológica. Por ello, resulta problemático que un juez manifieste en público su ideología política; o sus fobias y filias en cuestiones ideológicas que causen división. Es poco estético, puede ser causa de recusación y daña a la imagen de la justicia en general.
La mayoría de jueces en Twitter ha elegido por esconder su identidad bajo seudónimos. No creo que lo hagan para evitar las sanciones del CGPJ sino para evitar recusaciones y mantener una apariencia de imparcialidad cuando estén en sus juzgados. Es una solución razonable sólo a medias. El debate público sano exige una situación de responsabilidad mutua a igualdad de armas que no se da cuando uno debate frente a quien se ampara en la libertad irresponsable que le da un seudónimo. Por otro lado, quienes se presentan públicamente con su nombre y hasta su foto deben moverse siempre en el difícil límite entre la sinceridad y la parcialidad. Seguramente, el juez del supremo que mencionaba al principio de este artículo no debió pronunciarse tajantemente sobre la calificación jurídica de unos hechos que pueden llegar a su propia jurisdicción. Sin embargo, que desapareciera la presencia judicial en la red sería una pérdida para todos. A pesar de que algunos a veces caigan en los prejuicios políticos, o en la soberbia intelectual o el corporativismo, todo eso muestra simplemente que los jueces son personas. Conocerlas y dialogar con ellas es una de las grandes aportaciones de Twitter al mundo del derecho.