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¿Ha llegado la hora de lo rural?

Director de Cuadernos Extremeños
Olivenza.

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Leo y releo análisis de diversos expertos sobre desarrollo rural, me informo también de lo que dicen los no menos expertos a propósito de la COVID-19 y la evolución de la pandemia, y sigo hasta donde puedo los vaticinios de los economistas acerca de los estragos catastróficos a los que nos conduce esta crisis que ha escapado al control de la “sociedad de la ciencia, la tecnología y la información”. Con estos mimbres les ofrezco un cesto que, a pesar de no ser nada académico, les aseguro que es fruto de quien ha vivido en Extremadura más de medio siglo de sindicalismo, municipalismo y ecologismo, y que se convirtió en el primer consejero de Medio Ambiente que hubo en España, en una comunidad rural como es la extremeña, tras haber publicado junto a Mario Gaviria y José Manuel Naredo un estudio titulado “Extremadura Saqueada” (Éditions Ruedo Ibérico, 1980) que, desgraciadamente, sigue vigente.

Los primeros tecnócratas de los años ochenta nos decían que el desarrollo consistía en llegar al 3 % de población activa agraria: maquinismo, monocultivos industriales, agricultura química generalizada, semillas y razas ganaderas foráneas… En paralelo a esa modernidad empezó el éxodo de emigrantes hacia las grandes conurbaciones españolas y europeas para instalarse en las colmenas periféricas que la especulación urbanística (acuérdense de Banús y compañía) les tenía preparadas. Esto produjo unos cambios profundos tanto en la cultura rural como en la urbana bien conocidos por todos, que, ahora, el grito reciente de la “España vacía” nos ha hecho ver con claridad: un 80 % del territorio desocupado y hacinamiento en los hornos crematorios de los barrios dormitorio. 

Hoy, de pronto, se presenta una crisis de dimensiones todavía imprevisibles que asusta a pueblos, ciudades y países; a autónomos, pymes, grandes empresas y multinacionales, y supongo que también al mismo vértice del capitalismo, ya que la quiebra y el cierre de negocios será de tal calibre que va a trastocar todos los cimientos del sistema. Ante ella, si no se reacciona a tiempo, los ejércitos de parados que van a crecer por todas partes pueden dar lugar a grandes convulsiones sociales. Y en este punto es donde la sociedad rural y el campo, antes vaciado y abandonado a su suerte por gobiernos, administraciones y multinacionales, cobra un valor esencial por las siguientes razones:

Nos ofrece recursos naturales diversos y excepcionales, no para agotarlos y contaminarlos, como se ha venido haciendo hasta ahora, sino para que utilicemos racionalmente sus materias primas.

En la sociedad rural se pueden producir alimentos de calidad sin residuos tóxicos persistentes, conservar el suelo y el agua, y recuperar las semillas y las razas ganaderas autóctonas al mismo tiempo que un modelo de producción más ecológico lucha contra el cambio climático y utiliza mucha más mano de obra que el modelo intensivo industrial (les remito a mi artículo “Contra la agricultura química” aparecido en El País en 1982).

La vida rural es mucho más placentera, ya que hay suelo abundante y barato y un parque de viviendas de planta baja que, debidamente reformadas o construidas con tipologías rurales y materiales autóctonos (bioconstrucción), ofrecen una habitabilidad de calidad a precios más bajos que en las grandes ciudades.

Además, la implantación o la mejora de infraestructura en las comunicaciones permitirá transformaciones digitales en gran parte de los diferentes procesos, como en los de producción agrícola, en la renovación de las plantas industriales, en la distribución directa, sin tantos intermediarios, en la seguridad a la hora de gestionar los montes, en la extensión del turismo responsable, del teletrabajo, etc., transformaciones que una sociedad rural necesita para su desarrollo (hace ya tiempo que países de Europa más avanzados se sirven de estos recursos con bastante éxito).

En conclusión, antes de que la quiebra y el cierre de empresas se generalice y crezca el desempleo por todas partes, de que la vida en las grandes urbes se agrave (en muchos casos, incluso, de manera insostenible) y de que las reformas ambientales sean de más difícil aplicación, los pueblos grandes y pequeños del medio rural nos están esperando.

Muchas empresas y numerosos autónomos imaginativos y resueltos serán los artífices de una creación de empleo que, por otra parte, se irá destruyendo en las grandes ciudades. ¿Podremos pasar de la falsa “revolución verde” que nos vendió el capitalismo del siglo XX a una auténtica revolución verde que respete el medio rural, equilibre las poblaciones, utilice racionalmente los recursos naturales, recupere lo mejor del conocimiento y la cultura tradicional y no tenga el despilfarro, la contaminación y la especulación como base de todas sus actuaciones? Creo que esta es la hora del desarrollo rural que necesitan los pueblos. Y aquí es donde habrá que poner la esperanza para deshacer los entuertos de una modernidad estúpida y absurda a la que una pandemia inesperada puede volver del revés. Los que llevamos medio siglo defendiendo una cultura rural mucho más equilibrada con la cultura urbana, así lo esperamos; y confiamos en la reacción de la gente y de las entidades de todo tipo para que se produzcan las transformaciones necesarias de un sistema demencial que nos ha llevado a esta barbarie.

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