Por una ley integral contra la trata de personas

Decana del Colegio de la Abogacía de Barcelona —

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Con la voluntad de prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas –especialmente aquella que se dirige contra mujeres y niños– se suscribió hace 20 años el conocido como Protocolo de Palermo, el cual nació en el seno de la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada con el propósito de establecer “un enfoque amplio e internacional en los países de origen, tránsito y destino” para luchar contra la más cruel forma de esclavitud que todavía pervive en pleno siglo XXI.

Como reflejo de su compromiso, la Comunidad Internacional, estableció a través del mentado Convenio la definición ampliamente aceptada a nivel global de este execrable delito, de la que se infiere el horror que sufren las víctimas a manos de sus tratantes a través de la agónica sucesión de las fases de captación, traslado y explotación en las que aquel se desarrolla, sirviéndose para ello estos criminales, sin rubor alguno, de la violencia, la intimidación o el engaño.

Aprovechándose de la vulnerabilidad sistémica de personas que viven en zonas de conflicto o en regiones donde continuamente se vulneran los derechos humanos y valiéndose de una situación de superioridad, las mafias reclutan a sus víctimas esperanzándolas con la falsa promesa de una vida mejor para retenerlas, posteriormente, en los centros de explotación bajo el yugo de una amenaza constante de sufrir daños contra su persona o la de sus familiares. En su traslado, las víctimas, son despojadas de sus documentos de identidad y viaje como parte de un proceso de desarraigo y aislamiento que responde a la finalidad de mantener en la sombra un negocio que genera enormes beneficios a costa de la dignidad y la integridad de las personas. Aunque invisibilizada, la explotación de seres humanos, es una realidad que se practica a la luz de todos, pues tal y como se ha referido en alguna ocasión el Tribunal Supremo, en España –uno de los países europeos de tránsito y destino más cotizados por los tratantes– “ésta se extiende a lo largo de los márgenes de nuestras carreteras, donde resulta muy fácil encontrar varios clubs de alterne en cuyo interior se ejerce la prostitución”.

La recuperación de datos y la búsqueda de información no es tarea fácil atendiendo que el concienzudo hermetismo con el que operan las organizaciones criminales complica que puedan obtenerse cifras exactas, dificultad que constituye una de las máximas preocupaciones de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, pues a nadie se le escapa que dimensionar la magnitud del problema resulta fundamental para afrontar el mismo.

En todo caso, de acuerdo con el Informe Global sobre la Trata de Personas del año 2018 –que se elabora bianualmente bajo la supervisión de la ONU– el 62% de las víctimas de tráfico de personas han sido mujeres explotadas sexualmente, de las cuales el 17% eran menores cuando fueron captadas por las redes de tratantes; siendo la realización de trabajos forzosos, la mendicidad o el tráfico de órganos las que concurren con mayor frecuencia como otras formas de denigrar a las personas.

Hay que tener presente, no obstante, que sería imposible cometer este delito de no existir una amplia red de consumidores que lo sostiene, cuyas conductas son reflejo de un capitalismo perverso que comercializa con la dignidad de las personas en contra de los valores que se consagraron en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por eso, el Día Mundial contra la Trata de Personas representa una oportunidad para que el Gobierno y las Instituciones, pero también la sociedad civil en su conjunto, tome conciencia de la cercanía de este fenómeno global, contra el que se hace necesario articular una ley que aborde de manera integral todas las manifestaciones del mismo. Esa ley integral, que con tanto anhelo esperamos, debería contemplar, en un ejercicio de valentía y responsabilidad alineada con los derechos humanos, la tipificación del proxenetismo, que podría suponer el cierre de los centros de explotación sexual que existen en nuestro país y una merma importante de los flujos económicos que siguen alimentando esta lacra.

De la Agenda 2030 de las Naciones Unidas para un Desarrollo Sostenible, en la que la trata viene expresamente prevista en la meta 5.2 como ineludible para lograr la igualdad de género, se desprende la obligación de los Estados de dotar cuantos recursos resulten necesarios –a nivel judicial, policial y asistencial– para luchar frontalmente en la detección y persecución de estos comportamientos, a la vez que se les exige la necesidad de ofrecer a las víctimas que consiguen escapar de las redes de tráfico de personas un acompañamiento jurídico, formativo y psicológico que vaya más allá de un eventual procedimiento judicial. Solo así, devolviendo la dignidad a las víctimas y alejándolas del horror y del sufrimiento, conseguiremos que puedan recomponerse del proceso de deshumanización al que han sido sometidas para reintegrarse de nuevo en la sociedad.